Ha negado ser quien era, pero al reconocer en Swinthila, ahora rey, al que despidió de su casa unos años atrás, tiembla. El rey ordena que le tumben en el potro. La tortura hace a los hombres sinceros:
—¿Cuál es tu nombre?
—Samuel ben Solomon —contesta en voz baja.
Swinthila quiere averiguar todo lo ocurrido desde los tiempos de la guerra civil, cuando aquel príncipe rebelde, Hermenegildo, se levantó en armas frente a su padre, el poderoso rey Leovigildo.
—¿Conocisteis al hermano del rey Recaredo, al príncipe Hermenegildo?
—El judío calla.
A una señal del rey, el esbirro da una vuelta al torno; sale un grito de la boca del judío, que balbucea:
—Sí, le conocí muy de cerca. Él me ayudó. ¡Ojalá él estuviese al frente del ejército godo y no vos!
Ante estas insolentes palabras, el verdugo gira el torno. Samuel grita de dolor.
—Ni en la tortura dejáis de ser insolente…. ¿Qué más conocéis del hermano de mi padre?
—Luché con él en Cástulo. Después, yo… yo fui el guardián de la esposa y del hijo de aquel príncipe.
—¿Qué ocurrió con ellos?
—Cuando yo era un hombre joven, Hermenegildo me encargó de la custodia de Ingunda y de su hijo Atanagildo. La guerra civil estaba acabando y parecía desfavorable para el entonces rey de la Bética, Hermenegildo. Embarcamos en uno de los navíos de mi padre con rumbo a Constantinopla.
El judío jadea por el dolor. Se ordena que se suelte un poco el torno para facilitar que hable.
—Me jugué la vida por un godo… por alguien de vuestra familia —llora— y vos me torturáis…
—Sois un traidor, lo sé.
—¡Nooo…! —protesta.
El judío baja la cabeza, calla un segundo y después grita:
—¡Salvé a su hijo! Cuando el barco se hundía, me acerqué al compartimento de Ingunda, el suelo del camarote se había agrietado, ella y su hijo habían caído a la bodega. Ingunda debió de morir al caer, pero el niño aún vivía, estaba llorando en el suelo, magullado. Yo no podía bajar hasta allí pero, desde el techo, logré amarrarlo con una cuerda… —exclama el judío—. Al sacarle, la cuerda fue subiendo por el cuerpo del niño hasta que acabó rodeando su cuello. Miré al niño colgando por el cuello, balanceándose en la soga, amoratado. Recuerdo su mirada, una mirada clara tan parecida a la de Hermenegildo. Juré que le protegería siempre como su padre me ayudó y protegió a mí. Juré que me vengaría de los asesinos de su madre. La soga le laceró el cuello causándole una cicatriz, que persistió por siempre. Después, el Dios de Abraham me ayudó, logramos llegar a la costa sobre las tablas del naufragio que flotaban en el mar. En la Tingitana nos rescataron las tropas del imperio de Oriente. Allí me enteré de la ejecución de Hermenegildo y de la ruina de mi familia, de la muerte de mi padre… Juré que me vengaría de todo lo que fuese godo.
—Conozco bien el resto de la historia —le dice el rey—. Llenasteis de odio la cabeza del hijo de Hermenegildo, que finalmente se enfrentó a mi padre y le causó la muerte.
Swinthila se pasea lentamente alrededor del potro; los soldados y el verdugo callan, no entienden mucho de lo que allí se está revelando, un combate verbal entre el judío y el rey.
—Sois poderoso, un potentado entre los vuestros… ¿Dónde robasteis vuestra riqueza…?
—Conseguí el control del comercio de perlas en el Mediterráneo. El emperador Mauricio me favoreció mucho, por haber conducido al hijo de Hermenegildo a su corte… Después proseguimos el viaje hacia Contantino. El emperador Mauricio acogió al pequeño Atanagildo en su familia, y le llamó Ardabasto. A mí me encargó de su educación…
—También del agradecimiento del tirano Witerico, que os devolvió el favor de haber matado a mi padre.
—¡No…!
—Ah ¿no? ¿Negáis conocer al rey Recaredo?
—Bien sabéis que fui su médico personal…
—Lo sé, confesad ahora cómo procurasteis su muerte…
Los ojos de Samuel, llenos de sangre, llorosos por la tortura, se detienen en el rey. Se incorpora en el potro y con un profundo desprecio, exclama:
—Sé que voy a morir. También sé que no duraréis vos mucho en ese trono de iniquidad e injusticia.
El judío gime ante otra vuelta del torno; después, como si ya todo careciese de sentido, como si su confesión fuese su última arma para hacer sufrir a los que tanto había odiado, ratifica lo que Swinthila ya había supuesto.
—A Constantinopla, llegaron misivas de la reina Brunequilda; ella quería recuperar a su nieto para usarlo como arma frente a Recaredo. El emperador Mauricio no lo cedió sino que chantajeó a la reina con el niño. Yo entré en contacto con los legados de la reina, me sobornaron para que consiguiese que el heredero de Hermenegildo volviese a Hispania, a oponerse a Recaredo para recuperar su trono. Así que, cuando aquel niño, al que los bizantinos llamaron Ardabasto y los godos habían nombrado como Atanagildo, se hizo mayor, instigado por mí, quiso vengar a su padre. Solicitó al emperador Mauricio luchar al frente de las tropas en las provincias occidentales del imperio, en Hispania. Ardabasto era un hombre alto, bien formado, e increíblemente parecido a su padre. Se acercaba el momento de mi venganza. Yo lo había educado en el odio y él quería luchar contra Recaredo, el enemigo de su padre. Al llegar a Hispania, dejé a Atanagildo en Cartago Nova y me dirigí a la corte de Toledo. Allí…
Se detuvo para tomar aire, un momento, y después continuó:
—En Toledo pude entrar en la maraña que se cernía en torno a Recaredo porque seguí en contacto con los espías de Austrasia. Su reina quería asesinar a Recaredo y a Liuva para poner a su nieto en el poder. Entre todos, tramamos la conjura para conducir a Atanagildo al trono de los godos. Con mis riquezas y dádivas a la comunidad mosaica conseguí que me hicieran acreditar como sanador, trabajé con el médico real, a quien llegué a sustituir. Así, llegué a ganarme la confianza de la reina Baddo. Ella necesitaba alguien de confianza; a menudo, se sentía sola porque Recaredo, demasiado ocupado con los asuntos regios, no podía acompañarla. A través de Baddo conocí los remordimientos atroces que llenaban el corazón de Recaredo, quien se sentía culpable de la muerte de su hermano Hermenegildo. Fue el momento indicado para poner por obra el plan. Sólo tendríamos que esperar que se reanudasen las hostilidades contra los bizantinos. No transcurrió mucho tiempo antes de que aquello sucediese. Yo ya me había dado cuenta del enorme parecido ente Ardabasto y su padre, pero en aquel momento se hizo claro ante mí que podía ser un arma frente a Recaredo. Le expliqué a Ardabasto que Recaredo era el causante de la muerte de su padre y que la sombra de la culpa le perseguía. Así, en lo más crudo de la batalla, luchando contra Recaredo, Ardabasto levantó la visera de hierro que le cubría la cara. El hijo de Hermenegildo me contó después la expresión de horror en la cara del rey, al enfrentarse a aquel que se parecía tanto a su hermano; palideció intensamente, quedándose como agarrotado por el terror al verlo. Ardabasto logró herirle, pero no pudo matarlo. Sus hombres lo rescataron a tiempo. Tras ese encuentro, Recaredo enfermó de melancolía. Después todo fue muy fácil, la reina Baddo me llamó para curar a su esposo. Le administré alucinógenos y fui debilitando su salud. Se volvía loco. Sufría, sí, sufría mucho.
—¿Le envenenasteis?
—No fue necesario… simplemente favorecí que la enfermedad hiciese su obra… sin aplicarle el remedio oportuno. Algunas noches, hice pasar a Ardabasto a las estancias regias cuando no estaba la reina. Aquello aumentaba el delirio del rey. Pero, en un momento dado, Ardabasto no quiso seguir. Comprendió que aquel hombre no había querido el mal para su padre. El día antes de la muerte de Recaredo me abandonó. Toda la intriga política, que había tramado con la corte de Austrasia, se hundió. Sí, me dejó y regresó a tierras bizantinas, donde le aguardaba la hermosa Flavia, la hija de Mauricio, que llegó a ser su esposa. Fue un error. Un año más tarde tuvo lugar la rebelión frente a Mauricio y toda la familia imperial bizantina murió… Pero yo ya me había vengado.
La furia acumulada en el interior de Swinthila, durante el relato del judío, explota al fin.
—¡Morirás…!
El judío ríe con desesperación, y en su angustia, en su afán de venganza, exclama:
—Lo sé; pero ahora tú también lo sabes. He quebrantado la estirpe baltinga en todo lo que he podido…
—Mi madre sospechaba de vos…
—Sólo al final, pero la perra murió ajusticiada.
Swinthila no puede aguantar más, la mención a su madre le conduce a un paroxismo de ira. Entonces grita desaforadamente:
—¡Te mataré…! Eres una víbora…
Presa de furor, se lanza contra el hombre encadenado; saca su puñal y le atraviesa el pecho. El judío esboza una última sonrisa. Su venganza se ha consumado. Swinthila le da la espalda y abandona iracundo el lugar de la tortura.
Al salir de aquel lugar de horror, el rey godo eleva la vista al cielo, que aparece cubierto por el humo del incendio, nubes sombrías que llegan desde el mar. Swinthila se ha tomado la revancha en aquel que planeó y ejecutó la muerte de su padre; pero, en el interior de su ser, sabe que no le basta, necesita más, necesita más poder, torturar y matar. La venganza se ha apoderado de él como un veneno. Muchos se han enfrentado al mal, intentando rehacer el pasado. Swinthila lo ha hecho, pero el mal a menudo nos consume. A Swinthila lo está deshaciendo por dentro. Siente que necesita alivio y que sólo lo encontrará bebiendo de la copa, del gran cáliz dorado que recuperó en las tierras de los astures. Acerca sus labios sedientos al cáliz. Al notar el líquido rojizo y ardiente correr por su garganta y llegar a su vientre, recobra la serenidad; una vez más, el cáliz le embriaga.
El sol luce con fuerza sobre las onduladas tierras de la meseta, preludiando la llegada gloriosa de las tropas de Swinthila. Lejano queda ya el día en el que un eclipse cambió el destino del reino de los godos; el día aquel en el que un general godo, perseguido, regresaba a Toledo. Ahora, toda la pompa y todo el boato que un soberano altivo puede organizar para dar un espectáculo ante el pueblo, para consolidar su poder, se representa en las calles de la capital de reino, remarcando la victoria real, como propaganda política. El populacho aclama a los victoriosos soldados godos procedentes del frente bizantino. En las calles se oyen fanfarrias y trompetas; al paso del rey, caen pétalos de flores. El pueblo adulador aclama a Swinthila, quien siente el orgullo del que se sabe invicto. Sin embargo, aquellas gentes no aman a su rey; Swinthila lo sabe, pero no le importa; no quiere la estima de sus compatriotas, sólo dominarlos.
En el palacio que corona la ciudad, la reina lo espera. Junto a ella, sobre la amplia escalinata que da acceso al palacio, los hijos mayores de Swinthila: Ricimero y la hermosa Gádor. La hija de Swinthila, una joven alta, de anchos hombros, de mirada diáfana, esboza una sonrisa suave, alegre, al divisar al rey, su padre. La reina no sonríe. Ha llegado a sus oídos la matanza en Cartago Nova. Los labios de Teodosinda, mudos, no emiten una queja, pero su expresión está llena de reproches. No ha perdonado la muerte de su padre, de su joven hermano. Swinthila capta la callada desaprobación de su esposa pero, reconfortado por la copa, no se siente culpable de nada. Junto a la reina, reciben a Swinthila los nobles del Aula Regia y los clérigos. En la comitiva que sigue al monarca, para realzar aún más su gloria, se encuentran los rehenes de alcurnia que fueron apresados en Cartago Nova. Son los que días atrás fueron enviados a la corte como cautivos con objeto de canjearlos por un rescate. Entre ellos está aquel hombre joven de tez morena, el legado del emperador para la provincia bizantina de Spaniae.
Cuando entran en el palacio, las puertas se cierran tras la comitiva real, dejando fuera la multitud vociferante. La reina no habla, no se atreve a enfrentarse al poder absoluto de Swinthila. Ella se da cuenta de que su esposo una vez más ha abusado de la copa, sus ojos son los ojos brillantes de un maníaco. Habla y habla del futuro de sus conquistas y de la grandeza del reino godo. La reina se desespera viendo a aquel al que ha amado, enloquecido por una dependencia brutal de la copa de poder, del alcohol y de la ambición. Ella lo sabe todo y calla porque le teme; cualquier palabra de reprensión podría excitar la cólera de su esposo.
Sólo una persona se opone todavía a Swinthila. Isidoro, obispo de Hispalis, quien, al ser convocado a la corte para ser testigo del triunfo del rey, conserva la fuerza suficiente como para censurar al monarca la represión cruel en Cartago Spatharia, la urbe que le vio nacer. Swinthila escucha pacientemente las palabras del clérigo; para calmarle, para mantener contenta a la Iglesia, promete hacer penitencia. En aquel momento de poder supremo, en el que él, el hijo de Recaredo, ha vencido a sus enemigos, en el momento en que ha de afirmar aún más su soberanía absoluta, no escucha a nadie.
Las fiestas se suceden aquellos días. Bufones y juglares llegan a la corte. Swinthila, pródigo con los amigos, derrocha dones entre ellos, pero también expropia las tierras de los nobles, magnates y obispos que se le oponen, de los enemigos de la casa baltinga, de los que forman parte de las castas aristocráticas y se enfrentan al linaje real. Las continuas revueltas nobiliarias son sofocadas sin piedad por Swinthila. Cada vez son más los prohombres del reino que huyen a la región de la Septimania, donde se unen a la resistencia armada que encabeza Sisenando. Ante este hecho, Swinthila se encoge de hombros; no le preocupa, está convencido de su invulnerabilidad, de la imbatibilidad que le proporciona la copa de poder. Nadie podrá derrotarle.
En una de aquellas fiestas en las que Toledo arde en luces, y en las que el palacio está lleno por la nobleza del reino; el legado imperial se acerca repetidamente a una doncella de cabello claro. Son jóvenes y parecen entenderse bien. Las dueñas, que rodean a la dama, les vigilan, pero les dejan hablar un tanto retirados del resto. Ella le sonríe con sus ojos de color verde agua, él la embruja con una mirada oscura. Pronto ella prorrumpe en carcajadas, una risa nerviosa provocada por la excitación que siente ante aquel hombre joven que la corteja. Al principio ella se sentía tímida, hasta el punto de resultarle difícil hablar. Pero ya no, ya no le intimida conversar con él de las cosas que a ambos les interesan; mientras que él, en la soledad forzada de su cautiverio, descubre el goce del amor a su lado. En los últimos tiempos, ante la complicidad de las dueñas del palacio, se cuentan naderías o se miran sin hablar pero, más a menudo, ríen por todo y por nada.