Liuva se despereza en su lecho. A sus ojos no acude nada más que una intensa oscuridad. Nícer escucha su gemido.
—¿Cómo estás?
—Vivo —responde hoscamente el monje—, que no es poco.
—A Dios gracias estamos a salvo y no muy lejos de la corte de los reyes merovingios.
—No estoy tan seguro de que estemos tan a salvo… —dice muy nervioso Liuva.
—¿Por…?
—Me he despertado varias veces en la noche. Mi ceguera hace que el oído se me haya aguzado. Me ha parecido escuchar que quieren entregarnos a alguien…
—¿A quién?
—Hablan de un tal Gundebaldo; debe de ser su señor, un noble.
—Tú no lo entiendes. En vuestra tierra hay hombres libres que te obedecen a ti, que eres uno más entre ellos. Aquí, en las tierras francas, los hombres son esclavos o siervos de los señores, están sometidos de tal manera que hasta las mujeres que poseen son suyas y el noble puede utilizarlas para lo que le plazca. Nosotros somos algo que han encontrado y que deben entregar a su señor…
—Me han quitado la bolsa y la fíbula de plata.
—Eso es lo de menos. Otros hablaban de no dar parte a su señor y acabar con nosotros…
Nícer le mira horrorizado, exclamando:
—¿Qué…?
—Están hambrientos. Los hombres de Gundebaldo los extorsionan. Les está prohibido cazar. Con las tormentas no han podido pescar. No han comido carne hace mucho tiempo, la carne humana es tan buena como cualquier otra.
—¡No es posible…!
—Lo es. ¿Qué te ha parecido la mujer que nos ha cuidado? ¿Gruesa…? Yo no veo, pero por su modo de andar he deducido que no debe de pesar mucho.
—Está en los huesos.
—¿Y la sopa…?
Nícer se aproxima al caldo.
—No tiene más que algunas berzas flotando…
—Debemos huir, pero yo no me siento con fuerza. Huye tú, busca la copa. Encuentra a Swinthila y regresa a Ongar. ¡Cumple con la promesa!
Liuva le coge la mano a Nícer, la aprieta con fuerza y le dice:
—Huye. Yo te cubriré, saldré corriendo en otra dirección. Yo estoy ciego, no sirvo de mucho, tú puedes seguir…
Nícer abraza a Liuva.
—Huiremos los dos, en direcciones contrarias.
Nícer bebe de la sopa y le da también a Liuva. No es más que agua y aquella extraña verdura, pero como está caliente les entona. Busca algo con qué cubrirse. Sus ropas están cerca del fuego y se viste con ellas. Están aún húmedas. Liuva se levanta también.
La puerta del chamizo cede con facilidad a un empujón de Nícer. Se escucha a uno de los famélicos perros de los pescadores ladrar. Retroceden, fuera de la línea de las cabañas hay una cerca de madera. La van rodeando buscando un lugar en el que la valla esté más endeble. En un punto, la madera está tan carcomida por la humedad del mar que, al empujar con fuerza, salta y se abre un boquete hacia el exterior. La luz del sol es aún escasa y una niebla cubre el poblado. Atraviesan la valla. No saben bien dónde están ni qué hacer. Escuchan el rumor del mar a lo lejos. El mar debe estar hacia el norte; por tanto deben huir en dirección contraria, hacia el sur. Después se separarán huyendo uno hacia el este y el otro, al oeste.
Nícer siente angustia al abandonar a Liuva, que corre torpemente en la playa.
Al cabo de un tiempo, Nícer percibe que le vienen persiguiendo. A través de la niebla, se oyen las voces de los hombres del mar. Son jóvenes y él es un viejo. Sus huellas se han quedado grabadas en la arena y no es difícil saber adónde se han encaminado. Escucha un grito, le parece la voz de Liuva, lo han debido de atrapar.
Resuena el sonido de una caracola marina.
Nícer advierte que están sobre él, sigue corriendo pero está extenuado, sus músculos se le agarrotan y no puede ir más deprisa. Los hombres del mar se acercan. Un lazo vibra en el aire. La cuerda le atrapa por los hombros, alguien tira de él; escucha las risas de los pescadores.
—¡Eh…! ¡Vosotros, hombres del sur, malos, muy malos, huis de nuestra hospitalidad!
Saltan contentos por haberlos atrapado. Gritan salvajemente. Nícer ve a Liuva, atado también como él. Los hombres brincan como fieras a su alrededor. Su dentadura afilada brilla al vociferar.
De pronto, la fiesta se detiene. Todos se quedan paralizados, la niebla se levanta y escuchan un cuerno de caza, el galope de los caballos.
—¡Gundebaldo…! —gritan los hombres del mar con horror.
Unos jinetes rodean a los pescadores y a sus prisioneros. Son diez hombres a caballo, con ropajes desastrados, barbas largas, blandiendo látigos con los que golpean a los pescadores.
—Tiempo ha que quería saldar cuentas contigo —dice el hombre al frente de la comitiva—. ¡Todo lo vuestro es de vuestro señor Gundebaldo! ¿Qué…? ¿Queríais cenaros a los prisioneros…?
—¿Cómo podéis decir eso, mi señor?
—Puedo decirlo porque ya os he descubierto en otras ocasiones. ¿Quiénes son ellos?
—Gente importante —interviene la mujer—, quieren ir a la corte del rey.
—¿Ah, sí?
—Procedemos de las costas cántabras —responde Liuva—. Nuestro barco ha naufragado…
El que capitanea la tropa no le escucha y se dirige a los hombres de la costa.
—¡En cuanto a vosotros…! No saldréis impunes de haber desacatado las órdenes de vuestro señor, cogiendo prisioneros sin habérselo comunicado al noble Gundebaldo.
El tal Gundebaldo hace una seña a sus hombres, quienes derriban a Nícer y a Liuva. Les registran, después hacen gestos a su señor indicando que no encuentran nada en los prisioneros.
—Veo que los hombres que habéis cogido no tienen nada. ¿Les habéis robado?
Gundebaldo les interroga a la vez que hace chasquear el látigo. El jefe de los hombres del mar no tiene más remedio que soltar la bolsa de monedas que ha robado a Nícer y la hebilla de plata de su capa.
Gundebaldo hace montar en sendos caballos a Nícer y a Liuva, detrás de un guerrero franco.
Cruzan una gran planicie situada al mismo nivel del mar, una tierra cruzada por ríos, que forman marismas y conducen el agua dulce hasta el océano. En aquel páramo no crecen los árboles, y los arbustos son de poca altura.
Llovizna un agua mezclada con nieve continuamente.
Hace frío.
Nícer se siente desfallecer.
En una estancia de piedra, estrecha y lóbrega, húmeda y tremendamente fría, que no llega a ser un calabozo, el noble señor Gundebaldo los ha retenido. De nada les han servido súplicas o protestas. El noble señor quiere sacar algún partido a los presos, los ha interrogado repetidamente, los ha torturado. Al fin, ha deducido que sus prisioneros no tienen valor; proscritos de unas tierras lejanas y perdidas, que buscan algo o a alguien imposible de encontrar. Ha pensado en deshacerse de ellos, pero duda. El monje parece ser de estirpe real, quizás alguien pueda pagar un rescate por él. Ahora no tiene tiempo. Y es que Gundebaldo, el noble señor de Caen, se halla en conflicto continuo con Argimundo, el noble señor de Auges. La guerra le ocupa ahora todas sus energías y su tiempo, por ello les ha arrojado a la prisión, olvidándose después de ellos.
Mientras Nícer duerme; Liuva, levantado y nervioso, aguza su oído; fuera se escuchan las risas de los guardianes. El monje suspira; un día tras otro, igual. No sabe cuánto tiempo ha pasado. Una vez más, la luz del sol se introduce perezosamente desde un tragaluz. Todo transcurre con lentitud en aquel pequeño recinto en el que Liuva puede descansar de las privaciones de los últimos meses, y curarse de las heridas del naufragio. Mientras tanto, Nícer enferma. Al cabo de una semana, una tos cavernosa y profunda señala el inicio de una pulmonía, resultado posiblemente de los días pasados en las frías aguas del mar del Norte. Empeora gradualmente hasta que la gravedad de su estado se hace crítica, delira sin cesar y le abrasa la fiebre. Liuva poco puede hacer si no es darle agua.
Por la noche, la respiración del enfermo se convierte en un estertor angustioso de cuando en cuando, parece que se detiene. Liuva se asusta; si Nícer falleciese; él, un ciego, se quedaría desamparado y no podría cumplir su misión.
Al amanecer, la situación continúa siendo crítica. De pronto, Nícer se incorpora con los ojos desorbitados. Después se desploma. Liuva necesita ayuda, no sabe qué hacer, aislado con un enfermo que agoniza. En ese momento de zozobra se le ocurre una idea; solicita a los guardianes que le envíen un clérigo para que imponga los óleos e imparta la unción al enfermo. Los carceleros no se atreven a negarle los sacramentos a un moribundo.
A media mañana, aparece una figura encapuchada que observa con curiosidad a Liuva. Con calma unge en la frente, en las manos y en los pies al enfermo, musitando las palabras sagradas.
Después, Liuva y el monje guardan silencio. La respiración de Nícer se hace más suave. El monje se levanta para irse. Liuva le detiene.
—¡En el nombre de Jesucristo os ruego que nos ayudéis…!
El clérigo deja paso a la curiosidad y pregunta:
—Vos sois monje como yo… —exclama—. ¿De dónde provenís?
—Procedemos de las tierras cántabras, soy un ermitaño, pero dependo de un lugar sagrado llamado Ongar, donde vivió el santo monje Mailoc.
—Conocí a Mailoc…
—Llevamos encerrados aquí varias semanas. Debemos ir hacia la corte de París.
—Poco puedo hacer por vosotros… —le explica el monje compadecido—. Sois prisioneros del poderoso y cruel señor de Caen. Mi monasterio está a pocas leguas de aquí. Si conseguís escapar, podéis acogeros al lugar sagrado. Id hacia el norte siguiendo el curso del río que baña el castillo, y encontraréis el lugar donde vivo. Os podréis refugiar allí. Gundebaldo es supersticioso y quizá no se atreverá a perseguiros en un lugar sagrado. —El monje suspira—. Ya en otras ocasiones hemos acogido a gentes huidas de la crueldad de los nobles.
—Mi compañero está muy enfermo. Yo estoy ciego… ¿Cómo escapar de aquí? Parece imposible…
Liuva deja caer la cabeza entre las manos; el monje, compadecido de él, le revela:
—Ahora mismo la fortaleza está menos vigilada, el señor de Caen partió hacia la guerra. Me he dado cuenta de que las cuadras se abren al exterior por una puerta amplia, que no está bien custodiada. Debéis salir por el pasillo que cruza delante de este aposento, seguirlo unos veinte pasos y torcer a la izquierda en el primer corredor; después bajaréis unas escaleras que conducen a un sótano, continuad hacia delante y encontraréis unas cuadras que, como ya os he dicho, están abiertas al campo.
—Pero… ¿podremos burlar la guardia?
—Dentro de dos lunas, en plenilunio, celebrarán una antigua fiesta pagana; los hombres se reunirán en el patio de armas y se emborracharán. Seguramente bajará la vigilancia.
—¿Cómo podré agradeceros?
El monje hace un gesto, pero no llega a contestarle. Al oír su charla, los guardianes entran y le obligan a salir.
Gradualmente, Nícer comienza a mejorar. Liuva percibe la claridad de la luna bañando el aposento de la prisión. Comienza a calcular la curvatura que describa en el cielo y la fase lunar. Pronto se da cuenta de que la luna podría estar mediada. En dos o tres semanas llegará el momento que le sugirió el monje.
Una mañana, al despertarse, Liuva descubre que Nícer se ha incorporado de la cama. El jefe cántabro inspira hondo y tose, pero su tos ya no es tan profunda. La respiración se hace pausada. Nícer ha adelgazado mucho, y también envejecido, pero continúa siendo un hombre fuerte. Liuva le cuenta sus planes para escapar.
—¡Debes reponerte…!
Liuva cede parte de su comida al otro, quien no quiere aceptarlo.
—Yo estoy bien —insiste el antiguo ermitaño—, si tenemos que irnos, eres tú quien debe recuperar las fuerzas. Ya sabes que yo no puedo luchar.
Nícer va mejorando. Poco a poco recupera su vigor; mientras va trazando un plan para la huida, examina el catre donde suele dormir y lo levanta en alto, está hecho de una madera fuerte y de paja, piensa que llegado el momento puede serles muy útil.
Cuando la luna se llena, Nícer está prácticamente recuperado de la enfermedad. Es evidente para ambos que ha llegado el momento de la huida cuando, en la noche, penetra una claridad especial por el ventanuco. Se escuchan sones de tambores y dulzainas, las voces agudas de mujeres jóvenes. Pronto, gritos de beodos resuenan por la fortaleza.
Liuva apoya el oído en la puerta, en las inmediaciones de la celda hay silencio. La escasa guardia que custodia aquel lugar se ha debido de sumar a la fiesta. El cántabro toma con sus brazos fornidos, aunque debilitados por la enfermedad, el catre y, utilizándolo como una palanca, se abalanza sobre la puerta una vez y otra hasta que salta. Fuera no hay nadie. Como han supuesto, la guardia está en la fiesta. Escuchan gritos de ayuda desde los calabozos vecinos; pero no pueden hacer nada. Liuva recuerda las instrucciones del monje.
Recorren el pasillo en la dirección indicada: al torcer hacia el otro corredor que los conduce a las cuadras, se encuentran con dos soldados beodos. Nícer lanza a uno hacia Liuva, que lo golpea con su único puño. Al otro, le propina tal golpe en la cabeza que lo deja inconsciente. Después ayuda a Liuva a deshacerse de su enemigo, al que inmoviliza. Prosiguen hacia delante, bajando unas escaleras. Al fondo, tal y como el monje le había indicado a Liuva, encuentran las cuadras. No hay vigilancia; un soldado, que duerme la mona, intenta levantarse al oír pasar a los evadidos, pero da dos traspiés y cae al suelo sobre unas pajas, donde continúa su interrumpido sueño.
El día amanece cuando Liuva y Nícer se encaminan hacia la libertad, siguiendo el curso del río. A lo lejos, junto a la orilla y a la entrada de un bosque, divisan el convento. Liuva solicita acogida y protección en el lugar sagrado. El abad es el mismo monje que le dio la unción a Nícer y, al reconocerlos, abraza a Liuva con un gesto de bienvenida fraternal.
Les alimentan con pan oscuro y leche de cabra. Mientras devoran los alimentos acuciados por el hambre, el viejo monje les asaetea a preguntas, a las que Liuva trata dar cumplida respuesta entre ansiosos bocados.
—Somos proscritos de las tierras cántabras. Hace ya casi un año, un hombre robó una copa sagrada en el convento del que procedo. Nos acusaron de colaborar en la desaparición. No podremos regresar a nuestra tierra hasta que la recuperemos.
—¿Adonde fue ese hombre…?
—Tenemos noticias de su ida a la corte del rey Dagoberto, en la antigua Lutecia, pero ha pasado ya tanto tiempo que nuestras esperanzas de encontrarlo algún día son cada vez más escasas.