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Authors: Charles Dickens

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Historia de dos ciudades (ilustrado) (9 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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Naturalmente, estas palabras tendían a que alguien le contestase: «Mucho más que otro», y el señor Lorry fue quien se lo dijo.

—¿Lo creéis así? —exclamó el señor Stryver—. En fin, habéis estado presente durante todo la vista y, al cabo, sois hombre de negocios.

—Y en calidad de tal —replicó el señor Lorry—, ruego al doctor Manette que ponga fin a esta conferencia y nos retiremos todos a nuestras casas. La señorita no parece encontrarse muy bien, y en cuanto al señor Darnay ha de haber sufrido mucho.

—¿Podemos marcharnos, padre mío? —preguntó la joven al anciano.

—Sí, vámonos —contestó dando un suspiro.

Se marcharon bajo la impresión de que el señor Darnay no sería libertado todavía aquella noche. El lugar estaba casi desierto y se apagaban ya las luces; se cerraban las puertas de hierro con gran ruido y la prisión quedaba vacía de público, hasta que al día siguiente volviera a poblarse y se celebrara nueva vista. El señor Stryver fue el primero en alejarse hacia el vestuario para cambiar de traje y Lucía y su padre salieron y tomaron un carruaje.

El señor Lorry y Darnay estaban juntos cuando se les acercó el señor Carton, en quien nadie había reparado hasta entonces, y dirigiéndose a los dos, les dijo:

—Ahora, señor Lorry, los hombres de negocios ya pueden hablar con el señor Darnay.

El señor Lorry se ruborizó al oír aquella alusión y contestó:

—Los hombres de negocios, que pertenecemos a una casa, no somos nuestros propios dueños, sino que hemos de pensar en ella constantemente.

—Ya lo sé —contestó el señor Carton—. No os apuréis, señor Lorry, pues sois tan buena persona como el que más y hasta mejor que muchos.

—En realidad, caballero —contestó el señor Lorry algo molesto—, no llego a comprender por qué os interesa esto. Y hasta si me permitís que haga uso de mi autoridad, como más viejo que vos, os diré que no sé a qué negocios os dedicáis.

—¡Oh, yo no tengo negocios de ninguna clase! —contestó Carton.

—Pues creed que es una lástima, porque si los tuvierais cuidaríais de ellos.

—Os equivocáis —le contestó Carton.

—Bien, hacéis mal, porque los negocios son cosa seria y respetable. Ahora, señor Darnay, permitidme que os felicite y espero que Dios os ha salvado este día para que llevéis una vida feliz y dichosa. ¡Adiós!

Y más irritado de lo que solía estar, el señor Lorry se alejó en su carruaje.

Carton que olía a vino y cuya cualidad no parecía ser la sobriedad, se echó a reír y se volvió hacia Darnay.

—Es una extraña casualidad la que nos ha puesto juntos —observó—, dado nuestro extraordinario parecido.

—Apenas me doy cuenta de nada —contestó Darnay, pues me resulta difícil comprender que aun pertenezco al mundo de los vivos.

—No es extraño. No hace mucho que estabais bastante más cerca del otro. Pero habláis con voz débil.

—Creo que, en efecto, estoy algo débil.

—¿Por qué, pues, no vais a comer? Por mi parte, mientras aquellos zoquetes deliberaban acerca del mundo a que habríais de pertenecer, me fui a cenar. Permitidme ahora que os lleve a la taberna más próxima en donde podréis comer.

Y, tomándolo del brazo, lo llevó a una taberna cercana, en Fleet-street. Allí pidieron un cuartito reservado, en donde Carlos Darnay restauró sus fuerzas con una modesta cena, en tanto que Carton, sentado ante él, se bebía tranquilamente una botella de Oporto.

—¿Empezáis a creer en la realidad de vuestra existencia en este mundo? —le preguntó.

—Todavía me siento extraordinariamente confuso por lo que respecta al tiempo y al lugar, mas empiezo a darme cuenta de que existo.

—Debe de ser una satisfacción inmensa.

Dijo esto con cierta amargura, mientras llenaba nuevamente su vaso que no tenía nada de pequeño.

—En cuanto a mí –añadió —mi mayor deseo es olvidar que pertenezco a este mundo.

Nada tiene el mundo bueno para mí, excepto el vino, y nada tengo yo bueno para el mundo. En eso somos tal para cual. Y hasta creo que vos y yo somos también parecidos en esto.

Darnay, que aun experimentaba los efectos de la emoción del día, y que estaba algo confuso por hallarse en aquel lugar con su Sosías, no encontró respuesta a aquella observación.

—Ahora que ya habéis, terminado de cenar —exclamó Carton, ¿por qué no brindáis, señor Darnay?

—¿Por quién?

—Pues por la persona cuyo nombre tenéis en la punta de la lengua. Estoy seguro de no equivocarme.

—¡Brindo, pues, por la señorita Manette!

—¡Por la señorita Manette! —exclamó Carton.

Y mirando a su compañero mientras bebía su vaso de vino, estrelló el suyo contra la pared. Luego agitó la campanilla y pidió otro.

—Es una niña deliciosa, con la que se haría muy a gusto un viaje en coche y a obscuras.

—Sí —contestó Darnay frunciendo las cejas.

—Vale la pena de compadecerse y de llorar por ella, y hasta la de que le juzguen a uno y de correr el peligro de ser condenado a muerte, sólo por ser objeto de su simpatía.

Darnay no contestó una sola palabra.

—Le complajo mucho escuchar el mensaje que por mi conducto le mandasteis. Desde luego no lo dio a entender, pero comprendí que era así.

La alusión sirvió para recordar a Darnay que su desagradable compañero le había salvado en el momento más difícil del día. Por eso dirigió en este sentido la conversación y le dio las gracias.

—No necesito el agradecimiento de nadie ni ello tiene mérito alguno —contestó Carton—. En primer lugar no tenía nada que hacer y luego no sé siquiera por qué lo hice.

Permitidme ahora, señor Darnay, que os haga una pregunta.

—Con mucho gusto, pues os estoy obligado.

—¿Creéis serme simpático?

—En realidad, señor Carton —contestó Darnay—, no me había preguntado tal cosa.

—Pues preguntáoslo.

—Habéis obrado como si os fuera simpático, pero creo que no os lo soy.

—Creo lo mismo y he de añadir que tengo formada excelente opinión de vuestra inteligencia.

—A pesar de ello —añadió Darnay agitando la campanilla—, nada de eso ha de impedir que os esté muy agradecido y que nos separemos como buenos amigos.

—Desde luego. ¿Y me estáis agradecido? —preguntó Carton. Y al ver que el otro contestaba afirmativamente, dijo al mozo que acudió al llamamiento de Darnay:

—Tráeme otra pinta de este mismo vino y ven a despertarme a las diez.

Una vez pagada la cuenta, Carlos Darnay se puso en pie y le deseó buena noche. Sin devolverle el saludo, Carton se levantó exclamando:

—Una palabra más, señor Darnay. ¿Creéis que estoy borracho?

—Creo que habéis bebido, señor Carton.

—¿Lo creéis? Ya sabéis que he bebido.

—Puesto que me lo decís, he de confesar que habéis bebido.

—Pues ahora vais a saber por qué. Soy un desilusionado, señor. No me importa nadie en el mundo y a nadie le importo yo.

—Es una lástima. Podríais haber hecho mejor uso de vuestro talento.

—Es posible, señor Darnay, pero tal vez no. A pesar de todo no tengáis demasiadas esperanzas, porque aun no sabéis lo que puede reservaros la suerte. Buenas noches.

Al quedarse solo, aquel hombre raro tomó una vela, se acercó a un espejo que colgaba de la pared y se observó minuciosamente.

—¿Me es simpático ese hombre? —murmuró ante su propia imagen—. ¿Por qué ha de serme simpático un hombre que se me parece tanto? No hay en mí nada que me guste. Y no comprendo por qué has cambiado así. ¡Maldito seas! A fe que merece simpatía el hombre que me demuestra lo que yo podría haber sido y no soy. Si fuera él podría haber sido objeto de la mirada de aquellos ojos azules y compadecido por aquel lindo rostro.

Pero vale más ser franco y decirlo claro. Odio a ese hombre.

Recurrió a su pinta de uno, en busca de consuelo, se lo bebió en pocos minutos y se quedó dormido con la cabeza sobre los brazos, con el cabello tendido sobre la mesa y mientras la cera de la vela caía sobre él.

Capítulo V

El chacal

E
n aquel tiempo se bebía mucho, y tanto es lo que el tiempo ha mejorado las costumbres, que si ahora diese una moderada cuenta de la cantidad de vino y de ponche que un hombre podía ingerir en una noche, sin detrimento de su cualidad de perfecto caballero, en nuestros días parecería ridícula exageración. Los que se dedicaban al foro, así como los de cualquiera otra profesión liberal, no estaban exentos de tal inclinación a los placeres de Baco; y ni siquiera el señor Stryver, que avanzaba muy aprisa en el camino de su lucrativa profesión, estaba por debajo de otros compañeros de carrera, por lo que se refiere a la afición a la bebida, como tampoco de cualquiera otro de sus amigos.

Favorito como era en Old Bailey y en los juicios que allí se celebraban, el señor Stryver destruía los peldaños inferiores de la escalera por la que se encaramaba rápidamente en su aspiración de ocupar los más altos puestos. Se había notado en el foro, que así como Stryver era hombre suelto de lengua, nada escrupuloso y atrevido, le faltaba, en cambio, la cualidad de extraer la quinta esencia de los asuntos que se le confiaban, condición imprescindible en un buen abogado, pero, inesperadamente, mejoró mucho acerca del particular y se pudo observar que a medida que iba teniendo más asuntos, mejor los resolvía, y aunque se pasaba las noches de claro en claro, bebiendo con su amigo Sydney Carton, no por eso dejaba de recordar a la mañana siguiente todos los puntos que le convenía conservar en la memoria.

Carton, el más perezoso de los hombres y el más incapaz de llegar a ser algo, resultaba el mejor aliado de Stryver. En el líquido que llegaban a beber los dos en un año, habría podido flotar un navío real. Ambos llevaban la misma vida y prolongaban sus orgías hasta altas horas de la noche; incluso se decía que, más de una vez, se vio a Carton en pleno día, dirigiéndose a su casa con paso vacilante, como gato calavera. Y por fin, los que podían sentir interés por aquellos dos hombres, convinieron en que si Carton no podía llegar a ser un león, por lo menos quedaba reducido a chacal y que en este carácter prestaba excelentes servicios a Stryver.

—Son las diez, señor —dijo el mozo de la taberna, a quien Carton encargara despertarle—. Las diez, señor.

—¿Qué hay?

—Son las diez, señor.

—¿Qué quieres decirme con eso? ¿Las diez de la noche?

—Sí, señor. Vuestro honor me ordenó despertarle.

—Es verdad. Ya me acuerdo. Muy bien.

Después de hacer algunos esfuerzos por dormirse otra vez, esfuerzos que contrarrestó el mozo removiendo el fuego por espacio de cinco minutos, se levantó, se puso el sombrero y salió. Se dirigió hacia el Temple y después de haberse refrescado con un ligero paseo, se dirigió a casa de Stryver.

El oficial de Stryver, que nunca asistía a estas conferencias, se había marchado ya a su casa, y el mismo Stryver acudió a abrir la puerta. Iba en zapatillas, se cubría con una bata y, para mayor comodidad, llevaba el cuello desabrochado. En sus ojos se veían dos círculos amoratados, propios de los que llevan una vida disipada.

—Llegas un poco tarde —dijo Stryver.

—A la hora de costumbre. Tal vez un cuarto de hora más tarde.

Se dirigieron a una habitación algo oscura, cuyas paredes estaban cubiertas de libros y con papeles por todas partes. El fuego estaba encendido y junto a él hervía una tetera; y en medio de la balumba de papeles se veía una mesa, en la que había algunas botellas de vino, de aguardiente y de ron, y también azúcar y limones.

—Veo que ya te has bebido tu botella correspondiente, Sydney.

—Esta noche me parece que han sido dos. He cenado con el cliente de hoy, o, mejor dicho, he visto como cenaba. Es lo mismo.

—Me sorprendió, Sydney, tu intervención acerca de la identificación del individuo. ¿Cómo te fijaste en el parecido?

—Me fijé en que era un hombre guapo y me dije que yo habría podido ser lo mismo si la suerte me hubiese favorecido.

El señor Stryver se echó a reír hasta el punto de que se movió su desarrollada panza.

—¡Tu suerte! —exclamó—. Pero ¡ea! Vamos a trabajar.

De mala gana el chacal se quitó algunas prendas de su vestido y, dirigiéndose luego a una habitación vecina, regresó con un cubo de agua fría, una palangana y una o dos toallas. Empapó éstas en el agua, las retorció para quitarles el exceso de líquido y se envolvió la cabeza con ellas, cosa que le dio feísimo aspecto, y sentándose a la mesa, exclamó:

—Estoy dispuesto.

—Esta noche no hay mucho que hacer, Sydney —exclamó Stryver mirando complacido los papeles.

—¿Cuánto?

—Dos procesos.

—Dame antes el peor.

—Aquí está, Sydney. Despáchalo pronto.

El león se sentó en un sofá, a un lado de la mesa, en tanto que el chacal se aposentaba en una silla, ante la mesa cargada de papeles y con las botellas y vasos al alcance de su mano. Ambos hacían frecuentes libaciones, pero cada uno a su modo, porque mientras el león estaba con las manos apoyadas en la cintura, mirando al fuego, o bien consultando distraídamente un documento, el chacal, por su parte, con las cejas fruncidas, estaba tan absorto en su tarea, que sus ojos no seguían los movimientos de la mano y a veces tanteaba con ella por espacio de un minuto, antes de hallar el vaso que llevar a los labios. Dos o tres veces el asunto le pareció tan enrevesado, que el chacal halló necesario levantarse y humedecer de nuevo sus toallas. Y de esos viajes en busca de agua volvía de un modo tan excéntrico, que no hay palabras para describirlo y resaltaba más aún por la gravedad que se pintaba en su rostro.

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