Desde un altozano divisaron a lo lejos el campamento junto a la orilla del río, las tiendas agrupadas unas junto a otras en largas hileras. El recinto mostraba un aspecto diferente al de otras veces, de su interior no salían las humaredas de las fogatas. No vieron, como era habitual, a los hombres gritando o armando jaleo. Sólo se divisaba algún perro deambulando entre las tiendas, la guardia en la entrada y un siervo que trasladaba leña de un lugar a otro. A Recaredo le pareció extraño tanto silencio y tanta falta de movimiento.
Al llegar, la guardia los saludó y les abrió paso. Sólo quedaba un pequeño destacamento en el fortín.
—¿Dónde están?
—En Ongar.
—¿Ongar?
—Hace unos días se vio un extraño fenómeno en las montañas; una columna de humo se elevaba en el horizonte. Averiguamos que los roccones habían atacado Ongar y habían conseguido entrar prendiéndole fuego. Llegaron unos hombres de allí pidiendo ayuda. Nos explicaron que los roccones pensaban celebrar una fiesta a su dios en el plenilunio y realizar sacrificios humanos, matando a algunas mujeres. Con la ayuda de los propios hombres de Ongar, Hermenegildo descubrió las entradas, organizó el ataque y ahora ha vencido.
—Iremos a Ongar…
El guarda interrumpió, orgulloso de la victoria:
—Podéis ir cuando y como queráis, los pasos están libres gracias a nuestro señor, el príncipe Hermenegildo, que Dios guarde muchos años.
La faz de Sisberto palideció, envidiosa, al oír la victoria del hijo mayor de Leovigildo. Recaredo se alegró. Con Amaya conquistada y los pasos abiertos en las montañas, la campaña del norte tocaba a su fin. El sol del reino godo se elevaba sobre las montañas, y su águila imperecedera dominaba para siempre sus cumbres. Con la paz vendrían tiempos mejores.
Sin detenerse sino para cambiar de caballos, Recaredo y Sisberto salieron del fortín. El sol aún resplandecía alto sobre la cordillera. El camino parecía distinto al de tantas otras veces, se escuchaba el trinar de los pájaros entre los árboles, y el paso de las nubes sombreando el suelo ya no parecía amenazador como antaño. La paz había llegado a las montañas, una paz fruto de la victoria y de los acuerdos alcanzados entre los godos y los hombres de Ongar.
Avanzaban sin precaución, disfrutando del paisaje; los desfiladeros de piedra cubiertos de verdín se abrían a su paso, y el sonido del río a sus pies era armonioso. Al llegar a una curva del camino, donde antaño les hubieran saludado flechas y pedruscos, encontraron un destacamento godo que se dirigía a la base. Se detuvieron; el que iba al frente bajó del caballo.
—No hay peligro ya en estas montañas, hemos hecho prisioneros a los jefes de los roccones, y todos los demás han huido. Los de Ongar están de nuestra parte.
—¿Falta mucho?
—Seguid el camino sin desviaros… llegaréis antes de que haya anochecido.
Efectivamente, el sol se había ocultado ya entre las montañas, pero aún destellaban los últimos rayos del ocaso cuando llegaron a la entrada de Ongar. Desde lo alto vieron el valle, todavía salía humo de algunas casas quemadas por la furia de los roccones; pero la gran fortaleza de los jefes de Ongar se hallaba indemne. En el valle no existían murallas ni cercados. Recaredo se acordó de cómo Nícer le había explicado tiempo atrás que las murallas de Ongar eran los picos siempre enhiestos de la cordillera cantábrica. Entre las casas jugaban los niños, que ya habían olvidado el sufrimiento de la guerra y corrían persiguiéndose unos a otros.
Fue Wallamir el primero de los capitanes que salió a recibirlos.
—Salud, noble hijo de Leovigildo… ¡Hemos vencido! Hermenegildo y el jefe de este pueblo, un tal Nícer, han firmado un acuerdo de paz.
—¿Dónde está mi hermano?
—Os acompañaré. ¿Tú sabías que tu hermano Hermenegildo era capaz de realizar sanaciones?
—Aprendió con mi madre.
—Ha realizado una curación portentosa. Las mujeres que iban a ser sacrificadas, una de ellas, la hermana del jefe de Ongar…
A estas palabras, Recaredo se estremeció. Wallamir continuó hablando:
—… Habían sido drogadas con unas sustancias alucinógenas y habían perdido mucha sangre. Hermenegildo preparó un tónico con distintas hierbas y lo mezcló todo en una copa, se lo dio y la mujer ha despertado.
Recaredo apenas le oía, acelerando el paso, con rápidas y fuertes zancadas, recorrió los patios siguiendo a Wallamir. Al fin, alcanzó una cámara. En el centro de la estancia había un lecho. Allí yacía Baddo y, sentado junto a ella en el borde de la cama, se encontraba Hermenegildo. En la penumbra, a los lados de la cama, otras figuras que Recaredo no supo identificar. Junto al lecho, en una mesa baja, Recaredo pudo ver una copa de oro con un líquido claro en su interior; de vez en cuando y a pequeños sorbos, Hermenegildo se lo hacía tragar a Baddo.
Al oír los pasos en la habitación, Baddo levantó la vista. Allí estaba Recaredo. Baddo se ruborizó al verse en aquella situación ante él. Entonces ella rompió el silencio y señalando a Hermenegildo le dijo a Recaredo:
—Me ha salvado, vuelvo del mundo de la muerte.
Después, dirigiéndose a su salvador, le dijo:
—¿Cómo podré agradecer lo que has hecho por mí?
A lo que Nícer también preguntó:
—Sí, dinos cómo corresponder a lo que has hecho por este pueblo de Ongar. Nos has defendido contra nuestros enemigos y has salvado a mi hermana.
Confuso, Hermenegildo rechazó el reconocimiento.
—Sólo he realizado lo que debía hacer en justicia.
—Te daremos lo que nos pidas.
Sisberto sólo tenía ojos para la hermosa copa. Entonces, en la sala se oyó una voz agria con un fuerte acento godo.
—Por orden de nuestro señor el rey Leovigildo procedo a confiscar la copa, ya que esta copa pertenece a Sunna y a la iglesia arriana de Mérida.
Era Sisberto.
—¡No puedes consentir eso! —exclamó Baddo, dirigiéndose a Recaredo.
El hijo menor de Leovigildo, asintiendo a las palabras de Sisberto y con voz algo velada por la vergüenza, corroboró.
—Ha de hacerse así…
Los cántabros se llevaron las manos a las espadas.
—La copa es la copa sagrada de Ongar y no saldrá de estos valles.
Hermenegildo callaba contemplando la escena.
—Nos debéis la libertad —dijo Recaredo.
—Se la debemos a Hermenegildo.
—Sí, pero él es tiufado del ejército godo y capitán. Esta copa es un botín de guerra y en realidad pertenece a la iglesia de Mérida, ahora la requiere nuestro gran rey Leovigildo.
Recaredo se dirigió a Hermenegildo, hablándoles con dureza como nunca antes lo había hecho.
—Son órdenes del rey. Hay que cumplirlas. Esa copa no puede permanecer aquí porque no es seguro. En ella va el destino del pueblo godo. Debes ayudarme. Juro por lo más sagrado que la copa tornará aquí cuando llegue la paz, pero ahora nos es necesaria.
Recaredo tomó el cáliz de las manos de Baddo, en el fondo de la copa quedaba algo de líquido, que vertió al suelo.
Entonces Nícer desenvainó su espada.
—La copa sagrada no saldrá de los valles de Ongar, perteneció a nuestro pueblo durante generaciones, no lo consentiré…
—¡No se vierta la sangre entre nosotros! —gritó Hermenegildo.
De las sombras surgió una figura, era Mailoc.
—La copa sagrada volverá a estos valles, quizás aún no es el tiempo. No corra la sangre de hermanos en el sagrado valle de Ongar.
Entonces Recaredo, conciliador, se dirigió a Nícer.
—Te lo juro por lo más sagrado, por la sangre de la que fue nuestra madre, la copa volverá a Ongar algún día…
—No, no te la llevarás —dijo Baddo.
Recaredo se acercó a ella, con voz tan trémula como abochornada, le prometió:
—Te juro que la copa volverá a ti. Es necesaria para que llegue la paz.
—Los godos os han salvado… —habló Mailoc intentando poner paz—. Tú, Nícer, no supiste hacer buen uso de ella… Algún día, cuando estés preparado, la recuperarás.
—Tu mando, mi señor Hermenegildo, era únicamente momentáneo —dijo Sisberto—. Ahora soy yo quien da las órdenes. La copa volverá al que tiene poder sobre todos nosotros, nuestro señor el rey Leovigildo.
Hermenegildo se mordía los labios y contraía los puños, que se volvieron blancos en los nudillos. Bajó la cabeza. De la estancia salieron Recaredo y Sisberto con la copa. Este último reclutó a muchos de los godos que habían tomado parte en la batalla de Ongar y se los llevó con él. Sin demora, emprendieron el camino hacia el sur. Nadie los siguió. Era ya de noche, una noche sin nubes, con el cielo plagado de estrellas pero en la que no brillaba la luna.
Dentro de la estancia, al salir Recaredo, Baddo lloró, se sentía traicionada. No entendía su cambio de proceder, su actitud prepotente. Le comparó, serio y dominante, con Hermenegildo, el que la había curado, y pensó que quizá la diferencia entre ambos radicaba en que por este último corría la sangre de Aster, su padre. Aunque quizás él no lo supiese.
Los días siguientes, Hermenegildo y Nícer colaboraron juntos en la reconstrucción de Ongar. Los soldados godos, fundamentalmente aquellos que habían venido con Hermenegildo desde Mérida, obedecían las órdenes del que había sido su capitán y los había conducido a la victoria.
Muchas veces, Hermenegildo se retiraba a la cueva con los monjes. Nunca se supo lo que se habló allí o lo que hacía dentro, pero siempre salía confortado.
Cuando en Ongar se hubieron despejado los restos de la batalla y las casas de los moradores comenzaron a reconstruirse, Hermenegildo se despidió de Nícer y de Baddo; se fue al campamento godo en las estribaciones de la cordillera cántabra. Aconsejó a Nícer que rearmara los puestos de vigilancia en las montañas frente a los enemigos que podrían volver. El jefe cántabro, arrodillándose, le rindió pleitesía.
Hermenegildo, rodeado por sus fieles Claudio y Wallamir, reemprendió el camino hacia el campamento en el Deva, en la entrada de las montañas.
Baddo, ya repuesta, le siguió corriendo agitando la mano hasta la salida del poblado. Con ella iban muchos a los que había curado, muchos que le amaban.
Al regresar al campamento junto al Deva, Hermenegildo fue requerido a la base del ejército godo en Amaya. Con él fue Segga, el nacionalista godo, a quien se le habían dado órdenes de conducir encadenados a los numerosos prisioneros —roccones y orgenomescos— que se habían capturado en la batalla de Ongar. Hermenegildo vio cómo marchaban delante de él, aherrojados y sometidos a golpe de látigo. Aquello no le gustó.
En Amaya, Hermenegildo esperó órdenes. Le llegaron unos días más tarde, de la mano de Recaredo, quien había ido a Leggio a entregar personalmente la copa de poder a su padre.
—Nuestro padre está orgulloso de que hayamos dominado a los cántabros y que la copa sagrada esté de nuevo en manos godas. La entregará a Sunna, el obispo arriano de Mérida.
Hermenegildo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo, su hermano se comportaba como si todo lo que habían hablado durante aquellos años, como si la promesa hecha a su madre, le fuese indiferente. Indignado, Hermenegildo le contestó:
—¡Nunca debió haber llegado allí! Has hecho lo contrario a lo que juramos a nuestra madre en su lecho de muerte. ¡Me opongo a tu actitud!
Recaredo enrojeció, su piel blanca y fina se encendió:
—¡Debemos obediencia a nuestro padre y tú no quieres aceptarlo!
—¡También adquirimos un compromiso ante el lecho de muerte de nuestra madre! —le gritó—. Un compromiso que nos obligaba gravemente y que tú pareces olvidar. Sabía que nuestro padre te prefería y nunca entendí el motivo, ahora lo veo claro. ¡Tú estás hecho de su misma pasta!
—¿A qué te refieres?
—El gran rey Leovigildo atormentó a nuestra madre en aras de sus intereses. Ella sólo nos pidió una cosa y tú has abjurado de tus promesas.
La voz de Recaredo salió sin firmeza, mientras afirmaba:
—Estás equivocado, yo cumpliré lo que prometí, pero no lo haré ahora. Esa copa es la copa de poder y el reino godo la necesita para ser fuerte, dominar a sus enemigos y alcanzar la paz.
Hermenegildo, furioso, no quiso seguir hablando, se sentía alejado de aquel que había sido más un amigo que un hermano. La sed de ambición y de poder le había sido contagiada por su padre y, en eso, los dos hermanos no podían estar de acuerdo. Él, Hermenegildo, buscaba la justicia y, ahora lo advertía bien, había muchas cosas injustas en el reinado de su padre, muchas que no compartía. Recaredo intentó congraciarse con su hermano y prosiguió:
—Nuestro padre está orgulloso de cómo has llevado la campaña del norte; quiere que regreses a Toledo. Mientras tanto, aquí continuaremos la campaña atacando a los suevos. Yo me quedaré algún tiempo más para organizado todo según la mente de nuestro padre.
—¿A qué te refieres?
—Nuestro padre quiere que se deje un destacamento que controle a los cántabros…
—Prometí a Nícer que serían libres.
—Por supuesto que lo serán, pero tendrá que haber una guarnición goda a la entrada de los valles y protección para los caminos.
—Ahora ya no son necesarias, ellos tienen su propio sistema de defensa; de hecho ya se han montado de nuevo los puestos de vigilancia en las montañas.
—¿Vigilancia? ¿Contra quién? Nosotros somos sus amigos y protectores. Las otras tribus están dominadas. Haré que desaparezcan esos puestos de vigilancia.
—¡Haz lo que quieras! Tendrás que explicárselo a Nícer y también…, ¿ya no te importa nada?… a Baddo.
Los músculos del rostro de Recaredo se tensaron, bajó la cabeza y confesó:
—Quiere también que se descabece a todos los jefes de los rebeldes.
—Es decir, a Nícer. ¿Serás capaz de atacar a tu propio hermano?
—Yo sabré cómo hacerlo —dijo Recaredo—, sabré contemporizar.
Hermenegildo se acongojó al ver a su hermano tan ofuscado. En aquel momento, Recaredo le pareció la viva imagen de su padre Leovigildo. Era como si hubiese madurado de repente y, al hacerlo, se hubiese convertido en un lacayo de aquel rey tiránico y cruel, al que ahora Hermenegildo comenzaba a odiar. Su hermano parecía otro; un hombre, duro y legalista, obediente a un padre al que admiraba y temía.
—¿Cuándo tengo que irme? —le dijo secamente Hermenegildo.
—Lo antes posible.
—Lo haré. Sólo te ruego que no dañes a los cántabros, te lo pido por nuestra madre.