Historia de España contada para escépticos (15 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Pasaron cuatro años durante los cuales la tormenta almorávide amainó. Alfonso VI, ya repuesto de la paliza, tornó a la cancha, buscando el desquite. Como antaño hiciera Abd al-Rahman cuando fortificó Gormaz y Medinaceli en las mismas narices de los cristianos, construyó una base estratégica, desde la que podría atacar cómodamente las tierras musulmanas. Desde el castillo de Aledo, entre Valencia y Murcia, sus expediciones de saqueo llegaron hasta las cercanías de Sevilla.

Ibn Tashufin regresó nuevamente a al-Andalus reclamado por al-Mutamid. Ya se había percatado de que los reyezuelos de la Península eran unos corruptos, que mientras le enviaban regalos y embajadas andaban en tratos secretos con los cristianos. Una vela a Dios y otra al diablo.

El clero musulmán de los reinos de taifas había visto desvanecerse su poder e influencia a medida que la sociedad se apartaba de los preceptos coránicos y se volvía más laica. Aquella acendrada fe que demostraban los almorávides, aquel fanatismo, era lo que ellos ambicionaban para su feligresía. Comunicaron a Ibn Tashufin que lo apoyarían incondicionalmente y pondrían a su servicio su influencia sobre el pueblo llano si incorporaba al-Andalus al imperio. Ibn Tashufin aceptó. En 1090 desembarcó en al-Andalus por tercera vez. Primero se apoderó del reino taifa de Granada, cuyo reyezuelo era tributario de Alfonso VI. Los almorávides se dejaron de cortesanías y remilgos: desnudaron al rey y a su anciana madre para asegurarse de que no ocultaban joyas.

En vista de la suerte de su colega y vecino, el rey de Sevilla, al-Mutamid, se vio obligado a mendigar la ayuda de su gran enemigo, Alfonso VI, un gesto tan tardío como inútil. Entregó Sevilla, tras un breve asedio, y los almorávides lo enviaron encadenado a Agamat, en Marruecos, donde murió en la pobreza. Un poeta andalusí le dedicó estos versos:

Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadalquivir, cuando estaban las naves como los muertos en sus fosas. Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban las perlas en las espumas del río. Caían los velos porque las muchachas no cuidaban de cubrirse, y se desgarraban los rostros como otras veces los mantos. Cuando llegó el momento de la partida, ¡qué tumulto de adioses, qué clamor de doncellas y galanes!

Los almorávides se extendieron rápidamente por todo al-Andalus. En menos de dos años (1090-1091), dominaron todas las ciudades, a excepción de Zaragoza, y derrotaron repetidamente a los cristianos.

Durante medio siglo, al-Andalus quedó incorporada al imperio almorávide, que abarcaba desde Zaragoza al río Níger y desde Lisboa a los arenales de Libia. Los rigurosos guerreros del velo fueron bien recibidos por el clero, al que le devolvían el poder y la importancia social de antaño. También los aplaudió el pueblo bajo, que se consolaba con la desgracia de la opulenta y regalada aristocracia andalusí. Ya se sabe, la envidia, ese cáncer de España.

Las costumbres islámicas se restauraron en toda su pureza... durante un tiempo, porque al final ocurrió lo de siempre: los almorávides, aquellos adustos y severos guerreros del desierto, se aficionaron a los paseos por los jardines perfumados de mirto y azahar, a las siestas bajo el emparrado, escuchando el chorrito de agua de la fuente, a los blandos lechos, al cordero asado con miel y piñones, a la mirada chispeante de las cordobesas de caderas anchas como búcaros, a la risa cantarina de las sevillanas, a los pechos opulentos de las levantinas, a la vida amable y regalada que les procuraban las mansiones de la aristocracia andalusí. Los menos obtusos se percataron de que la vida brinda otros goces aparte de rezar cinco veces al día mirando a La Meca y dejarse matar por imponer al prójimo una idea religiosa. Fueron sucumbiendo a los halagos de la vida muelle, fueron pareciéndose, ¡ay!, a aquella aristocracia viciosa que tanto habían despreciado sólo unos años antes. El resultado fue desolador: se relajó el fanatismo político, se atemperó el ardor militar, los feroces guerreros del desierto dejaron de apestar a chotuno para oler a perfume y se aficionaron más a dormir en cama suave que en la dura tarima cuartelera.

Al propio tiempo, la España cristiana no había dejado de fortalecerse. Llegó un momento en que la balanza de la potencia militar se inclinó otra vez del lado cristiano.

CAPÍTULO 31
Herencias, lindes y conflictos (1035-1157)

Veamos ahora cómo marchaban las cosas por el norte. Allí el sentido de la nacionalidad todavía no estaba muy desarrollado. Por el contrario, el de la propiedad estaba desarrolladísimo. Continuamente observamos una contradicción que nos deja un tanto perplejos: por una parte, nobles y reyes aspiran llanamente a hacerse con las propiedades de sus linderos, a ampliar sus fincas; por otra, cuando mueren, suelen repartir el patrimonio entre los herederos directos. Entonces, lo que parecía que iba camino de convertirse en un Estado fuerte, se fragmenta entre hermanos que se odian y codician la herencia fraterna. Y vuelta a empezar.

El caso más flagrante es el del rey navarro Sancho III el Mayor (1000-1035), un hombre que, si Dios le llega a alargar los días, hubiese sido capaz de conquistar España entera y África hasta Ciudad del Cabo. En una vida de constante batallar, amplió sus territorios por Aragón, sometió a vasallaje a los catalanes, ocupó Castilla y asumió el título de emperador en la propia ciudad de León, tomada por sus tropas: un notable esfuerzo integrador. Pero luego, en el testamento, lo echa todo por la borda y reparte lo ganado entre sus tres hijos: Navarra, para García III; Castilla, para Fernando I, y Aragón, para Ramiro I. A partir de esta herencia, Castilla y Aragón, hasta entonces condados, se convirtieron en reinos.

Castilla correspondió al segundo hermano, Fernando I, que había heredado la energía y acometividad del padre. En pocos años, derrotó y mató al rey de León (y se quedó con el título de emperador, más decorativo que otra cosa, que ostentaba el difunto); derrotó a sus hermanos, derrotó a los moros y sometió al pago de parias a los reyezuelos taifas de Toledo, Sevilla y Badajoz. Luego, a su muerte, su testamento vuelve a truncar el esfuerzo integrador de tanta conquista porque, al igual que su padre, divide los reinos entre sus hijos (Castilla para Sancho II, León para Alfonso VI, Galicia para García), y deja nuevamente a tres hermanos como tres lobos insaciables, mirándose de soslayo y queriéndose mal. Al más débil y apocado, García, lo destronaron y pasó el resto de su vida preso de sus hermanos, primero de Sancho y luego de Alfonso. Poco antes de morir, cuando estaba ya muy enfermo, Alfonso intentó aliviarle las cadenas, pero él se negó dignamente, y murió y lo enterraron con ellas. Eliminado el benjamín, quedaban Sancho II y Alfonso VI, a cuál más taimado. Alfonso VI derrotó a su hermano y es posible que ordenara su muerte. El caso quedó tan oscuro como la muerte de Kennedy.

Los súbditos del rey difunto, castellanos secos y altivos, entre ellos el Cid, sospechaban que el asesino cumplía órdenes de Alfonso. Por eso, antes de aceptarlo como rey, le hicieron jurar en Santa Gadea de Burgos, «do juran los fijosdalgo», que era inocente del magnicidio:

Las juras eran tan recias

que al buen rey ponen espanto.

En aquel episodio, el nuevo rey de Castilla y León tomó ojeriza al Cid, el cual, en su categoría de héroe nacional, merece capítulo aparte.

CAPÍTULO 32
El Cid Campeador

Sólo un cristiano, Rodrigo Díaz de Vivar,
el Cid,
hizo la guerra con éxito a los almorávides e incluso logró conquistar y mantener un reino de taifa, en Valencia. El Cid, tan famoso gracias a la escuela patriótica, a la literatura, a Menéndez Pidal y a Charlton Heston, fue un noble menor castellano, que, todavía joven, se enemistó con Alfonso VI por aquello de la jura, pero después de la derrota de Zalaca o Ságrajas regresó a la obediencia real, aunque no por mucho tiempo, pues Alfonso VI lo desterró, confiscó sus bienes y encarceló a su familia porque le pareció que había remoloneado cuando lo convocó para defender el castillo de Aledo. El Cid continuó la lucha en solitario y conquistó un considerable territorio en torno a Valencia, sobre el que reinó felizmente hasta su muerte. El titulo Cid, de
sidi
, «señor», se lo otorgaron sus propios súbditos árabes. Lo de
campeador
quiere decir «que ejerce en el campo», donde se batalla. Ya la nobleza se va dividiendo en ciudadana o cortesana y campeadora, que es la que soporta el peso de la guerra.

Valencia se mantuvo como un bastión inexpugnable en vida del Cid, protegiendo todo Levante, pero cuando Rodrigo Díaz murió todo el tinglado se vino abajo. Los almorávides conquistaron Valencia y, a poco, también Zaragoza.

Alfonso VI, imparable, ganó Toledo en 1085. La antigua capital de los visigodos era todo un símbolo. ¿Podría aquel rey reconstruir el añorado reino godo? También los musulmanes entendieron el mensaje: nada hay seguro en este mundo; los cristianos podían expulsarlos de sus almunias, de los huertos y los jardines, y enviarlos de regreso al pedregal africano, el de los camellos y los escorpiones. El taimado rey de Castilla pretendía conquistar Valencia para cortar el avance hacia el sur de navarros, aragoneses y catalanes. Quería quedarse toda la tarta de al-Andalus para él solo y quizá lo hubiera conseguido de no haber fallecido prematuramente.

A Alfonso VI lo sucedió su hija Urraca, una viuda vistosa, que se casó con el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador. Ésta fue la primera unión, frustradísima, entre Aragón y Castilla. Fueron grandes bodas, pero los caracteres de los regios esposos eran tan incompatibles que el matrimonio tuvo que ser anulado alegando que eran parientes. (Curioso y repetido expediente que muestra hasta qué punto la Iglesia conchabada con el poder usa una doble moral: por una lado, concede dispensa para que los parientes próximos se casen, pero si las razones de Estado cambian y ya no conviene, alega consanguinidad y anula el matrimonio.) Parece que el rey aragonés, aunque Batallador, no contentaba a la fogosa Urraca en el lecho, o sea que le gustaba más una trifulca que una remonta. Por otra parte, como suele suceder a los esposos menguados, el rey era tremendamente celoso y en alguna ocasión se le escapó alguna bofetada cuando acusaba a su esposa de
putear
(así lo dice el cronista), es decir, de serle infiel con el conde Gómez de Candespina, al que asesinó. «Era supersticioso, misógino y gran sufridor de trabajos en la guerra», dice su biógrafo. Algo es algo.

Urraca, ya separada, dejó sus reinos a un hijo de su anterior matrimonio, Alfonso VII, un hombre sagaz y de firme voluntad.

Volviendo al tema de las herencias, el colmo de la extravagancia se da en este Alfonso I el Batallador, que vemos tan infelizmente casado con Urraca. Este hombre dejó sus estados a las órdenes militares (templarios, hospitalarios y caballeros del Santo Sepulcro). Como es natural, los magnates no respetaron el testamento y eligieron un rey por su cuenta. Más vale rey conocido por malo que sea, pensaron, que estar en manos de frailes rapaces, que ya se sabe cómo es la gente de Iglesia.

Estas componendas patrimoniales y matrimoniales hacen a veces extraños compañeros de alcoba. Por ejemplo, el reino de Aragón absorbe Cataluña cuando Alfonso II hereda de su madre el reino de Aragón y de su padre el condado de Barcelona. A partir de entonces, aragoneses y catalanes permanecen unidos durante el resto de la Edad Media, a pesar de sus diferentes caracteres e intereses, los unos aristócratas terratenientes y hortelanos del Ebro, apegados a la tierra, los otros inquietos marinos y mercaderes, con el ojo puesto en el Mediterráneo, que vuelve a ser la gran lonja comercial que había sido en la antigüedad.

Otro matrimonio que traería cola, el de las hermanas de Alfonso VI, Urraca y Teresa. Las dos se casaron con dos príncipes de Borgoña, Raimundo y Enrique, y tuvieron hijos que fundarían las dinastías de León y Portugal. Con el hijo de Urraca, Alfonso VII, entra en los reyes españoles el prognatismo mandibular de la casa de Borgoña, que luego se reforzará, siglos andando, cuando Juana la Loca se case con otro príncipe de aquella casa, Felipe el Hermoso. Aquí comienzan las degeneraciones de la sangre de las casas reales de los Austrias y los Borbones, fruto de repetidos enlaces consanguíneos, que tantos reyes bobos, tontos y tarados han dado a la historia de España. Qué se le va a hacer; entonces no se conocían los desastrosos efectos de la consanguinidad. Y suerte que algunas reinas incurrieron en deslices y permitieron que renuevos sanos se injertaran en los podridos y mendaces árboles genealógicos.

Regresemos ahora al hijo de doña Urraca, que parece que nos estábamos apartando un poco del tema. Este Alfonso VII se coronó emperador en la catedral de León y heredó todo el impulso conquistador de su tío Alfonso VI. Le salieron dos competidores de su talla: en Portugal, su primo Alfonso I Enriques (hijo de aquel Enrique de Borgoña casado con la infanta Teresa), que, en cuanto heredó de su madre el condado de Portugal, lo declaró reino y se desvinculó de León. Aquí comienza la brillante historia de Portugal, que, en el mismo reinado, conquista lo que será su bella capital, Lisboa.

Las cosas marchaban mal, y no sólo en al-Andalus. A los almorávides les crecían los enanos por todo el imperio. El mosaico de tribus y pueblos que el entusiasmo fundamentalista de la primera hora había unido comenzaba a disgregarse. Nuevamente, las tensiones internas y los intereses tribales prevalecían sobre el fervor y la doctrina.

¿Y las conquistas? Los almorávides habían perdido su músculo de antaño. Ahora, mitigada la fiereza del fanático, tenían que contratar mercenarios cristianos para defender sus ciudades. Era un secreto a voces que los alfonsos afilaban la cuchilla para repartirse la tarta musulmana. (Los musulmanes de la época llamaron genéricamente
alfonsos
a los cristianos por la coincidencia del nombre que se dio en distintos reyes: en Aragón, Alfonso el Batallador; en Castilla, Alfonso VII; en Portugal, Alfonso I Enriques.)

Los alfonsos se cebaron en la vaca moribunda de al-Andalus. En 1118, el Alfonso aragonés había conquistado Zaragoza. Siete años más tarde, una expedición cristiana saqueó Levante y Murcia casi sin encontrar resistencia. El Alfonso portugués conquistó Lisboa. El Alfonso castellano invadió Andalucía y conquistó el puerto de Almería, un enclave estratégico y comercial de primer orden.

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