Hijos del clan rojo (27 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Se secó enérgicamente, salió del baño entre nubes de vapor y volvió a vestirse con la única ropa que tenía. Sombra no estaba.

Recogió la mochila y, cruzando los dedos para tener suerte, bajó la escalera fingiendo despreocupación. Si le decían algo, contestaría que iba a dar una vuelta y que por favor le dijeran a su… ¿a su qué?, ¿amigo? (¡qué horror pensar en Sombra como en un amigo!), pero novio era mucho peor; ¿compañero? (¿Y por qué compartían una habitación?) ¿Padre? (¡Qué asco!) Pero no, no haría falta nada. Aquél debía de ser un hotel de los que hacen pocas preguntas; ni siquiera les habían pedido documentación. Suspiró y enderezó la espalda.

El salón estaba desierto. No había ningún Sombra leyendo el periódico, como había temido, dispuesto a llevarla de nuevo a su habitación. La señora que los había atendido antes tampoco estaba en su puesto. Lo único que seguía allí eran las flores y los sillones de terciopelo verde manzana.

Cruzó el salón sigilosamente, llegó a la calle y echó a correr a toda la velocidad que le permitía su agotamiento, en la dirección que suponía correcta. No había mucha gente en la calle, pero, conforme se acercaba a la plaza de Trocadero, el tráfico aumentaba y se iba sintiendo más segura, aunque no podía evitar mirar constantemente por encima del hombro porque no conseguía comprender que Sombra la hubiese dejado sola sin temer que se escapara. No podía ser tan idiota. Y sin embargo, todo indicaba que sí lo era; quizá porque, al no ser humano, su lógica era diferente. Le dio un escalofrío al darse cuenta de lo que acababa de pensar. No era humano. Y ella lo tomaba con esa naturalidad. Debía de estar volviéndose loca, pero de momento daba igual; lo único que importaba era ponerse a salvo.

Cruzó la calle antes de llegar a la plaza, que no estaba llena de autobuses turísticos aparcados o dejando bajar turistas como ella recordaba. Al pasar bajo la estatua ecuestre de algún general que ocupaba el centro del jardincillo, echó una rápida mirada a la derecha para ver la Torre Eiffel entre los dos grandes edificios: el Palais de Chaillot y el Musée de L’Homme, creía recordar. Siempre la animaba ver la Torre Eiffel, tan grácil, como un juguete dejado allí por un niño gigantesco, pero esta vez tenía demasiada prisa para detenerse a mirarla. Un vistazo tendría que bastar.

Se quedó rígida sin poder evitarlo. Notó que las piernas le fallaban y cayó al suelo de rodillas, como una marioneta con las cuerdas cortadas.

Frente a ella, entre los dos enormes edificios con sus columnas cuadradas, se extendía la gran terraza panorámica que ella conocía de tantas visitas a París, pero donde debía estar la Torre Eiffel, justo en el centro de su campo de visión, no había nada, nada en absoluto.

Caminando como una autómata, haciendo caso omiso a los coches que tocaban el claxon, enfurecidos por su temeridad, cruzó los metros que la separaban de la terraza y, conforme se acercaba a la balaustrada desde donde todo el mundo, en su recuerdo, se hacía fotos con la Torre, se iba dando cuenta de que no se había equivocado: el monumento había desaparecido. Estaban las escalinatas que bajaban al río, el Sena, el puente, los jardines cuadriculados y al fondo la Escuela Militar, pero la Torre no existía.

Llegó a la balaustrada de piedra, apoyó todo su peso en ella y, de repente, tuvo la sensación de que su cerebro dejaba de funcionar, como si se pusiera en
stand by
. No sentía ni horror, ni sorpresa, ni furia, ni prácticamente nada. Era como si la información fuera excesiva para ser procesada y, de golpe, la aplicación se negara a funcionar. Pensó que si fuera un ordenador ahora tendría que apretar
control+alt+suprimir
y entonces aparecería la ventanita del
Task Manager
, podría marcar
End Task
y todo se cerraría.

Se quedó allí un tiempo indeterminado, sin hacer nada, sin pensar nada, mirando el hueco de aire, de vacío, donde debería estar la Torre Eiffel.

Al cabo de un rato se dio la vuelta, de espaldas al monumento inexistente, y empezó a fijarse en lo demás. Todo parecía igual, salvo que la gente llevaba una ropa ligeramente distinta, como si la moda hubiera cambiado en las últimas horas o como si estuviera de repente en otro país, incluso en otro continente.

Fue caminando despacio hasta la parada del metro para estudiar el plano del barrio, el mismo que había consultado la noche anterior —¿cómo era posible que sólo fuera la noche anterior?— cuando buscaba la dirección de Chrystelle. Pero ahora, como se había temido nada más tener la idea, el boulevard Delessert no existía.

«¿Y ahora?», pensó.

Ahora, claro, de vuelta al hotel, a comer, a dormir, a descansar esperando a Sombra.

Había tenido razón él. Ahora, la idea de volver a verlo la alegraba. Él la sacaría de allí.

Blanco. Estación de investigación glaciológica. Ártico (Islandia)

Lasha entró en la cocina atraído por el delicioso olor del café recién hecho y se encontró con dos sorpresas: encima de la mesa reposaba una bandeja llena de buñuelos aún calientes y Emma, que jamás se levantaba antes de las diez, estaba tarareando una canción mientras ponía la mesa.

—¿Molesto? —preguntó, al ver que sólo había puesto dos tazas y dos platos.

—Al contrario, querido. Te esperaba. Todo esto es para ti. Siéntate.

Abrió una de las sillas plegables y tomó asiento sin quitarle ojo de encima. Aquello era francamente inaudito. Emma le sirvió café, le acercó la jarrita de nata y el azucarero y se acomodó enfrente de él, con la bandeja de buñuelos como barrera.

—¿Celebramos algo? —preguntó él por fin, viendo que ella no abría la boca pero lo miraba expectante, como si fuera él quien tuviera que darle una noticia.

—Mi querido Lasha, tú eres el
mahawk
del clan ¿y me preguntas a mí si celebramos algo?

—No digas tonterías, Emma. Somos cuatro gatos, y, de los cuatro, tres y medio vivimos aquí, en una base de investigación prácticamente en el Polo Norte. Ninguno de nosotros creemos ya en las memeces que nos inculcaron de pequeños; yo menos que nadie. ¿Qué importancia tiene que yo sea oficialmente el
mahawk
? Y ¿por qué debería saber si hoy es una fecha especial? ¿Toca adorar a algún dios o a algún antepasado? ¿O es el día del santo Buñuelo? A todo esto, están deliciosos.

—Va a nacer, Lasha.

—¿Quién? —La miró sin expresión, con sus ojos casi transparentes, como el hielo que estudiaba.

—Lo sabes tan bien como yo. Es posible que dentro de muy poco volvamos a tener un Nexo. —La mayúscula en «Nexo» resultaba audible y Lasha hizo una mueca de desagrado. Sonaba como «Mesías».

—¿Y?

—Hace siglos, ¿qué digo siglos?, milenios, que no tenemos un nexo, que ni siquiera sabemos qué hacer para que nazca. —La mujer parecía una botella de cava a punto de explotar.

—Que yo sepa, seguimos sin saberlo. Suponiendo que de hecho exista tal cosa.

La profesora Emma Uribe, una de las más respetadas arqueólogas del mundo, se puso de pie y empezó a tironearse los cortos cabellos en todas direcciones.

—Eres desesperante, Lasha.

—Soy un científico, por si no te has dado cuenta. Igual que tú.

—Sí, aquí somos todos científicos, ¡menuda plasta! Buenos días, Emma, buenos días, Lasha. ¿Puedo? —Albert alargó la mano hacia los buñuelos sin esperar respuesta—. Pero, que yo sepa —continuó—, el hecho de ser científico no está reñido con tener fantasía ni con ilusionarse con ideas absurdas, ni siquiera con enamorarse ocasionalmente.

—Ni siquiera sabes de qué estamos hablando.

—Claro que lo sé. Emma me lo contó anoche, cuando tú ya te habías ido a dormir. El que aún no sabe nada eres tú, conclánida.

—Ilústrame.

—Emma ha estado en contacto con los otros clanes. —Lasha apretó los labios, como si de golpe hubiera mordido algo muy ácido— porque, según nuestros cálculos, estamos entrando en el momento en el que pueden darse las circunstancias necesarias para que nazca un Nexo. —Albert también pronunciaba la palabra reverentemente.

—He comprobado que los demás clanes también saben que es ahora —continuó Emma— y, lo más importante, he averiguado que el único clan que está esperando descendencia es el rojo.

—¡Vaya éxito! ¡Un nexo rojo! ¡Lo que habíamos estado deseando desde que el mundo es mundo! —La ironía era patente.

—Tú sabes muy bien que los nexos no pertenecen a ningún clan. Su sangre es mixta.

—Os juro que me duele físicamente oíros decir esas estupideces de sangres y conjunciones y narices. Todo eso no son más que mitos, leyendas, sandeces que nuestros antepasados se han ido inventando al correr de los siglos para justificar nuestra existencia, nuestras diferencias con el resto de la humanidad. ¿No os parece mucho más sensato aceptar simplemente que descendemos de otra rama de homínido? ¿O es que vosotros, sí, me refiero a vosotros dos, os habéis contagiado de las religiones
haito
? ¿No os estáis oyendo? Sonáis igual que los cristianos hablando del Mesías. Supongo que ahora diréis que una muchacha bella y virgen va a tener un bebé, macho por supuesto, destinado a salvarnos a todos. O al menos, ya que sois tan clánidas, destinado a salvar a
karah
.

Emma y Albert miraban a Lasha con los labios apretados, sin decir palabra.

—Esperad. Sé cómo va… Un joven y apuesto miembro de uno de los clanes, el rojo, por lo que acabo de oír, ha elegido no se sabe con qué criterios, a una bella joven, humana, supongo, para engendrar en ella al Salvador que, según las leyendas compartidas por los clanes, será capaz de conectarnos a todos y permitirnos el acceso al mundo del que realmente procedemos y que no está en otro lugar sino en este mismo, aunque en otro plano, o algo por el estilo. ¿No os dais cuenta de que es una tomadura de pelo, de que es una especie de copia barata de otros mitos? O bien, de acuerdo, quizá esos otros mitos, esas religiones, hayan surgido como copia de nuestras leyendas, si os gusta más la idea. Pero es absurdo. Absurdo, infantil, idiota. ¿No lo veis?

El silencio se alargó durante más de un minuto. Albert y Emma bebían café, masticaban cada uno su buñuelo y perdían la vista en la blancura de la pared o en el brillo metálico de los armarios de cocina.

—¿No vais a decir nada?

—¿Para qué? —preguntó Albert—. ¿Para darte más munición y que vuelvas a la carga? Nooo. Yo ya estoy muy viejo para que me echen reprimendas. Además, estimado colega y casi hermano, si lo que tenemos ahí abajo en el hielo no te sirve para darte cuenta de que no todo son leyendas, no te voy a convencer yo. —Se levantó, puso dos buñuelos en un plato, le dio un beso a Emma y, con un gesto amistoso en dirección a Lasha, desapareció por el pasillo que llevaba a los laboratorios.

—Albert es un cielo —dijo Emma casi para sí misma levantándose también—. Haría falta más gente por aquí. Jóvenes, a ser posible.

—Pues ya ves… no tienes más que imitar a nuestros hermanos y buscar una doncella que quiera tener el honor de procrear con uno de nosotros.

—Detesto recordártelo, querido, pero empiezo a tener la impresión de que somos estériles.

—Tú eres estéril —dijo Lasha enfatizando el «tú». Al ver la expresión de Emma, se apresuró a añadir—. Bueno, lo admito, no del todo, pero casi. Tuviste una hija, la perdiste en un accidente; mala suerte. Albert y yo hemos demostrado que podemos procrear, que no somos estériles.

—Ah, perdona, tú quizá no lo seas. La cuestión es que se me había olvidado que hace siglos que ni siquiera lo intentas. —El hombre torció el gesto—. Dejémoslo, Lasha, ya nos hemos resignado. Es posible que tengas razón, que seamos unos humanos un poco distintos por alguna torcedura de nuestro árbol genealógico, pero tampoco hace daño soñar.

—¿Soñar con qué, concretamente?

Emma cerró los ojos, echó la cabeza atrás y metió las manos muy hondo en los bolsillos de su bata blanca.

—Soñar con que, por algún milagro, conseguimos entrar en contacto con otras personas como nosotros y volvemos a vivir en un mundo en el que no tengamos que escondernos constantemente, en el que no tengamos que ocultar nuestras características, en el que no estemos pensando siempre en que si nos descubren nos encerrarán y nos viviseccionarán hasta que sepan qué es lo que nos hace diferentes.

Lasha se levantó, se acercó a Emma, que seguía con los ojos entrecerrados, y le puso una mano en el hombro.

—Piensa con la cabeza, Emma. ¿Dónde iban a estar esas personas? Y si están, ¿por qué no se ponen ellos en contacto con nosotros?

—Porque las puertas están cerradas cuando no hay nexo —dijo con total convicción.

Lasha sacudió la cabeza dos veces, tres, cuatro, lentamente, con los ojos entornados y los labios formando una línea.

—Eres el
mahawk
del clan. Es tu responsabilidad —insistió ella, al ver que se marchaba—. Investígalo. Investígalo, al menos.

Se quedó mirándolo mientras se alejaba: su alta figura, sus anchas espaldas, su cabello plateado que le caía, liso como una peluca, hasta más abajo de los hombros. Era muy doloroso que no estuviera dispuesto ni siquiera a intentarlo, que no les proporcionara ningún tipo de ayuda ni de consuelo.

Antes, cuando Ennis aún vivía con ellos, todo era más llevadero, podían soñar con un futuro. Pero la felicidad nunca es para siempre.

Se encogió de hombros, se enderezó y decidió anunciar que iban a abrir un puesto para un becario en la estación. Necesitaban gente joven, sangre fresca, pensara lo que pensase Lasha. Ya era hora de volver a hablar, de compartir, de enseñar. Quizá incluso dos becarios. Sí. Empezó a sonreír a medida que su cerebro empezaba a jugar con la formulación de la oferta, porque tampoco les servía cualquiera; había que asegurarse de que reunieran ciertas condiciones, entre otras, una sana apertura mental y cierta dosis de fantasía. Sí. Asintió vigorosamente con la cabeza. Hacía falta empezar a moverse.

Clínica privada del doctor Kaltenbrunn. Neuchâtel (Suiza)

Clara caminaba de vuelta al sanatorio con la cabeza baja, tratando de hurtar el rostro al viento helado que soplaba desde el lago. Había salido a dar un paseo, para oxigenarse y hacer un poco de ejercicio; tenía la sensación de que si continuaba viviendo de la cama al sofá y del sofá a la cama acabaría por volverse loca y perdería los pocos músculos que le quedaban.

Ella y Nathalie habían bajado juntas hasta la orilla del lago pero luego, cuando ya estaban a punto de emprender el paseo que las llevaría hasta el mirador del otro extremo, a apenas cinco kilómetros, Nathalie había decidido que hacía demasiado frío y que ya había hecho bastante ejercicio y se había vuelto al sanatorio a tumbarse un rato.

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