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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (5 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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Diciéndose que no los conocía, el tabernero se detuvo para hablar con los tres parroquianos que bebían junto al mostrador.

—¿Cómo va, Jaime? —preguntó uno al tabernero—. ¿Ya se han bebido todo el vino derramado?

—Hasta la última gota, Jaime —contestó el señor Defarge.

En cuanto hubieron hecho el intercambio de su nombre, la señora Defarge tosió de nuevo y arqueó nuevamente las cejas.

—Pocas veces —observó el segundo de los tres, dirigiéndose al señor Defarge— tienen ocasión esas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa que no sea el pan negro y la muerte. ¿No es así, Jaime?

—Tienes razón, Jaime —replicó el señor Defarge.

Después de este segundo intercambio del nombre de pila, la señora Defarge tosió otra vez y nuevamente arqueó las cejas. El último de los tres dejó el vaso vacío y se limpió los labios, diciendo:

—Esos pobres animales tienen siempre en la boca otro sabor muy amargo y una vida muy dura, Jaime. ¿No digo bien?

—Tienes razón, Jaime —contestó el señor Defarge.

En aquel momento, después de este tercer intercambio del nombre de pila, la señora Defarge dejó el mondadientes, arqueó las cejas y se revolvió en su asiento.

—Es verdad —murmuró su marido—. Señores… mi mujer.

Los tres parroquianos se descubrieron ante la señora Defarge y le hicieron una reverencia, a la que ella contestó inclinando la cabeza y examinándolos rápidamente.

Luego miró indiferentemente hacia la taberna y reanudó su labor de calceta.

—Señores —dijo su marido que la había observado con la mayor atención:

—La habitación amueblada que deseabais ver está en el quinto piso. La escalera parte del patio, a la izquierda… Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya la conoce y puede guiar a los demás. Adiós, señores.

Ellos pagaron el vino que habían bebido y salieron, y mientras el tabernero observaba a su mujer, el caballero de alguna edad avanzaba desde su rincón y manifestaba deseos de hablar a solas con el tabernero.

—Con el mayor gusto, señor —contestó Defarge llevándolo hacia la puerta.

La conferencia fue muy corta, pero de efectos decisivos. Casi a la primera palabra el tabernero se sobresaltó y manifestó la mayor atención. No había transcurrido un minuto cuando hizo una señal afirmativa y salió a la calle. Entonces el caballero llamó a la joven con la mano y los dos salieron también. La señora Defarge seguía haciendo calceta y no vio nada.

El señor Jarvis Lorry y la señorita Manette salieron así de la taberna y alcanzaron al tabernero ante la escalera a la que mandó a los tres parroquianos. En la obscura entrada de la negra escalera el tabernero hincó una rodilla y llevó a sus labios la mano de la hija de su antiguo amo. Era una delicadeza, pero realizada de manera que nada tenía de delicada. En pocos segundos sufrió una gran transformación, pues en su rostro ya no había expresión alguna de buen humor ni de franqueza, sino de reserva, de cólera y de hombre peligroso.

—Está bastante alto —dijo secamente al señor Lorry.

—¿Está solo? —murmuró éste.

—¿Quién queréis que esté con él? —exclamó el tabernero.

—¿Está siempre solo?

—Sí.

—¿Por su deseo?

—Por su necesidad. Tal como estaba cuando le vi y me preguntaron si quería tenerlo en mi casa. Así está ahora.

—¿Está muy cambiado?

—¡Cambiado!

El tabernero dio un puñetazo en la pared y profirió una blasfemia, lo cual fue más elocuente para el señor Lorry que una respuesta clara.

Penoso sería subir la escalera de una casa vieja de París en nuestros tiempos, pero entonces lo era todavía más. En cada uno de los rellanos había un montón de basura depositado por los vecinos, y aquella masa en descomposición viciaba de tal manera el ambiente que apenas se podía respirar. El señor Lorry tuvo que detenerse dos veces junto a unas ventanas provistas de rejas que daban salida al mefítico ambiente; mas, por fin, llegaron a lo alto y el tabernero que los precedía sacó una llave del bolsillo.

—¿Está encerrado con llave?

—Pregunto el señor Lorry.

—Sí —contestó Defarge secamente.

—¿Creéis necesario tener tan recluido a ese pobre caballero?

—Considero necesario abrir con llave.

—¿Por qué?

—Porque ha vivido tanto tiempo encerrado, que asustaría de muerte si esta puerta quedara abierta.

—¿Es posible?

—Así es.

Tal diálogo, tuvo lugar en voz tan baja, que ni una de las palabras llegó a oídos de la joven que estaba temblorosa de emoción y su rostro expresaba tal terror que el señor Lorry creyó necesario dirigirle algunas palabras para darle ánimo.

—¡Valor, querida señorita, valor! Lo peor habrá pasado dentro de un momento. Una vez hayamos pasado esta puerta. Luego empezará todo el bien que le lleváis y toda la dicha que ofreceréis al desgraciado. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudará. Vamos.

Al doblar una de las vueltas de la escalera hallaron a tres hombres que estaban ante una puerta y mirando por el ojo de la llave. Al oír los pasos de los que subían volvieron la cabeza y mostraron ser los tres parroquianos del mismo nombre que habían estado bebiendo en la taberna.

—Me olvidé de ellos con la sorpresa de vuestra visita —explicó el señor Defarge.

—Dejadnos, amigos. Tenemos que hacer.

Los tres emprendieron el descenso y desaparecieron.

No había ya otra puerta y el tabernero se disponía a abrirla, cuando el señor Lorry le preguntó:

—¿Habéis hecho al señor Manette objeto de exhibición?

—Lo dejo ver, según habréis observado, pero tan sólo a unos cuantos escogidos.

—¿Creéis que está bien?

—Sí, lo creo.

—¿Quiénes son esos pocos? ¿Cómo los elegís?

—Escojo a los que son hombres verdaderos y se llaman como yo, Jaime. Por otra parte vos sois inglés y no me entenderíais.

Miró luego por un agujero de la pared y levantando la cabeza, llamó dos o tres veces en la puerta, sin otro objeto aparente que el de hacer ruido. Con la misma intención metió la llave ruidosamente en la cerradura y, por fin, abrió. Antes de entrar dijo algo y le contestó una voz débil desde el interior. Entonces el tabernero hizo seña a sus compañeros para que entraran y el señor Lorry cogió el brazo de la joven, pues observó que le faltaban las fuerzas.

—Entrad conmigo —dijo—. Todo eso no es más que… cuestión de negocio.

—Estoy asustada —contestó ella temblando.

—¿De qué?

—Quiero decir de él. De mi padre.

Apurado por el estado de la joven y por las señas que le hacía el tabernero, el señor Lorry levantó a su compañera y en brazos la hizo entrar en la habitación. Defarge quitó la llave, cerró por dentro, todo eso con tanto ruido como le fue posible, y, finalmente, echó a andar despacio hasta llegar a la ventana junto a la cual se detuvo.

El lugar, evidentemente destinado a leñera, era muy obscuro, pues solamente había una ventanilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues, difícil avanzar a la escasa luz reinante, pero allí, sin embargo y de espalda a la puerta, estaba un hombre de blancos cabellos, sentado en una banqueta muy baja, muy atareado en hacer zapatos.

Capítulo VI

El zapatero

-B
uenos días —exclamó el señor Defarge mirando al hombre de cabellos blancos que tenía la cabeza inclinada sobre su trabajo.

El interpelado levantó la cabeza y en voz baja, como distante, contestó a la salutación:

—Buenos días.

—Siempre trabajando, ¿eh?

Después de largo silencio, la blanca cabeza se levantó de nuevo y dijo:

—Sí, estoy trabajando.

Y aquella vez, antes de inclinar de nuevo la cabeza, el anciano miró al tabernero con sus trastornados ojos.

La debilidad de la voz causaba compasión y temor a un tiempo. No era la debilidad resultante de la pérdida de fuerzas, sino que, indudablemente, se debía en gran parte al encierro y a la falta de uso. Era como débil eco de un sonido muy antiguo.

Hubo una pausa y luego el tabernero dijo:

—Deseo abrir un poco la ventana para que entre más luz. ¿Podréis resistirla?

El zapatero interrumpió su labor y preguntó:

—¿Qué decís?

—Que si podréis resistir un poco más de luz.

—Tendré que resistirla si la dejáis entrar.

El tabernero abrió la ventana y el rayo de luz que entró dejó ver al viejo zapatero que tenía sobre las rodillas un zapato a medio terminar. Sobre la banqueta y en el suelo estaban sus herramientas. Tenía la barba blanca, mal cortada, la cara chupada y los ojos muy brillantes. Llevaba la camisa abierta por el pecho, dejando al descubierto su piel blanca y flácida. Y tanto él como los andrajos que vestía, a causa del largo encierro habían adquirido el color amarillento del pergamino.

Puso una mano ante los ojos para resguardarlos de la luz y entonces se vio que los huesos de aquélla se transparentaban. No miraba al tabernero, sino que apenas dirigía los ojos a uno y otro lado, como si hubiese perdido el hábito, de asociar el espacio con el sonido.

—¿Vais a terminar hoy este par de zapatos? —preguntó Defarge al tiempo que hacía señas al señor Lorry para que se acercara.

—¿Qué decís?

—Si vais a terminar hoy este par de zapatos.

Esta pregunta le recordó su labor y se inclinó nuevamente sobre ella. Mientras tanto avanzó el señor Lorry llevando de la mano a la joven, y cuando ya hacia cosa de un minuto que estaban al lado de Defarge, el zapatero levantó la vista. No dio muestras de sorpresa al ver a otra persona, sino que se llevó la mano a los labios y luego reanudó el trabajo.

—Tenéis una visita —le dijo Defarge.

—¿Qué decís?

—Que hay una visita. Mirad, este caballero es muy inteligente en calzado. Mostradle el zapato que estáis haciendo. Tomad —dijo a Lorry dándole el zapato—. Ahora —añadió dirigiéndose al zapatero— decid a este señor qué clase de calzado es éste y el nombre del que lo hace.

Hubo una larga pausa y luego el pobre hombre dijo:

—He olvidado ya lo que me decíais. Repetídmelo.

—¿Podéis describir este calzado?

—Es un zapato de señora. A la moda, aunque nunca he visto la moda.

—¿Y el nombre del zapatero?

—¿Preguntáis mi nombre? —exclamó después de largo silencio.

—Precisamente.

—Ciento cinco, Torre del Norte.

—¿Nada más?

—Ciento cinco, Torre del Norte.

Y dando un suspiro se absorbió nuevamente en su trabajo.

—¿Sois zapatero de oficio? —le preguntó el señor Lorry.

El interpelado miró a Defarge, como invitándole a contestar, mas en vista de que no lo hacía, lo hizo él diciendo:

—No, no es mi oficio. He aprendido aquí. Lo aprendí yo solo. Pedí permiso…

Hizo una pausa como si no estuviera resuelto a continuar y luego añadió:

—Pedí permiso para aprender yo solo. Lo conseguí al cabo, después de muchas dificultades y desde entonces hago zapatos.

Y mientras tendía la mano en espera de que le devolvieran su labor, el señor Lorry le preguntó, mirándolo con fijeza:

—¿No os acordáis de mí, señor Manette?

El zapato cayó al suelo, en tanto que el pobre zapatero miraba al que le preguntaba.

—¿No recordáis tampoco a este hombre, señor Manette? —preguntó el señor Lorry, apoyando la mano en el brazo de Defarge.

—Miradlo bien. Miradme también. ¿No vuelven a vuestra memoria las imágenes de los que fueron vuestro antiguo banquero y vuestro criado, ni recordáis vuestros antiguos negocios, señor Manette?

El cautivo de tantos años miró fijamente al señor Lorry a Defarge y sus ojos dejaron asomar algunos destellos de la antigua inteligencia, pero quedaron pronto nublados.

Y eso ocurrió nuevamente cuando los ojos del desgraciado se fijaron en el hermoso rostro de la joven que, deslizándose junto a la pared avanzaba tendiéndole las manos, en su deseo de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro.

Pero nuevamente quedó apagado el destello de inteligencia. Dando un suspiro, el zapatero reanudó su labor.

—¿Lo habéis reconocido, caballero? —preguntó Defarge en voz baja.

—Sí, por un momento. Al principio no lo creí posible, mas luego, por un instante, he reconocido perfectamente el rostro que tan familiar me fue. Pero retirémonos un poco.

La joven, mientras tanto, se había acercado más a su padre y se situó a su lado, en tanto que él estaba absorto en su labor. Por fin, tuvo necesidad de cambiar de herramienta y al hacerlo sus ojos se fijaron en el extremo de la falda de su hija.

Entonces levantó los ojos y vio su rostro. Los dos hombres se sobresaltaron, temiendo que el desgraciado pudiera herirla con su cuchilla, pero la joven les hizo seña de que permanecieran quietos y ellos la obedecieron.

Se quedó mirándola, asustado, y pareció como si sus labios quisieran articular algunas palabras, aunque permanecieron mudos. Luego, tras unos momentos en que su respiración fue jadeante por la emoción que sentía, exclamó:

—¿Qué es esto?

La joven llevó sus propias manos a los labios, y seguidamente cruzó los brazos sobre el pecho, como si en él se apoyara la querida cabeza del anciano.

—¿No eres la hija del carcelero? —preguntó él.

—No —contestó la joven dando un suspiro.

—¿Quién sois, pues?

Sin atreverse a contestar, la joven se sentó en la banqueta, al lado de su padre, el cual retrocedió, pero ella le puso la mano sobre el brazo. Extraña conmoción se apoderó de él, y dejando a un lado la cuchilla se quedó mirando a la aparición. El dorado cabello de la joven, peinado en largos tirabuzones, caía sobre su esbelto cuello y el anciano, adelantando despacio la mano, tocó suavemente las doradas hebras, pero se apagó la luz que por un momento acababa de brillar en su inteligencia, y dando un suspiro, volvió a engolfarse en su labor.

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