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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (8 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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—Dos.

—¿Descendieron de la diligencia antes de llegar a Dover?

—Sí, señor.

—Mirad ahora al acusado. ¿Era uno de los dos viajeros?

—No puedo asegurarlo.

—¿Se parece a alguno de ellos?

—Iban los dos tan abrigados y estaba la noche tan obscura que no puedo asegurarlo.

—Miradlo de nuevo, señor Lorry. Suponiendo que ese hombre estuviera tan abrigado como aquellos dos viajeros, ¿os parece que sería semejante a uno de ellos?

—Lo ignoro.

—¿Estaríais dispuesto a jurar que no era uno de ellos?

—Tampoco.

—¿De manera que consideráis posible que fuese uno de ellos?

—Posible, sí. Excepto, tal vez, por la circunstancia de que mis compañeros de viaje parecían gente timorata y el acusado no parece hombre que se asuste fácilmente.

—Mirad nuevamente al prisionero, señor Lorry. ¿Lo conocíais ya o lo habíais visto anteriormente?

—Sí, señor.

—¿Cuándo lo visteis?

—Pocos días después de mi viaje volvía de Francia y en Calais el acusado tomó el mismo barco que yo e hizo conmigo el viaje de regreso.

—¿A qué hora llegó a bordo?

—Un poco después de medianoche.

—¿Fue el único pasajero que llegó a aquella hora?

—Sí, señor, el único.

—¿Viajabais solo, señor Lorry, o iba con vos algún compañero?

—Me acompañaban dos personas. Un caballero y una señorita. Están aquí.

—¿Conversasteis con el acusado?

—Muy poco. El tiempo era malo y casi durante todo el viaje estuve tendido en el sofá.

—¡Señorita Manette!

La joven, hacia quien se volvieron todos los ojos, se puso en pie y su padre la imitó.

—Señorita Manette, mirad al acusado.

Este pareció intranquilo al ser contemplado por aquella graciosa joven.

—¿Habíais visto ya anteriormente al acusado, señorita Manette?

—Sí, señor.

—¿Dónde?

—A bordo del barco a que acaba de referirse el señor Lorry.

—¿Erais vos la señorita a quien acaba de referirse este caballero?

—Sí, desgraciadamente soy yo.

—Contestad a las preguntas que se os dirijan, sin hacer observación alguna —exclamó el fiscal—. ¿Conversasteis con el acusado durante el viaje?

—Sí, señor.

—Referid la conversación.

En medio de la atención general y del silencio reinante, la joven empezó a decir:

—Cuando este caballero llegó a bordo…

—¿Os referís al prisionero? —preguntó el fiscal frunciendo las cejas.

—Sí, señor.

—Entonces llamadle acusado.

—Pues, cuando el acusado llegó a bordo, se fijó enseguida en mi padre y vio que estaba fatigado y enfermo. Mi padre estaba tan mal que yo temí exponerle al aire y por esto le arreglé su lecho en la cubierta, cerca de la escalera de los camarotes y me senté a su lado para cuidarlo. Aquella noche no había más pasajeros que nosotros cuatro. El acusado fue tan amable que me aconsejó cómo podría guarecer mejor a mi padre del viento y del mal tiempo, y, en general, se portó con la mayor bondad y cortesía. Así empecé a hablar con él.

—¿Os fijasteis si llegó solo a bordo?

—No llegó solo.

—¿Cuántos le acompañaban?

—Dos caballeros franceses.

—¿Observasteis si conferenciaban secretamente?

—Estuvieron hablando hasta el último momento, cuando los franceses se vieron obligados a bajar al bote.

—¿Visteis si, entre ellos, se cambiaron algunos papeles semejantes a estas listas?

—Vi que tenían algunos papeles en las manos, pero no sé cuáles.

—Ahora contadnos cuál fue la conversación del acusado, señorita Manette.

—Se mostró muy amable conmigo, y bondadoso y útil para mi padre. Espero —exclamó entre lágrimas— que mi declaración no va a perjudicarle y a pagar mal los favores que me hizo.

—No os ocupéis de esto, señorita Manette —replicó el juez—, estáis en la obligación de decir la verdad y el acusado lo sabe. ¡Continuad!

—Me dijo que viajaba a causa de unos negocios de naturaleza delicada y difícil, que podían poner en situación apurada a algunas personas, y que viajaba bajo nombre supuesto. Añadió que aquellos negocios lo habían llevado a Francia pocos días antes y que, de vez en cuando, le obligaban a dirigirse tan pronto a Francia como a Inglaterra.

Entonces el fiscal llamó al doctor Manette para que declarara y le dijo:

—Doctor Manette, servíos mirar al acusado. ¿Lo habíais visto anteriormente?

—Una vez tan sólo, cuando me visitó en mi casa de Londres. Hará de eso tres años o tres y medio.

—¿Sabéis si es la misma persona que viajaba a bordo del barco que os llevaba a vos y a vuestra hija y el mismo que conversó con ésta?

—Lo ignoro, señor.

—¿Hay alguna razón especial que explique la imposibilidad en que os halláis de contestar a mi pregunta?

—Sí, señor, existe.

—¿No tuvisteis la desgracia de permanecer largos años preso, sin haber sido juzgado ni acusado, en vuestro país natal, doctor Manette?

—En efecto, estuve preso mucho tiempo.

—¿Acababais de ser puesto en libertad, cuando hicisteis aquel viaje?

—Así me lo dijeron.

—¿No recordáis nada?

—Nada absolutamente. En mi memoria hay un vacío por espacio de no sé cuánto tiempo, es decir, desde que en mi cautiverio me dediqué a hacer zapatos hasta el tiempo en que me encontré viviendo en Londres con mi querida hija. Esta me era ya muy querida cuando Dios misericordioso me devolvió mis facultades, pero no sé cuándo empecé a conocerla, pues no me acuerdo.

Se presentaba, entonces, una cuestión muy importante y era la de saber si el acusado había visitado, en aquella noche de noviembre, cinco años atrás, una ciudad en la que había un arsenal de guerra y una importante guarnición, para adquirir datos. Se presentó un testigo, quien declaró que reconocía en el acusado a un hombre que estuvo aquella noche en el café de dicha ciudad esperando a otra persona.

En aquel momento el caballero de la peluca, que, hasta entonces había estado mirando al techo, escribió una o dos palabras en un pedazo de papel, y, después de arrollarlo, lo entregó al defensor. Este lo leyó, miró al acusado con la mayor atención y se volvió para preguntar al testigo:

—¿Estáis seguro de que era este mismo hombre?

—Completamente —contestó el testigo.

—¿No pudisteis ver a otra persona que se le pareciera mucho?

—Habría tenido que ser tan parecido a él, que casi es imposible que pudiera darse el caso.

—Pues, entonces, hacedme la merced de mirar a este caballero —dijo el defensor señalando al que acababa de entregarle el papel—, y luego mirad al preso. ¿No creéis que se parecen como dos gotas de agua?

En efecto, aquellos dos hombres no podían ser más parecidos.

Inmediatamente el fiscal preguntó al defensor, señor Stryver, si con esto quería acusar de traición al señor Carton, que era el caballero de la peluca, pero el defensor contestó que no se proponía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la posibilidad de que se tratara de una persona tan parecida al acusado como la que tenían a la vista.

A continuación el defensor, señor Stryver, se esforzó en demostrar que Barsad era un espía a sueldo y un traidor, un traficante en sangre humana y uno de los más perfectos sinvergüenzas que existieron en la tierra después del traidor judas; que el virtuoso criado Cly era su amigo y consocio, y digno de él. Que aquellos dos bandidos y perjuros habían acusado falsamente al prisionero, francés de nacimiento, que por asuntos de familia se veía obligado a ir con frecuencia a Francia, aunque estos asuntos, por ser de naturaleza especialísima y personal, no podían ser revelados. Demostró que la declaración de la señorita Manette no tenía importancia alguna ni demostraba nada contra su defendido.

Declararon, entonces, algunos testigos de la defensa y nuevamente hablaron el fiscal y el presidente para rebatir cuanto dijera el defensor, de modo que para nadie parecía dudosa la muerte que esperaba al desgraciado preso.

Mientras tanto el señor Carton, y a excepción del momento en que tendió el papel al defensor del acusado, no había separado sus ojos del techo, ni siquiera, tampoco, cuando todo el mundo se fijó en él para comparar sus facciones con las del acusado. Sin embargo, veía mucho mejor que otros lo que ocurría a su alrededor, hasta el punto de que fue el primero en advertir que la señorita Manette caía desfallecida en brazos de su padre, y, ordenó a un guardia que acudiese a socorrerla.

La concurrencia demostró su simpatía a la joven y a su padre y apenas se fijó en que el jurado se retiraba a deliberar. Al poco rato se presentaba nuevamente manifestando que no se habían puesto de acuerdo y que deseaban tratar de nuevo acerca del caso.

Esto causó, naturalmente, la mayor sorpresa, pues no era cosa que ocurriese con frecuencia. La vista había durado todo el día y fue preciso encender las luces de la sala.

Circularon rumores de que el jurado tardaría en tomar un acuerdo y muchos espectadores se retiraron para comer algo, en tanto que el acusado fue llevado al extremo de la barra, donde tomó asiento.

Entonces el señor Lorry se acercó a donde estaba Jeremías, diciéndole:

—Podéis ir a tomar alguna cosa, si queréis. Cuidad de volver cuando regrese el jurado, porque entonces es cuando os necesitaré.

Al mismo tiempo le dio un chelín y en aquel momento el señor Carton, que había abandonado su asiento, tocó en un hombro al señor Lorry.

—¿Cómo se encuentra la señorita?

—Está muy angustiada —contestó el señor Lorry—, pero parece que está mejor.

—Voy a decírselo al prisionero, pues no está bien que le hable un caballero tan respetable como vos.

En efecto, el señor Carton se acercó al preso y lo llamó.

—Señor Darnay, espero que deseará usted tener noticias de la señorita Manette. Se encuentra mejor.

—Siento mucho haber sido la causa de su indisposición. ¿Tendrá usted la bondad de decírselo así? —contestó el preso.

—No hay inconveniente.

—Muchas gracias —le contestó el acusado.

—¿Qué espera usted, señor Darnay? —le preguntó Carton.

—Lo peor.

—Hace usted bien, puesto que será lo más probable. Sin embargo, parece dar alguna esperanza el hecho de que el jurado no se haya puesto todavía de acuerdo.

Jeremías Roedor, que había estado escuchando la conversación con el mayor interés, se alejó extrañado de que aquellos dos hombres fuesen tan absolutamente parecidos.

El mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se sentó en un banco y estaba ya a punto de dormirse cuando entró el público en la sala y oyó una voz que le llamaba.

—¡Jeremías!

—Aquí estoy, señor —contestó a su principal.

El señor Lorry extendió el brazo y le entrego un papel.

—Id a llevarlo volando. ¿Lo tenéis?

—Sí, señor.

En el papel había escrito una sola palabra. «
Absuelto
».

—Si esta vez hubiese escrito «Resucitado» lo entendería mejor que la otra —murmuró Jeremías, y se alejó apresuradamente en dirección a la casa de banca.

Capítulo IV

Enhorabuena

E
n torno de Carlos Darnay había varias personas que le felicitaban por haber salido absuelto. Estas eran el abogado defensor, su procurador, el doctor Manette y su hija.

La luz era muy escasa, pero aun a la del sol habría sido muy difícil de reconocer en el inteligente rostro del doctor al zapatero de la buhardilla de París. Sin embargo, en sus facciones había siempre algunas arrugas, hijas de sus pasadas agonías, y únicamente su hija conseguía ahuyentar los negros recuerdos que con tanta insistencia le perseguían.

Lucía era el hilo de oro que le unía a un pasado, anterior a sus miserias y a un presente, posterior a sus desgracias. La dulce música de su voz y la alegría que reflejaba su hermoso rostro o el contacto de su mano, ejercían casi siempre sobre él una influencia beneficiosa, y decimos casi siempre, porque, en algunas ocasiones, el poder de la niña se estrellaba contra su tristeza, aunque la joven abrigaba la esperanza de que esos casos no se repetirían.

Darnay besó la mano de la joven, con fervor y gratitud y luego se volvió a su abogado, señor Stryver, para darle efusivamente las gracias. El abogado contaba apenas treinta años de edad, pero parecía tener veinte más por su corpulencia, por el color rojo de su rostro y por su aspecto fanfarrón y refractario a todo impulso delicado; pero era hombre que sabía franquearse el paso y adaptarse a toda clase de compañías y conversaciones para salir adelante en el camino que se había trazado.

Aun llevaba la toga y la peluca, y al ir a contestar a su defendido giró sobre sus tacones de manera que eliminó del grupo al inocente señor Lorry y dijo:

—Celebro haberos sacado del trance con honor, señor Darnay. Habéis sido víctima de una infame persecución que, sin embargo, pudo haber tenido el mayor éxito.

—Me habéis dejado agradecido para toda la vida —le dijo su cliente estrechándole la mano.

—Hice cuanto pude en vuestro favor, señor Darnay. Y creo que, por lo menos, puedo haber hecho tanto como otro.

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