Al ver a su esposo, el rostro de Teodosinda enrojece, como si fuese todavía una jovencita; se dirige a él con voz tímida:
—Mi señor, lleváis muchos meses fuera, no hemos tenido noticias vuestras. El rey, mi padre, ha preguntado repetidamente por vos. Se me ha dicho que en cuanto lleguéis, debéis dirigiros a palacio.
Swinthila hace una mueca que no es claramente una sonrisa mientras le espeta:
—¿No tendré tiempo de reposar después de tan largo viaje…?
—El rey quiere veros —repite ella.
—Estará impaciente por contarme el eclipse —se burla—; finalmente sus cálculos fueron acertados, no se equivocó ni en el día ni en la hora.
—Mi padre piensa que se ha equivocado…
Swinthila levanta las cejas preguntándose en qué. Desde que es rey, Sisebuto suele estar demasiado orgulloso de sí mismo para equivocarse o dudar. Ella continúa:
—Mi padre se ha equivocado en la confianza que había puesto en vos.
—¿Qué queréis decir?
—Mi señor Swinthila…
Teodosinda se detiene y lo mira con aquellos ojos suyos un poco saltones, muy penetrantes.
—Mi señor Swinthila, tenéis enemigos que quieren deshacerse de vos.
—Lo sé, Sisenando…
—Él mismo y el viejo Chindasvinto… Ha resultado muy extraño para todos que el mejor general del reino se ausente de la guerra en el momento en el que los godos están siendo derrotados por los roccones. Os han acusado de traición.
Swinthila gruñe, enfadado:
—¡Yo no comandaba la campaña del norte! Ellos mismos se opusieron porque pensaron que ya había tenido bastante gloria con la victoria contra los bizantinos; ahora, les tocaba ganar a ellos —dice con ironía—. No es mía la culpa si no saben conducir un ejército…
—Pero se os vio en el norte y después desaparecisteis, Chindasvinto y Sisenando os han acusado de pasar información al enemigo. Se os culpa de haber traicionado al rey…
—¡Tonterías…! —responde, sintiéndose intranquilo—. ¿El rey ha creído esas patrañas?
Ella prosigue suavemente para no excitar más su cólera:
—Ya sabéis cómo es… le influyen mucho las habladurías y vuestros enemigos han aprovechado cumplidamente vuestra ausencia. Os aconsejo que os presentéis cuanto antes en palacio.
—Antes necesito comer y beber algo… Vengo de un largo viaje —solicita ya algo más calmado.
Teodosinda se retira con una reverencia dispuesta a prepararlo todo. Pronto entran criados con una bandeja en la que hay vino tinto, queso y carne adobada. Swinthila come hasta hartarse. Durante el almuerzo, Teodosinda se mantiene a su lado, callada. Después le ayuda a desvestirse de los arreos militares, Swinthila percibe que, al tocarle la piel desnuda, ella se estremece como si fuese aún una doncella; pero él no tiene tiempo para el amor. Permite que ella le ayude a ponerse el traje de corte, una túnica recogida por un cinturón ancho de cuero, que termina en una hebilla recamada en piedras preciosas. Teodosinda le coloca el manto, ciñéndolo con una fíbula, e introduce en la vaina de su cintura una espada de doble filo, la que heredó de Recaredo.
Swinthila acaricia la cabeza de Teodosinda como se hace a un perrillo que ha cumplido su cometido. Ella sonríe y se inclina acercándose a él, haciendo una reverencia profunda.
—Cada día que habéis estado fuera, se me ha figurado eterno… —susurra ella—, os he recordado cada instante.
—Yo también a vos, mi señora… —afirma él a su vez, pero ella sabe muy bien que no es así.
—Temo por vos… Sisenando os aborrece.
—¿Ha regresado ya de la campaña del norte?
—Hace más de dos meses. Le rodea una camarilla que lo adula. Ya los conocéis… Os denigran en privado. No se atreven a hacerlo en público, porque saben que sois el esposo de la hija del rey.
—Sí —dice presuntuosamente Swinthila—. Me envidian. Yo soy el mejor general que nunca han tenido los godos. Saben que he conducido con gloria una brillante campaña en el sur; una campaña que destruyó casi por completo el poder del Imperio bizantino sobre las provincias más meridionales del reino visigodo… Vuestro padre no me dejó acabar mi obra.
—Mi padre quería la paz…
—La paz o cobrarle impuestos a los imperiales… —la interrumpe Swinthila con dureza—. Además, Sisenando me odia porque he logrado vuestra mano, él también os quería…
Las mejillas de Teodosinda enrojecen suavemente.
—Él quiere solamente el trono de los godos… Yo siempre os he amado, siempre he sido vuestra…
—¡Tuvisteis muchos pretendientes…!
—Que supe evitar… me buscaban porque era noble y rica. No me amaban, lo sé. Vos tampoco.
Le contempla anhelante, deseosa de escuchar las protestas de amor de él; pero Swinthila no se conmueve. La devoción que le profesa, a él le parece enternecedora y absurda; por ello, Swinthila la considera tonta y débil; así que solamente dice:
—No he sido un marido afectuoso, no he colmado vuestras expectativas… No os he dado una buena vida…
—Yo he buscado en vos lo que nunca me habéis querido dar… Sólo la venganza os interesa. Hay en vos una coraza de rencor…
Swinthila no contesta a sus palabras, siempre lastimeras, siempre demandantes de amor, algo que él no es capaz de darle; después la abraza, la cabeza de Teodosinda se apoya en el pecho de Swinthila; y él besa aquellos cabellos que comienzan a ser canosos. El abrazo dura un tiempo que a Teodosinda le pareció un segundo y a él, una eternidad. Swinthila se separa de ella bruscamente.
—Deseadme suerte y rezad para que los santos me protejan…
—Cuidaos, mi señor… —suplica ella con los ojos arrasados en lágrimas.
Después, él atraviesa los patios donde juegan sus hijos más pequeños, despidiéndose del mayor, su hijo Ricimero, la esperanza de la casa baltinga. Gádor, al ver a su padre con el atuendo de corte, le observa orgullosa mientras él la acaricia.
Swinthila sale de su casa situada en la parte alta de la ciudad; desde allí se puede ver, no muy lejana, la torre de la iglesia de Santa María la Blanca y las callejas que descienden hacia el cauce del Tajo. Acompañado por un criado baja la cuesta hasta la iglesia para después volver a ascender al lugar donde el alcázar del rey godo se encarama sobre el río. El palacio, una enorme fortaleza alzada sobre la roca, es un laberinto de salas y corredores: las escuelas palatinas, las dependencias de la corte donde habita el rey Sisebuto, las cocinas, una amplia biblioteca, las capillas reales, la cámara del tesoro y tantos patios, estancias y recovecos tan familiares para él.
Antes de dirigirse a las estancias reales, Swinthila se encamina hacia las salas que ocupa la Guardia Real, al lugar donde mora Adalberto. El capitán de la Guardia Real, que hace meses no sabe nada de él, se sorprende al verlo y ordena salir a sus hombres.
—Tengo la copa… —anuncia Swinthila—. Nuestra hora ha llegado…
En resumidas palabras, le cuenta lo ocurrido. Ahora que poseen el secreto del poder, ha llegado el momento de dar un golpe rápido de mano, por eso le confía sus planes y solicita su ayuda. Deben asaltar el trono y hacerlo por sorpresa, de modo expedito, lo antes posible. Adalberto, que se muestra de acuerdo en lo que Swinthila le propone, le promete que hablará con Búlgar y otros hombres afines al partido del difunto rey Recaredo. A mediodía tendrá lugar el cambio de guardia junto al rey; el capitán de la Guardia Palatina enviará hombres fieles a la casa baltinga, con instrucciones concretas sobre cómo actuar si algo le sucediese al rey. Brindan repetidamente por el buen resultado de su empresa. Adalberto, una vez más, estará en el partido de los vencedores.
El sol marca el mediodía y Swinthila se despide del capitán de la guardia con un saludo militar recio y decidido.
Swinthila se demora todavía algún tiempo en una y otra estancia del palacio, recuperando y alentando a aquellos que le son fieles, mientras la conjura recorre la corte de Toledo.
Atraviesa los corredores del palacio, pensando que todo aquello pronto será suyo, recuperará lo que le corresponde. Impaciente, debe aguardar ante el salón del trono a ser anunciado. Al fin se abre la puerta y un paje grita:
—El noble Swinthila, general del ejército de su majestad…
La sala donde el rey recibe es una amplia estancia con ventanales cubiertos por celosías a través de las cuales se puede divisar la ribera del Tagus. El rey Sisebuto se sitúa sobre un estrado, sentado en un trono dorado con patas terminadas en forma de garras de león. Detrás de él, suspendidas del techo, lámparas y coronas votivas. Una de ellas es muy hermosa, decorada con gemas, perlas y vidrios. Del centro de la corona pende una cruz de gran tamaño, cada brazo de la cruz se retuerce rematada en varias perlas. Del extremo inferior del aro cuelgan cadenas y argollas que componen la inscripción votiva.
El rey viste los atributos que son propios de tal dignidad; una hermosa diadema de oro y pasta vítrea le ciñe las sienes, se cubre con un manto y, en la mano, sostiene el cetro de poder. Ahora es un anciano, poco tiene que ver con el hombre que torturó a Swinthila siendo niño, el hombre a quien había temido en el pasado, al que aún continuaba odiando. La guardia recién relevada se dispone a su lado. Swinthila sabe que los hombres que ahora rodean al rey son fieles a su capitán Adalberto y, por ende, a la casa de los baltos y a su persona.
La venganza del hijo de Recaredo se acerca.
Swinthila avanza con paso firme hacia el rey, dobla la rodilla ante su presencia y escucha la voz dura y autoritaria de Sisebuto:
—¡Habéis sido buscado por todo el reino y reclamado como traidor!
Aunque Swinthila aparenta calma, su interior tiembla ante la regia acusación. Si realmente Sisebuto le considera un traidor, puede acabar en el patíbulo o con todas sus tierras expropiadas.
—Me llaman traidor los mismos que no se preocupan por el reino; los que no os sirven con fidelidad. Los que pierden las batallas mientras yo las gano. Los que viven cómodamente mientras yo me esfuerzo. Mi señor, yo siempre os he secundado con total lealtad.
El rey no parece mostrarse de acuerdo.
—Hace cinco meses que desaparecisteis de Toledo. Se os vio, por el norte, en un momento en el que los cántabros nos derrotaron. Después supimos que embarcasteis en Gigia y que al fin llegasteis a Hispalis…, ¿me podéis dar cuenta de vuestros pasos?
—La señal de un nuevo tiempo ha llegado. El eclipse que vos mismo predijisteis es el signo de que una nueva era se acerca. El rey Sisebuto llegará a la cima de poder entre los godos y ya nunca será derrotado.
—¿Qué queréis decir?
—Vuestros deseos siempre han sido la línea de mi conducta… He conseguido algo que es más preciado para vos que la mitad de vuestro reino.
El rey está expectante; Swinthila ha tocado el punto débil de aquel rey mojigato y santurrón, aquel rey supersticioso, que precisa seguridad.
—Vos, que fuisteis capaz de predecir el eclipse, sabéis que hay algo que concede el poder a los hombres…
Mientras pronuncia estas palabras, Swinthila se va acercando al trono, sin que el rey dé muestras de querer impedírselo. Al llegar junto a él, prosigue en un tono de voz bajo e insinuante.
—Mi padre no fue derrotado en ninguna batalla —asegura—, porque lo poseía. Quizás habréis oído hablar de… una copa… del cáliz de poder.
El rostro de Sisebuto se transforma. La leyenda de la copa de Leovigildo, la que había hecho que nunca fuese derrotado, era algo que se había difundido por todo el reino, un rumor que hasta los niños conocían, que muchos consideraban una leyenda. La codicia le ilumina los ojos. Si aquello era verdad, él conseguiría afirmar su hegemonía. El cáliz de poder además aparece en un momento oportuno, que él mismo, Sisebuto, había predicho, el día en que se ha producido un eclipse. La mentalidad supersticiosa y estrecha del rey se inquieta de ambición, por lo que afirma:
—Se decía que el rey Leovigildo poseyó una copa, y que en ella encontraba las fuerzas para combatir, pero que Recaredo la perdió.
—Mi padre la guardó en un lugar seguro porque el reino estaba en paz. No la usó en su reinado, pero sabía dónde estaba y le protegía, por eso mi padre Recaredo nunca fue derrotado. Ahora estamos en lucha contra los vascones y roccones, los bizantinos nos atacan de nuevo. He cruzado toda Hispania para encontrarla y entregárosla.
Hace una seña al criado que lo acompaña, quien le acerca un bulto envuelto en unas telas. Swinthila las desenvuelve y la copa, tan hermosa como siempre, aparece a la vista. Es el cáliz de oro, que brilla esplendoroso bajo la luz de las antorchas y las lámparas votivas. Con una reverencia entrega la copa al rey, un rey culto pero, también, dado al trato con alquimistas y nigromantes; un rey que quiere poder y necesita sojuzgar a los nobles; un rey angustiado ante su propia debilidad y sus muchos enemigos, un rey que busca la potestad suprema. Sisebuto extiende la mano, cuajada de anillos, hacia la copa; la toca, contemplándola totalmente extasiado. Siente la misma fascinación que aquel vaso sagrado ha producido en tantos.
—Para que un hombre sea poderoso debe beber sangre de la copa, sangre mezclada con vino… —afirma Swinthila.
—¿Sangre…?
—Tendréis mi propia sangre…
Entonces, con el cuchillo, Swinthila se hace un corte en el dorso de la mano; mana sangre que él mismo recoge en la copa. Después mezcla vino de una mesa cercana al trono. De la copa brota un embrujo. La víctima, el rey Sisebuto, también se siente cautivado, acerca los labios a la copa, sin casi poder evitarlo.
Bebe.
Swinthila le mira expectante.
Ahora debe morir.
El rey mira a Swinthila con los ojos muy abiertos.
Se levanta fatigosamente del trono y cae hacia delante, desplomándose.
Se escucha su voz diciendo en voz muy baja:
—Sois realmente un traidor.
Swinthila grita pidiendo ayuda y la sala se llena de gente que es contenida por la guardia que le es fiel.
El rey Sisebuto ha muerto.
Únicamente logra intuir la luz, penetrando desde una esquina en aquel lugar de tremenda oscuridad. Se escucha un ruido, el mismo de todos los días, quizás a la misma hora, la trampilla descorriéndose y un grito; le pasan el cuenco de barro con comida y una jarra de agua. Liuva no sabe cuánto tiempo lleva allí. Los hombres de Ongar le han hecho responsable de la desaparición de la copa. Le acusan de haber introducido en el lugar sagrado a un extraño que ha robado el más preciado de los bienes de los pueblos astures. Aquel extranjero, el godo, desapareció como si fuera uno de los antiguos trasgos de la cordillera cantábrica.