»Ahora me pareció que, realmente, Hermenegildo se había trastornado, que estaba completamente fuera de sí.
»—¡Estás loco…!
»—Habla con Lucrecia, la criada de nuestra madre, tiéntala con oro. Ella, la fiel doncella de nuestra madre, te lo contará todo, todo, quizá te cuente que fue ella misma la que le preparaba la comida y echó el veneno.
»—No te creo. Estos meses he podido comprobar cómo Leovigildo amaba a mi madre; llora cada vez que se menciona su nombre… Él la amaba…
«Hermenegildo no se dio por vencido; sabía muy bien a lo que se estaba refiriendo.
»—Pudo haberla amado y, sin embargo, matarla. Me da igual que me creas o no, pero lo que te digo es la verdad y debes saberla. Desde la muerte de nuestra madre, Leovigildo vive atormentado.
»No le creí, pensaba que estaba loco, que le habían embaucado los hispanos de la Bética. A pesar de ello, Hermenegildo era mi hermano, yo quería que la guerra acabase y que no corriese más sangre.
»—Olvida todo eso y ríndete…
»—Veo que no me crees. Ya lo descubrirás todo por ti mismo. Sí, me rendiré… pero júrame que la copa volverá al norte. La copa de poder.
»—Lo haré. Se lo juré a nuestra madre y en cuanto la consiga lo haré.
»—Serás rey de los godos; no olvides este juramento, como olvidaste el que pronunciaste ante el lecho de muerte de mi madre.
«Hermenegildo se detuvo, la angustia trasformaba sus facciones.
»—Necesito algo más de ti… Cuida a mi hijo, cuida a Ingunda. Creo que están a salvo; pero a veces temo que caigan bajo el poder de Leovigildo. Sé que él mataría a mi hijo, no quiere otra dinastía que la suya, de la que tú eres el único eslabón.
»Creí que aquello era absurdo, que mi padre no mataría a uno de sus nietos; pero, al ver a Hermenegildo tan fuera de sí, le juré que lo haría.
«Hermenegildo se emocionaba al hablar.
»—Una última cosa… No quiero que haya más sangre. Deja escapar a los montañeses, deben volver al norte, es su lugar. Han luchado bien; pero olvidaba que la suerte no se halla de mi parte.
»Al fondo de la nave, tumbados en el suelo, derrengados por el cansancio, estaban los cántabros. Hermenegildo se volvió a Nícer que, en silencio, seguía nuestra conversación.
»—Eres mi hermano, mucho más de lo que nunca hubiera supuesto. En el momento de adversidad, has estado conmigo.
«Hermenegildo retiró hacia atrás la capa; de una faltriquera extrajo un vaso de ónice. Le dijo:
»—Esto es parte de la copa sagrada. Vienen malos tiempos para mí, deseo quedarme la copa un tiempo, es lo que me queda de nuestra madre…
Al sacar la copa, Nícer se arrodilló ante ella. Yo también lo hice. Sin darnos cuenta ambos estábamos arrodillados ante Hermenegildo.
»—¡Levantaos…! —dijo, confuso, Hermenegildo.
«Entonces se dirigió a Nícer con un profundo afecto:
»—Nícer, hermano, voy a rendirme a Leovigildo. Por las catacumbas de esta iglesia podéis escapar. No hay más futuro para mí. Quiero que regreséis al norte. Esta guerra no es la vuestra.
»Nícer intentó protestar.
»—Sí que lo es. Es nuestra guerra; la guerra de la venganza de los hijos de Aster frente al tirano Leovigildo. Ese hombre con el que luchas, es el asesino de mi madre y el verdugo de mi padre…
»—Ahora no es el momento… —Hermenegildo habló con voz profética—. Algún día llegará la venganza; una venganza que vendrá de lo Alto que ni él mismo se imagina.
»Después se volvió hacia mí.
»—Desde niño has sido mi otro yo. Algún día entenderás que lo que te digo no son locuras sino la verdad. Estamos aquí los tres hijos de la innombrada, Nícer no la conoció; tú y yo, sí. Ella creía en Jesucristo como Dios, cuando seas rey de los godos, cuando haya pasado el tiempo, acuérdate de mí y piensa en la fe de tu madre. La fe que puede unir, de nuevo, a este reino.
»Una vez más, Hermenegildo se emocionó. Los dos nos estrechamos fuertemente y, en nuestro abrazo, notamos los brazos membrudos de Nícer, envolviéndonos.
»Mi hermano Hermenegildo me condujo hacia la puerta. Mientras tanto, Nícer y sus hombres huían a través de las antiguas catacumbas.
»No quedaba mucho tiempo. El príncipe rebelde se recogió en la esquina de una capilla de la iglesia, frente al vaso de ónice. Los que lo vieron, en aquella ocasión, percibieron un rostro transfigurado por una luz especial. Junto a él persistieron Román, Licinio y otros pocos hombres fieles que le amaban y, en la adversidad, no querían abandonarle.
»Salí de la iglesia conmocionado; ahora la luz del sol volvía a lucir en el amanecer y me molestaba a los ojos. Entretuve a mi padre, dando tiempo a que los cántabros escapasen de la ciudad. Conseguí distraer a la guardia que patrullaba la zona por donde ellos iban a escapar.
»Aquella misma la tarde, al caer el sol, las puertas de San Vicente se abrieron y los hombres refugiados en la iglesia salieron sin armas. Al frente de todos ellos, con la cabeza baja, salió Hermenegildo.
»Delante del ejército godo, de sus antiguos compañeros de armas, mi padre le degradó. Le despojó de todas las insignias, que indicaban su rango militar y su dignidad real. Lo envió al calabozo del alcázar de Córduba. Sólo permitió que un siervo hispano acompañase al que había sido príncipe de los godos y ahora era únicamente un traidor y un renegado.»
«Después de la detención de Hermenegildo, mi padre quiso dar un escarmiento. Ordenó una brutal persecución contra los católicos y contra todo aquel que se hubiese opuesto al poder real. También aprovechó la ocasión para quitarse de en medio a competidores odiosos o, simplemente, a aquellos potentados que hubieran suscitado su envidia. Así, las propiedades de sus enemigos fueron expropiadas y pasaron a engrosar el caudal de las arcas reales. El partido godo se fortaleció y muchos hispanorromanos sufrieron la opresión del rey. Los nacionalistas godos, Segga y su grupo, la reina Goswintha y tantos otros hombres, de pura estirpe visigoda, recibieron mercedes y prebendas; se afianzó su poder. Los hispanorromanos fueron alejados de la corte. Por ello, sobre todo en el sur, muchos hispanos recordaron a Hermenegildo con añoranza. Y no sólo ellos; en el ejército, Hermenegildo siempre había sido muy respetado, muchos habían considerado su afrenta en público y posterior degradación delante de las tropas, un castigo excesivo, indigno de un noble godo. Muchos reconocían que Hermenegildo no había iniciado las hostilidades, ni había desafiado abiertamente al rey, sino que se había negado a obedecerle en un territorio que le había sido encomendado. Sin embargo, con él se habían sublevado las ciudades del sur, unidas por un lazo débil al reino de Toledo; lo que había desencadenado la guerra civil. Muchos godos sentían que Leovigildo podría haber negociado con su hijo. Lo cierto es que nunca nadie llegó a adivinar los motivos más íntimos de las diferencias entre Hermenegildo y el rey.
»La Bética fue pacificada por las tropas de mi padre. Los Espurios perdieron sus posesiones, que les fueron entregadas a Cayo Emiliano. Vi a Claudio muy afectado; aquella antigua familia de añejo abolengo tenía un lejano parentesco con la suya, por lo que le dolió en gran manera el castigo que se les había infligido. En levantamientos anteriores se había respetado a las familias que constituían el orden senatorial en Hispania; y la de los Espurios, lo era. A estas familias, aunque se hubiesen alzado en armas contra los godos, se les infería alguna sanción pecuniaria, se les sometía con nuevos tributos, pero continuaban en su lugar, manteniendo el tejido social. Los anteriores gobiernos godos no habían sido capaces de enfrentarse a ellas. Sin embargo, con la potestad firme y autocrática de Leovigildo, los tiempos parecían estar cambiando.
»Tras someter enteramente la Bética, regresamos a la urbe regia, Hermenegildo fue conducido hasta Toledo en un carro cerrado; con él estaba Román. No pude verle en todo el viaje. Dejamos atrás la fértil vega del río Betis, sus campos de cultivo asolados por la guerra, el suave calor de aquellas tierras y, por un camino entre montañas sombreadas por pinos, llegamos a la meseta.
»Mi padre hizo la entrada triunfal en Toledo con el príncipe rebelde, su hijo Hermenegildo, como prisionero de guerra. Quiso que se le expusiera al escarnio de la plebe, conduciéndole atado detrás de una tropa de soldados comandada por Wallamir. El populacho insultó a mi hermano e hizo mofa de él. En un momento del recorrido, Wallamir no aguantó más la humillación del que había sido su amigo y superior, por lo que se enfrentó a los que le zaherían. La plebe se calmó y se contuvo en sus denuestos al ver un oficial godo, de alto rango, defender al preso.
»Aquel otoño, el reino estuvo en paz. Los vascones habían sido rechazados a las montañas del Pirineo, el reino suevo dominado, los cántabros que habían perdido demasiados hombres ayudando a Hermenegildo, no suponían ya un problema, y los bizantinos se había replegado más allá de sus fronteras. El poder omnímodo de mi padre quedó así consolidado. Sin embargo, el gran rey Leovigildo se destruía a sí mismo, alcoholizado. Bebía vino sin tasa en la copa de oro, acuciado por la pasión de poder; creía que sus victorias habían sido favorecidas por el cáliz sagrado; y, de alguna manera, aquello le iba trastornando la mente. Seguía siendo el rey, a todos nos inspiraba un temor respetuoso, pero todos nos dábamos cuenta de su perturbación progresiva. En medio de su delirio, sólo mostraba una obsesión: mi hermano Hermenegildo, a quien, en sus borracheras, insultaba continuamente. El, que nunca había sido un ferviente arriano, instigado por la reina Goswintha, quería inducir a mi hermano a una apostasía pública para confirmar aún más el poder real. Hermenegildo siempre se negó; pero el rey no se daba por vencido, a menudo bajaba a la prisión y ordenaba que le torturasen; cuanto más firme se mostraba mi hermano en sus convicciones, más se excitaba la ira del rey. Leovigildo parecía disfrutar con el tormento del que todos seguían considerando como su hijo.
»Desde un principio de la detención del príncipe godo, el rey ordenó que se buscase a Ingunda y al hijo de Hermenegildo, el pequeño Atanagildo. Decía que de esa manera lograría rendirle. Averiguó que habían sido evacuados de Hispalis en un barco con destino a las costas orientales del Mediterráneo, y envío una flotilla en su persecución. Yo no hice nada por impedirlo, pensé que no los encontrarían y que el rey no podría ser tan cruel que buscase la muerte de su propio nieto. Como en tantas otras cosas que se referían a mi padre, de nuevo me equivoqué.
»A mí sólo me llegaban algunos rumores de lo que estaba ocurriendo, no podía ver a mi hermano, a quien, por orden expresa del rey, se le había aislado en los calabozos de la fortaleza junto al Tagus, acompañado por el siervo Román.
»Saber que mi hermano estaba preso me producía una continua inquietud. Además, aquellos tiempos de paz me enervaban. Si al menos hubiese podido liberar la furia interna que me reconcomía en una batalla quizás hubiera podido calmar el desasosiego que llevaba dentro. Aquellos días sombríos, Wallamir, Claudio y yo nos adiestrábamos en la palestra, galopábamos muchas horas al día hasta extenuar los caballos, o cazábamos de un modo cruel. No hablábamos de Hermenegildo. Todo era demasiado doloroso. De hecho no conversábamos de casi nada, ni tampoco bromeábamos como antaño. Nos emborrachábamos a menudo y, por las noches, acudíamos a los burdeles de la ciudad, intentando divertirnos con rameras. Un continuo nerviosismo nos dominaba. Confieso que no te fui fiel. Perdóname, amada Baddo, pero te aseguro que, en medio de mis locuras en mi corazón siempre has estado tú.»
Recaredo y Baddo se miraron en silencio. Baddo siempre le había sido fiel. La mirada de ella fue limpia, resplandeciendo en comprensión y en perdón. El hijo del rey godo entendió cuánto le había echado de menos, cuánto había sufrido ella en los tiempos de su separación. El príncipe godo bajó los ojos, con vergüenza y aspirando aire, con esfuerzo como si el peso de esta confesión le ahogase, prosiguió:
«El ambiente era ceniciento, tanto porque había comenzado el otoño y el tiempo era gris, como porque no nos quitábamos de la cabeza la atroz guerra civil, en la que tantos habían muerto.
»En mi interior resonaba a menudo la última conversación con Hermenegildo. Lo que en un principio me había parecido absurdo empezó a crecer como la semilla de una duda que poco a poco se abría paso dentro de mí. No soportaba que se me acercase la reina Goswintha. Por fin, la intranquilidad provocada por la sospecha me hizo buscar a aquella Lucrecia de la que me había hablado mi hermano.
»En uno de los sótanos del castillo vivía la antigua criada de mi madre. Su aspecto era el de una vieja bruja desquiciada. La mujer había perdido la cabeza y hablaba y hablaba, mezclando presente y pasado, unas ideas con otras, de una manera irrefrenable. Me pasé mucho tiempo junto a ella, escuchando su monólogo incesante. Hasta que, cuando ya mi paciencia estaba a punto de agotarse, salieron de su boca unas frases reveladoras.
»—La innombrada… —reía con su boca desdentada—. No era virgen cuando se casó. Yo la bañé, aquel cuerpo no era el de una mujer virgen. Esperaba un hijo, ya estaba embarazada. Siempre supe que aquel hijo sería un traidor. Un traidor porque no era hijo del rey. Sí. Siempre lo supe. Recaredo, sí, Recaredo es un verdadero godo, un auténtico godo, por todos los lados. Siempre ha sido mi preferido…
»En un lapso de lucidez me reconoció e intentó abrazarme, sentí repulsión ante sus manos huesudas y su aliento fétido; noté su pecho caído, como dos pellejos fláccidos apretándose junto a mi túnica. Me dio asco y la rechacé; pero ella no pareció notarlo y, sin dejar de sonreír, se hundió de nuevo en el pasado.
»—Ella murió. No se encontraba bien, y Goswintha me ordenó prepararle un remedio. Unos polvos blancos…
«Después cerró los ojos y parecía dormir, quizá sus ojos veían el pasado, que evocaba como si lo tuviese presente ante sí.
»—“Ya queda poco”, le decía Leovigildo a Goswintha. “Serás reina otra vez…” Si Leovigildo lo sabía… Lo sabía todo…
»Claudio, que me había acompañado en alguna de aquellas largas peroratas, oyó, al igual que yo, las palabras de la vieja. Hubo de sujetarme para que no la ahogase con mis propias manos. Salimos de allí con una sensación de repulsión.
»Unos días más tarde, Lucrecia se cayó desde lo alto de una de las torres de la fortaleza. Se dijo que, como estaba loca, se había tropezado. Algunas malas lenguas sospecharon que la mujer hablaba en demasía y que alguien de la casa de la reina quiso acallarla.