Hijos del clan rojo (30 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Trató de reducir la imagen a la plataforma, al pequeño pabellón donde brillaba el fuego, como si intentara encuadrar para tomar una buena foto, excluyendo lo que no quería sacar. Luego, poco a poco… zoom —ahora ya no salían las columnas en la imagen—, zoom —el fuego en el centro de la foto—, zoom —la hoguera; sus llamas danzantes, las volutas amarillas y naranjas desprendiendo un humo casi blanco, el corazón de la hoguera, rojo intenso—, zoom —el olor del fuego, el tintineo de las campanillas a su alrededor, el calor en la parte delantera de su cuerpo mientras que en la trasera se sentía el frío y la humedad del lago.

«Bien

Estuvo a punto de volver a la orilla sin querer, pero un ligero empujón de Sombra la mantuvo junto al fuego. Lo había conseguido. Había llegado. Desde allí podía ver el lago a su alrededor, toda la superficie líquida que no había tenido que cruzar para llegar a donde estaba ahora.

¿
Te das cuenta? La clave es el deseo
.

No, Sombra, no es eso,
contestó, arrebatada de alegría por haberlo conseguido.
La clave es la imaginación, la fantasía. Yo no quería venir, pero quería imaginarlo
.

Es un principio. Si te ayuda, empezarás por ahí. Ahora salta de un lado a otro. Del fuego a la orilla, de la orilla al fuego, hasta que no tengas que esforzarte para lograrlo. Vamos, Lena, salta
.

Lena empezó a saltar. Primero con muchas dificultades, torpemente, como un bebé que quiere ponerse de pie agarrándose a una silla y acaba siempre sentado sobre el pañal después de haberse levantado durante unos momentos. Luego, poco a poco, con algo más de seguridad. De la hoguera a la orilla, de la orilla a la hoguera, de la hoguera a la orilla…

Estoy agotada, Sombra
.

Descansa ahora. Hemos llegado
.

¿
Hemos llegado? ¿Adónde
?

A Rabat
.

¿
Ya
?

Han pasado casi tres horas
.

No es posible
.

El tiempo es muy elástico, Lena, ya lo aprenderás
.

Me muero de hambre
.

Suele suceder. Comerás pronto. Ahora relájate unos minutos
.

Lena cerró los ojos que había tenido cerrados todo el tiempo, pero ahora eran los otros ojos los que necesitaban descanso, los de la mente, los que le habían permitido ver la imagen del lago como en un sueño particularmente intenso. Fue un alivio poder apagar la luz y la foto mental en la que había estado dando saltos, tratando de dominar la pequeña distancia que separaba los dos puntos; pero había sido impresionante. Se sentía orgullosa de haber conseguido lo que Sombra le había pedido que hiciera y, aunque a ella misma le parecía incomprensible, se sentía casi feliz y totalmente dispuesta a aceptar un nuevo desafío en cuanto consiguiera recuperarse del agotamiento. Sonaba tonto estar cansada de imaginar que uno iba de aquí para allá en un paisaje inventado, pero así era. Estaba tan agotada como cuando llevaba tres horas de entrenamiento en el
dojo
y, de la misma manera, también sentía una especie de calorcillo agradable, de cosquilleo que, sin embargo, no se notaba en los músculos sino en algún lugar para el que no tenía nombre.

Estaba a punto de dormirse de verdad cuando Sombra la sacudió físicamente y le echó la mochila sobre las piernas. Todos los pasajeros del avión se habían puesto de pie y esperaban, encendiendo los móviles, a que se abriera la puerta para bajar y lanzarse cuanto antes a sus ocupaciones.

Parpadeó varias veces para despejar la visión y se puso en marcha detrás de Sombra, que ahora era un hombre alto, de pelo muy corto, vestido de traje gris oscuro.

Estoy harta de llevar esta ropa que no es mía
, pensó Lena para que él lo escuchara. Ahora empezaba a hacer una distinción entre «pensar en voz alta», destinado a Sombra, y pensar simplemente, para sí misma, aunque era consciente de que él podía oírlo todo y probablemente también lo hacía siempre, sin preocuparse de que ella estuviera pensando en algo privado o incluso íntimo.

Hazte otra
. Fue la respuesta.

Muy gracioso
.

Mientras esperaban en cola para el control de pasaportes, Lena pensó que Sombra, muy probablemente, no había tratado de ser gracioso, sino que hablaba totalmente en serio. Igual que él cambiaba su aspecto cada vez que le parecía necesario, también esperaba que ella fuera capaz de hacerlo. Sólo que no era capaz , y que ni siquiera creía que alguna vez pudiera conseguirlo por mucho que él le enseñara, cosa que tampoco había hecho. ¿Podía ser que él pensara que los humanos eran capaces de hacer cosas así? Todo podía ser, claro. Ella no sabía nada de él, aquel ser no era humano. Eso era todo lo que podía asegurar; pero ignoraba por completo de dónde había salido, para qué estaba allí y qué sabía él del mundo que le rodeaba y de las personas con las que se relacionaba.

Lo único que sabía, aceptando que él le hubiera dicho la verdad, era que había acudido a protegerla y a enseñarle. Pero ¿por qué? Enseñarle ¿para qué? Protegerla ¿de quién?

Cruzó los controles casi sin darse cuenta, perdida en sus pensamientos, y al salir a la calle la luz la deslumbró con su calidez, con su intensidad que se reflejaba en las flores de los hibiscos y las buganvillas, en las palmeras que se movían suavemente con la brisa y brillaban como si estuvieran mojadas de oro. El aire olía bien: a tierra, a flores. Respiró hondo tratando de bloquear el pensamiento, las preguntas y las dudas para concentrarse simplemente en la sensación de estar en un lugar cálido en mitad de diciembre, pero en cuanto su mente formuló la palabra «diciembre» le vino a la cabeza que unos días más tarde sería Navidad y eso trajo consigo una avalancha de pensamientos y recuerdos, de una nostalgia tan intensa que dolía y oprimía la garganta. De pronto echaba de menos a su madre con tanta fuerza que casi no podía pensar en nada más, echaba de menos ser otra vez pequeña y estar en casa esperando a que llegara la Nochebuena, y los regalos, y las galletas, y que su padre volviera a tener tiempo y pudieran ir a montar en trineo, al cine, a la piscina… y al volver a casa, meterse en la cama caliente y que su madre se acostara junto a ella a contarle una historia, o a repetirle las instrucciones de
Cómo volver a casa
.

«Te hallarás en un lugar extraño. Pensarás en cómo llegaste allí, pero tus recuerdos se habrán difuminado como árboles en la niebla…»

Sube, Lena
.

Un coche negro, tan brillante que hacía daño mirarlo sin gafas de sol, acababa de parar junto a ella. Sombra estaba al volante.

Se acomodó en el asiento del copiloto y, haciendo un esfuerzo para salir del ataque de nostalgia, se concentró en el exótico paisaje.

Lux Aeterna. Isla de la Rosa de Luz (mar Caribe)

Con la mirada perdida en el profundo azul del mar y las suaves laderas ajardinadas que bajaban hasta la orilla, el Gran Maestre esperaba el anuncio de la llegada de su ilustre visitante. Durante muchos meses, demasiados, había sido un paseo en la cuerda floja y alguna que otra vez había llegado a perder la fe y a pensar que nunca se decidiría, pero por fin había llegado el momento tan largamente deseado.

Un tintineo como de varillas de cristal y plata le anunció que se habían puesto en camino desde la avenida de la Concordia y eso significaba que tardarían apenas cinco minutos en llegar, así que se puso en pie, flexionó los brazos, los extendió hacia el cielo, se alisó la túnica blanca que le llegaba a media pierna, sobre los pantalones también blancos, y se miró al espejo que estaba oculto tras una de las pilastras: sus ojos destellaban, tan azules como el mismo mar, sus cabellos de un castaño claro relucían y, cayendo en suaves ondas, enmarcaban un rostro bronceado de sonrisa bondadosa, con las arrugas justas para lucir un equilibrio de fuerza juvenil y sabia madurez enfatizada por la barba, corta y cuidada. El medallón de la Rosa de Luz en platino y diamantes pendía de su cuello lanzando destellos de arcoíris bajo el sol.

Estaba listo.

Volvió a ocultar el espejo, avanzó unos pasos hasta colocarse en el centro de la estrella de taracea de mármol que ocupaba casi todo el suelo del pabellón de la Paz Perfecta, y se quedó inmóvil, esperando, oyendo los gorjeos de los pájaros a su alrededor.

Apenas medio minuto después, con el rabillo del ojo vio acercarse las delicadas figuras de Dakini y Visha con sus túnicas rosadas flanqueando a otra persona, más alta y algo más robusta que las muchachas, vestida con un conjunto azul de chaqueta y falda. Llegaron al pabellón, subieron la escalinata y entonces las dos novicias, inclinando las cabezas, se apartaron a ambos lados para dejar sitio a la mujer rubia frente al Gran Maestre de la Orden.

—Su Alteza Real la princesa Karla pide ser recibida, Maestro.

—Bienvenida, hermana Karla, sé bienvenida. Te hemos echado de menos.

La mujer sonrió, inclinó la cabeza, y él le tendió la mano para que la besara.

—Su Alteza tomará un refrigerio en el mirador, hijas. Y tú, hermana, ven conmigo.

Caminaron en un silencio cómodo hasta un pequeño cenador de mármol blanco que ocupaba la cumbre de una suave colina con una espléndida vista sobre el mar; se sentaron en los bancos, frente a frente, y la mujer dejó vagar la vista por los jardines floridos, por las palmeras, hasta el horizonte azul.

—Es hermoso estar aquí. Lo he echado de menos. —Hablaban en inglés, aunque ambos tenían un ligero acento extranjero.

—Ahora podrás venir siempre que quieras. Dentro de muy poco pertenecerás a los Elegidos y no habrá secreto que te esté vedado.

—¿Y veré a Israfel?

—Por supuesto, Karla. En cuanto prestes juramento y te entregues a la Orden lo verás. Y él te verá a ti. —Era consciente de que la princesa acababa de reprimir un escalofrío y por eso hizo una pausa para aumentar el efecto—. Y recibirás tu nuevo nombre. Y conocerás tu destino.

—Y después, Maestro… después…

—Cuando llegue el momento, recibirás tu Guía y él te acompañará al Más Allá para que no te pierdas en la oscuridad y el frío, para que tu alma llegue a la Luz Eterna.

La mujer suspiró profundamente y cerró los ojos. Le había costado meses de dudas pero por fin se había decidido y ahora, de repente, tenía tanta prisa que apenas si podía esperar el momento en que se entregaría definitivamente a la Orden de la Rosa de Luz.

—¿Cuándo será la ceremonia, Maestro?

—Esta noche o mañana por la noche. De otro modo, habrá que esperar a la siguiente conjunción, dentro de diez semanas.

—Esta noche —le salió una voz apremiante, casi ronca de deseo.

El Gran Maestre sonrió.

—¿Estás segura, hermana? Las prisas no son buenas. Tienes que desearlo con todo tu corazón. Piensa que si Israfel o uno de sus hermanos te ve, y tú sabes muy bien a qué me refiero, nunca más podrás cambiar de opinión. Si te entregas, te entregas para siempre. O serás destruida para toda la eternidad.

—Lo sé. Estoy segura. Lo quiero así.

Las dos novicias llegaron con una bandeja en la que llevaban una jarra de un vino de un rosa palidísimo, tan frío que casi no se veía su color a través del cristal empañado, una copa tan fina que parecía hecha de pompas de jabón, y unos pedazos de diferentes panes.

El Maestro sirvió el vino, le tendió la copa y cruzó las manos sobre su regazo.

—¿Cuál será mi nuevo nombre? —preguntó Karla, después de brindar con una mirada.

—El que Israfel elija cuando mire el fondo de tu alma. El que tuviste al principio del mundo y olvidaste después.

La mujer comió un trozo de pan y se sacudió las migas que habían caído sobre su falda azul.

—Luego vestiré de blanco.

—Siempre.

Ella levantó los ojos hacia él, sobresaltada. Él le tomó la mano con delicadeza.

—Lo hemos hablado, hermana. Atendiendo a tu especial posición en el mundo, puedes usar otros colores en caso necesario, siempre que debajo de las ropas mundanas vayas vestida de blanco; y, en lo posible, elegirás colores pálidos, luminosos, como tu nueva alma angélica.

Ella asintió vigorosamente.

—Así lo haré, Maestro.

—¿Tienes algo que te preocupe? ¿Algún peso que te impida elevarte hacia la luz?

—No he sido capaz de convencer a mi marido.

—No te angusties, hermana; era de esperar. Él no tiene una alma como la tuya, aún no está preparado, pero tú eres tú misma, además de ser su esposa. Puedes tomar tus propias decisiones, sobre todo las que conciernen a la trascendencia de tu alma; tienes tu propia fortuna, tus propias opiniones, tus amigos. No dependes de él.

—No, Maestro; pero mi marido es el príncipe heredero. Compartimos muchas responsabilidades y me gustaría no tener que engañarlo en algo tan importante para mí.

—Si lo deseas, una vez seas miembro de la Orden, yo mismo iré a hablar con él.

—Oh, Maestro, ¿lo harías por mí?

—Por supuesto, hija mía. Y ahora, vamos a casa. Tenemos mucho que hacer si la ceremonia va a ser esta misma noche. Tú tienes que prepararte y yo tengo que comenzar la meditación para convocar la Presencia. Mi optimismo natural me ha llevado a suponer que pronto llegaría el momento y ya llevo doce días de ayuno, en previsión —terminó con una sonrisa.

—Entonces, ¿esta noche?

—A medianoche. Al alba serás una de los nuestros.

—Es lo que más deseo en el mundo.

Innsbruck (Austria)

Daniel bajó la mochila del portaequipajes y se preparó para apearse del tren pensando cuánto le gustaría que ahora Lena estuviera allí, esperándolo, con la nariz enrojecida por el frío y la melena semioculta por el gorro de lana. Se besarían, ella tendría los labios helados en contraste con los suyos, tan calientes, y él podría hundir las manos en su pelo y abrazarla y saber que todo estaba bien, que seguía queriéndolo.

Pero Lena estaba desaparecida y él había ido a pasar el fin de semana en casa por dos razones: primero porque necesitaba desesperadamente sentirse querido y apoyado por su familia, y segundo porque si pensaba averiguar algo sobre el paradero de Lena tenía que empezar a investigar en Innsbruck, preguntándole a todo el que pudiera saber algo de ella, además de intentar encontrarse con el desagradable señor Wassermann y ver si al natural había más posibilidades de sacarle algo, ya que no le parecía creíble que un padre pierda a su hija de dieciocho años y se quede tan tranquilo, sin acudir a la policía y sin hacer nada para encontrarla.

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