Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
En años sucesivos hubo otras expediciones vikingas, que llegaron a la costa norte de África y remontaron el Ebro hasta Pamplona, donde capturaron al magnate Sancho García, por cuyo rescate obtuvieron la respetable cifra de noventa mil dinares.
Los primeros reyes de Asturias, conscientes de su debilidad, procedieron con prudencia y cautela (en lo político, digo, porque en lo personal, a veces, pecaron de imprudentes; por eso, a Favila lo mató un oso en una cacería). Sólo ocuparon Galicia cuando los bereberes la abandonaron para retirarse a las tierras del sur, menos húmedas y más fértiles. Pero luego, viendo a los musulmanes enzarzados en una guerra civil, les pareció que recuperar el antiguo reino de los godos iba a ser pan comido y comenzaron a colonizar la tierras despobladas al norte del Duero. A pesar de todo, como no las tenían todas consigo, fortificaron sus pueblos y pasos con numerosos castillos, de donde procede el nombre de Castilla, que se le dio a la región más expuesta y mejor defendida, el valle del Mena y sus aledaños. Finalmente, García 1(911-914) se atrevió a trasladar la capital de Oviedo a León, cambio que psicológicamente mostraba su voluntad de extender el reino hacia el sur, recuperando las tierras musulmanas. Incluso lograron derrotar al ejército de Abd al-Rahman II en Simancas (938). Los colonos asturleoneses poblaron la Tierra de Campos, y otra vez se escuchó el familiar tañido de la campana cristiana sobre las espadañas de las nuevas iglesias, modestas y bellas construcciones como las de San Juan de Baños o la cripta de San Antolín de Palencia y San Pedro de la Nave en Zamora.
La cristiandad peninsular marchaba viento en popa, y los flamantes reyes de León estaban convencidos de que España entera les pertenecía como legítimos herederos de la monarquía visigoda. Pero les salieron primos respondones: por un lado, los vascos, que organizaron reino propio en Navarra y comenzaron a ampliarlo hacia el sur, con Sancho I (905-926), y por otro lado, los catalanes, desde que, en 988, el conde de Barcelona Borrell II, «por la gracia de Dios duque ibérico», aprovechó la decadencia del imperio franco para proclamarse independiente y ampliar sus dominios a otros condados que serían el germen de la futura Cataluña. Cataluña no había encontrado su nombre todavía, pero sus pobladores demostraban un notable espíritu emprendedor. Veintiún años más tarde se atrevieron a saquear Córdoba, devolviendo la visita de Almanzor a Barcelona en tiempos de Borrell II.
Con tan autorizados competidores, el rey de León tuvo que abandonar su utópico proyecto hegemónico y contentarse con ser un socio más del club peninsular. Además, le salieron hijos contestatarios. Los indóciles colonos de aquel rincón llamado Castilla mostraban cierta propensión a actuar por su cuenta, ignorando los formalismos y escribanías que les llegaban de la capital. Bastó que surgiera un líder, el conde de Fernán González (¿930?-970), para que se independizaran y formaran una entidad aparte, que, con el tiempo, eclipsaría al tronco del que salió y al resto de los reinos peninsulares.
Aquellos primitivos castellanos tenían prisa por crecer y en seguida se diferenciaron hasta en el habla. Dieron en parlar castellano, también llamado español, ese dialecto seco y sabroso como las vides de La Rioja en la que nació, que hoy, después de siglos de gloriosa madurez, es el segundo idioma del mundo. Precisamente uno de los mayores despropósitos del actual Estado de las autonomías consiste en que la cuna del primitivo castellano no esté ya en Castilla.
El poema de Fernán González nos da una visión ingenua y recia de los primeros castellanos:
Era toda Castilla sólo una alcaldía
a pesar de ser pobre y de poca valía
nunca de buenos hombres fue Castilla vacía:
de cómo fueron ellos lo sabemos hoy día.
Fue de los castellanos el principal cuidado
elevar su señor al más alto estado;
de una alcaldía pobre, hiciéronla condado,
tornáronla después cabeza de reinado.
Se llamó don Fernando este conde primero,
nunca hubo en el mundo otro tal caballero;
éste fue de los moros implacable guerrero,
por sus lides decíanle el buitre carnicero.
Creció Castilla, creció Navarra, creció Cataluña, y ya no quedó tan clara la hegemonía que pretendían los reyes de León. No obstante, como de ilusión también se vive, continuaron insistiendo en que ellos eran los legítimos herederos de los visigodos. Hasta incurrieron en la ficción de titularse emperadores, es decir, reyes de reyes, para sentar su primacía sobre los otros reinos cristianos.
La euforia y el gozo no duraron mucho. Cuando parecía que los moros estaban a punto de desmoronarse ante el empuje cristiano, se recuperaron y contraatacaron. En muy pocos años, la situación se invirtió, y los embajadores de León, de Navarra, de Barcelona y de Castilla tuvieron que guardar turno para postrarse ante el califa para lo que gustara mandar y llenarle las arcas con tributos.
Pero antes de referir estas miserias conviene que hagamos un alto para ver qué fue de los hispanogodos que, convertidos al islam o no, vivían en tierras musulmanas. Ellos protagonizaron dos famosas rebeliones, una espiritual y otra armada: la de los mártires de Córdoba y la del guerrillero Ibn Hafsun, que, según dicen, estuvo en un tris de dar en tierra con el poder del islam español.
El Estado cordobés entró en crisis en la segunda mitad del siglo IX. A los conatos independentistas de los gobernadores militares de las provincias fronterizas se sumaron las epidemias y las malas cosechas, la corrupción de los funcionarios y la crisis económica generalizada.
«Donde no hay harina todo es mohína», dice el refrán castellano. Para colmo, en la numerosa comunidad cristiana de Córdoba florecieron dos fundamentalistas, Eulogio y Álvaro, que, consternados por la creciente islamización de sus feligreses (muchos de los cuales vestían chilaba, parlaban algarabía, se aficionaban a los baños e imitaban otras costumbres no menos perniciosas de la secta de Mahoma), convocaron a sus ovejas a una tanda urgente de ejercicios espirituales y consiguieron que trece aspirantes al martirio, entre ellos dos mujeres, las vírgenes Flora y María, se presentaran ante la autoridad islámica para insultar a Mahoma. Era un modo expeditivo de alcanzar el martirio, puesto que, en el islam, la blasfemia se castiga con la muerte (aún hoy, recuerden la sentencia que pesa sobre el escritor Salman Rushdie).
Ocurrió lo que se esperaba: las autoridades religiosas dictaron sentencia, y los blasfemos fueron ejecutados. Al olor del martirio, el fundamentalismo cristiano creció y nuevos aspirantes a mártires se presentaron ante los jueces. El movimiento creó un problema de orden público y deterioró las relaciones, hasta entonces pacíficas, de las dos comunidades. El propio Abd al-Rahman II tomó cartas en el asunto y convocó un concilio en Toledo, sede de la máxima autoridad religiosa cristiana, en el que los obispos prohibieron a los fieles que provocasen a los musulmanes. No todos obedecieron, claro, porque, como las actitudes irracionales en seguida encuentran eco, los aspirantes a mártires perseveraban en su suicida actitud. Muhammad I, sucesor de Abd al-Rahman II, actuó con mano dura contra la misma raíz del problema y decapitó al predicador Eulogio (que, naturalmente, la Iglesia proclamó santo). Huérfano de su guía espiritual, el movimiento decreció rápidamente. En total, habían alcanzado la palma del martirio cincuenta y tres cristianos.
Con mártires o sin ellos, la comunidad mozárabe disminuía sin cesar porque, aparte de los que se convertían al islam, muchos otros miembros emigraban a los reinos cristianos. En la medida en que disminuían los contribuyentes cristianos, la presión fiscal sobre los musulmanes aumentaba y, con ella, el malestar de los más desfavorecidos, que finalmente estalló en una serie de revueltas.
Los muladíes (descendientes de cristianos convertidos al islam), descontentos con su condición de ciudadanos de segunda, se alzaron contra la clase árabe dominante. La rebelión más consistente la acaudilló Ibn Hafsun, nieto de cristiano, aunque musulmán de nacimiento, que mantuvo en jaque, durante treinta años, a sucesivos emires de Córdoba.
El nuevo Viriato comenzó sus correrías en la serranía de Ronda, como los bandoleros de faca y trabuco. A poco de alzar el banderín de enganche logró agrupar a una numerosa turba de desheredados, a la que convirtió en un ejército. Dominó un amplio territorio entre Algeciras y Murcia, y algunas grandes ciudades (Écija, Priego, Archidona, Baeza y Úbeda). Finalmente, el emir Abd Allah logró derrotar al rebelde aprovechando que su tardía conversión al cristianismo había enajenado la voluntad de los seguidores musulmanes.
Cuando las cosas comenzaron a irle mal, incluso muy mal, Ibn Hafsun, oportunista como siempre, falleció. Fue en 917. Un cronista árabe le dedicó el siguiente epitafio: «Fue columna de los infieles, cabeza de los politeístas, tea de la guerra civil y refugio de los rebeldes. Su muerte fue anuncio de toda fortuna y prosperidad.»
La tumba de Ibn Hafsun fue profanada, y su cadáver, exhumado. Lo habían sepultado con arreglo al rito cristiano, la cabeza vuelta hacia Oriente y las manos cruzadas sobre el pecho. El macabro trofeo fue exhibido en una puerta de la muralla de Córdoba.
La capital desde la que Ibn Hafsun desafiaba el poder de Córdoba era «un castillo inaccesible a ochenta millas de Córdoba [...] sobre un cerro peñascoso y aislado [...] donde hay muchas casas, iglesias y acueductos» (al-Himyari). La localización de este castillo ha producido tremendos quebraderos de cabeza a los historiadores, que se empeñaron en identificarlo con la villa aragonesa de Barbastro, lo que los obligaba a hacer auténticos malabarismos con el tiempo y las distancias para que cuadraran los plazos en que, según las crónicas, los ejércitos califales acudieron a sitiar la fortaleza. Hoy se acepta que Bobastro estaba en las montañas del norte de Málaga, quizá en las Mesas de Villaverde, lugar evocador, donde hay una iglesia excavada en la roca, o en Masmúyar, junto al pintoresco pueblecito de Comares, donde afloran, entre los olivos, abundantes vestigios de loza medieval e incluso un aljibe subterráneo sostenido por arcos de herradura sobre pilastrillas.
Cuando el joven Abd al-Rahman III heredó el trono de su abuelo, al-Andalus estaba en franca decadencia, con los caudillos bereberes, árabes o muladíes desentendidos del gobierno central, la economía en recesión, el comercio exterior en crisis y las arcas del Estado casi exhaustas. Por si fuera poco, en 910 una dinastía fatimí de la secta chiíta, enemiga jurada de los omeyas, se había instalado en el Magreb y conspiraba para extender su dominio hasta al-Andalus.
Abd al-Rahman III no se amilanó. Aprovechando el entusiasmo popular que suscitó la derrota de Ibn Hafsun, se proclamó califa o jefe espiritual de su pueblo. La medida, que su antecesor el primer omeya nunca se atrevió a tomar, no escandalizó a nadie. Corrían ya otros tiempos y hacía años que la unidad espiritual del islam se había roto. Los califas fatimíes del norte de África hacía tiempo que ignoraban la autoridad de Bagdad.
Pacificado y ordenado su reino, el flamante califa andalusí dirigió su mirada a los reinos cristianos del norte, cuyos reyes, envalentonados por la inepta pasividad de los últimos emires cordobeses, se habían vuelto muy osados y lanzaban frecuentes expediciones de saqueo contra la frontera musulmana. Ya iba siendo hora de bajar los humos a tan molestos vecinos. En verano de 939, Abd al-Rahman III se puso al frente de un gran ejército y marchó contra los cristianos, pero le tendieron una celada cerca de Simancas y lo derrotaron. Comprendió que su ejército era poco operativo y que las tropas voluntarias que lo integraban resultaban más un estorbo que una ayuda.
Los ejércitos del islam se han nutrido tradicionalmente de voluntarios porque Mahoma prometió el paraíso a los caídos en Yihad (guerra santa), pero en la época de Abd al-Rahman los voluntarios no eran ya de la misma calidad que los que habían conquistado medio mundo dos siglos antes. Ahora había mucho holgazán procedente de las ciudades, mucho hortelano escaqueado, mucho oportunista más atento a la llamada del rancho que a la instrucción de las armas. No eran adecuados para combatir contra los cristianos, cuya aristocracia había convertido la guerra en la única profesión honorable. Así lo comprendió Abd al-Rahman y, antes de intentar un desquite, reformó radicalmente el ejército, prescindió de las tropas autóctonas y reclutó gran cantidad de mercenarios extranjeros, principalmente eslavos y también cristianos del norte. Más adelante contaría con mesnadas cristianas completas, cedidas por condes cristianos feudatarios de Córdoba. Esta vez planeó cuidadosamente su ataque contra los reinos del norte; incluso construyó dos bases de apoyo en Medinaceli y Gormaz.
¡Gormaz! ¡Qué hermoso parece el castillo más antiguo de Europa, en medio del páramo soriano, recorrido por el majestuoso Duero! Se llega en coche, cómodamente, hasta el pie del muro. Por dentro, el castillo es llano, largo y herboso, como una alameda. El visitante escucha el silbo del viento en el silencio perfecto de sus ruinas y ve recortarse, allá en lo alto, sobre el impoluto cielo azul, el vuelo coronado del buitre.
La Reconquista, ya aceptada como lógica herencia de los desposeídos visigodos, tendría que esperar. Las fuerzas de los reinos cristianos eran tan menguadas que ni siquiera bastaban para defender sus fronteras del renovado ejército de Abd al-Rahman III. Por lo pronto, los amenazados reinos cristianos se apresuraron a enviar embajadas amistosas a Córdoba. Todos tuvieron que pasar por la taquilla: leoneses, navarros, catalanes, incluso los fieros castellanos.
Ya sé que el escéptico lector tiene oído que los cristianos tributaban cien doncellas al año con destino al harén del califa, pero esa piadosa y libidinosa leyenda cristiana es pura fantasía, por más que se esfuerce en acumular datos y que asegure que la vergonzosa contribución databa de los tiempos del rey Mauregato (783) y que sólo dejó de pagarse cuando Santiago Apóstol en persona descendió en su caballo blanco, espada en mano, para capitanear las mesnadas cristianas que derrotaron a los musulmanes en la batalla de Clavijo.