Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
No se ha demostrado que los instigadores del motín contra Esquilache fueran los jesuitas.
Los ilustrados fundaron sociedades de amigos del país destinadas a catequizar a sus compatriotas sobre los beneficios de la libre empresa y a divulgar las modernas técnicas agrícolas y artesanales. Estas propuestas hallaron escaso eco. España ya era, irremediablemente, diferente. En otros países, los ilustrados habían impulsado sus reformas apoyándose en una activa e inquieta clase media. En España, esa clase que debía suministrar los misioneros del progreso, no existía. El nuestro seguía siendo un país campesino, inculto y atrasado, con un pueblo cerril, impermeable a toda idea renovadora. Además, había que contar con el inmenso poder de la Iglesia, gran enemiga de los cambios, y con la resistencia de la nobleza, anclada en sus privilegios de clase. El rústico cacique se cerró al progreso, adoctrinado por el cura en pausadas tertulias de bizcocho y chocolate, en el cuarto de respeto, con señoras de misa y comunión diaria enlutadas y dignas. La Iglesia tenía una fuerza tremenda y no estaba por la labor de acatar ideas disolventes llegadas de Francia, donde eran enarboladas por ateos y librepensadores de la calaña de Voltaire y Rousseau. La revolución francesa, con su secuela de subversión social y aniquilamiento de la aristocracia, vino a darles la razón desde su particular punto de vista.
Ningún ministro ilustrado se atrevió a lidiar el inmenso toro negro de la Iglesia. Juntando mucho valor, a todo lo que llegaron fue a expulsar a los jesuitas (una medida que ya habían tomado Francia y Portugal), lo que, a la postre, no trajo consecuencia alguna porque la pluriforme y adaptable Iglesia siguió obstaculizando el progreso.
La renovación económica no tuvo más suerte que la social. Naturalmente, los ilustrados propusieron una reforma agraria que pusiera a producir las grandes fincas mal cultivadas o dedicadas a dehesa ganadera en Andalucía, Castilla y Extremadura. La idea era buena, pero no hubo gobierno que se atreviera a ponerle el cascabel al gato. La gran aristocracia y la Iglesia, propietarias de la tierra, eran todavía dos escollos formidables contra los que ningún ministro quería hacer naufragar su carrera política. La Iglesia había acumulado un gigantesco patrimonio agrícola procedente de donaciones pías inalienables (
manos muertas
), que estaba, como casi todo lo demás, pésimamente administrado.
Quedaba la industria, el último cartucho. Pero la industria no consiguió despegar de la mera producción artesana para mercados regionales o poco más y preferentemente en la periferia (textiles en Cataluña, hierro en Vasconia, pesca en Galicia y Andalucía) mientras que el centro de Castilla permanecía comparativamente atrasado. Algo remedió la supresión del monopolio del comercio americano, que había pasado de Sevilla a Cádiz, y la liberalización de la economía colonial combinada con su reestructuración administrativa. Inmediatamente, los impuestos americanos se multiplicaron, lo que alarmó a las oligarquías locales, que ganaban más cuando estaban peor administradas. En ese clima de descontento, se fue preparando el terreno para los movimientos independentistas que estaban a la vuelta de la esquina. Tampoco encantó a los ingleses, que estaban acostumbrados a hacer grandes negocios en América aprovechando la incompetencia comercial española.
Todo el buen juicio que asistió a Carlos III en la política interior (otra cosa es que los logros correspondieran a los objetivos) se le turbó en la exterior. Para empezar, se implicó en una alianza con Francia (el tercer Pacto de Familia) dejándose arrastrar por su odio a Inglaterra. Los Borbones no aprenden, pero tampoco olvidan, y a Carlos III le seguía escociendo un humillante chantaje al que lo sometieron los ingleses en 1742, cuando todavía era rey de Nápoles. Una escuadra inglesa fondeada en la bahía lo obligó a jurar neutralidad en el conflicto austríaco bajo amenaza de bombardear su capital. Por el Pacto de Familia, España se implicó en la guerra de los Siete Años al lado de Francia y contra Inglaterra. Como es natural perdimos la guerra y con ella volaron unas cuantas colonias americanas (entre ellas Florida y el Misisipí), aunque, como compensación, Francia nos traspasó la Luisiana. También ganamos experiencia porque, después de esta guerra, Carlos allegó la sabiduría necesaria para acuñar aquella famosa máxima de gobierno: «Con todos guerra y paz con Inglaterra.» Otros se la atribuyen a su ministro Carvajal y Láncaster, y otros, a Fernando VI. Tanto da.
Después, con singular miopía y nuevamente a remolque de Francia, España apoyó la independencia de las colonias inglesas en América (los Estados Unidos actuales) sin advertir el funesto ejemplo que daba a las suyas. Éstas no tardarían en seguir el ejemplo de las inglesas y sacudirse su yugo colonial. Un aspecto positivo fue que recuperó de los ingleses Florida y la isla de Menorca, pero no Gibraltar.
Carlos III hubiera sido relativamente feliz de no haberle preocupado tanto las crecientes muestras de imbecilidad que le daba su hijo y heredero. Por ejemplo, en una tertulia cortesana en la que se conversaba sobre esposas adúlteras, el príncipe, futuro Carlos IV, dejó caer:
—Nosotros los reyes, en este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales.
—¿Por qué? —quiso saber su augusto y algo amoscado padre.
—Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a ningún hombre de categoría superior con quien engañarnos.
Carlos III se quedó pensativo y luego sacudió la cabeza y murmuró con tristeza:
-¡Qué tonto eres, hijo mío, qué tonto!: ¡Las reinas también pueden ser putas!
Éste era Carlos IV, un infeliz grandón y brutote, sonrosado y regordete, quizá un pelín feminoide, de mínima cabeza, ojos vacunos y enorme nariz borbónica. Hasta que sus obligaciones lo ataron al trono solía campar por las cocheras y cocinas de palacio, donde se sentía más cómodo que en los salones, y prefería departir en corrillos de criados y palafreneros antes que en tertulias y consejos de ilustrados.
Lo casaron con su prima María Luisa de Parma (de quien recibió el nombre la
hierba luisa
), seguramente la reina menos agraciada que ha tenido España, quizá hasta Europa, la cual le salió, además, ninfómana sin que sepamos a ciencia cierta la parte que cupo al monarca en los catorce hijos (y diez abortos) que tuvo. Por lo menos uno de ellos, el infante don Francisco de Paula, se parecía muchísimo a Godoy. Este Godoy era un jayán guaperas con tendencia a la obesidad, que fue amante semioficial de la reina toda la vida. Es fama que la reina le echó el ojo cuando era un simple guardia de corps en palacio y lo encumbró hasta el rango de príncipe de la Paz y valido todopoderoso del rey. Fue un civilizado
menáge a trois
: el rey salía de caza todos los días para que Godoy visitara los aposentos de la reina en su ausencia. Para mayor discreción y comodidad, el valido utilizaba un pasadizo secreto. El caso es que, a pesar de lo claro que parece todo, diversos indicios inducen a sospechar que quizá el rey era tan imbécil que ignoraba el asunto del valido con su mujer, a no ser que pensemos que era un redomado farsante. En una ocasión comentó confidencialmente a la reina:
—¿Sabes lo que murmura la gente? Que a Manolito lo mantiene una vieja rica y fea.
La correspondencia íntima de la reina con Godoy está repleta de emotivos detalles, como corresponde a una pareja romántica. Le comunica, por ejemplo, que le ha bajado la regla, «la novedad, mis achaques mensiles».
María Luisa también le fue infiel a Godoy, al que a veces alternó con un tal Mallo y con otros garañones cortesanos, pero, no obstante, parece que sintió un gran amor por el valido. Camino del exilio, solicitó «que se nos dé al Rey, mi marido, a mí y al príncipe de la Paz con qué vivir juntos todos tres en un paraje bueno para nuestra salud».
Al trío le tocó vivir una época de grandes cataclismos históricos. Durante todo el siglo precedente, España había crecido bajo la tutela de la superpotencia de allende los Pirineos. De pronto, en 1793, la Revolución francesa decapitó al Borbón francés y dejó a sus parientes españoles como huérfanos.
¡El pueblo en armas contra la opresión de la monarquía! Un huracán republicano amenazaba los palacios de las casas reales europeas y los castillos y mansiones de la aristocracia. Las pesadas lámparas de cristal, los recargados aparadores, las cuberterías de oro, las vajillas de cristal tallado, los cortinajes de damasco, los clavecines taraceados de marfil, las silentes arpas en las salas de música, los bellos y suntuosos objetos que testimoniaban la explotación de los humildes por los privilegiados, ya no se contemplaban con la misma seguridad arrogante de la víspera. Algo se había alterado para siempre en la mecánica celeste. Las aristocracias europeas temblaron ante la posibilidad de que cundiera el ejemplo francés en sus propios reinos. Los reyes que hasta ayer mantenían abiertas viejas rencillas dinásticas firmaron precipitadamente la paz y corrieron a alistarse en el banderín de enganche que abrían los ingleses, siempre oportunistas, contra su tradicional enemigo, Francia. Había que aplastar a todo trance a la naciente República antes de que cundiera su ejemplo. En España la conmoción barrió a dos ministros capaces, Floridablanca y Aranda, y puso el gobierno en las manos inexpertas de Godoy, cuya única sabiduría política estaba en la cama de la reina. Pero él, mozo ambicioso y no del todo lerdo, estaba dispuesto a aprender.
Los Borbones españoles no podían dejar impune la ejecución de sus primos y mentores franceses a manos de los revolucionarios. Por lo tanto, declararon la guerra a Francia y arrastraron al país, convaleciente aún de tantas miserias pasadas, a un nuevo desastre. Los revolucionarios franceses, inflamados de ímpetu neófito, invadieron España por los dos extremos de los Pirineos y ocuparon Bilbao, San Sebastián y Figueras. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, la indignación borbónica por el asesinato de los primos quedó en agua de borrajas. Godoy, como una veleta bien engrasada, giró ciento ochenta grados para firmar una alianza con los franceses contra Inglaterra.
Una torpeza se tapaba con otra aún mayor. Nos llovieron los palos. La escuadra inglesa, dueña del mar, cortó las comunicaciones con América, dejando a las colonias a merced de los proveedores ingleses o norteamericanos (y tan contentas, porque ya las clases dirigentes miraban más por su bolsa que por la madre patria). Como los portugueses se negaron a cerrar sus puertos a la flota inglesa, Napoleón, el nuevo dueño de Francia, decretó la invasión de Portugal. Carlos IV, llorando, se lamentaba al embajador de Francia:
-¡Ay, qué desgracia es ser rey y verse obligado a hacer la guerra contra la propia hija!
Se refería a la infanta Carlota Joaquina, casada con el rey de Portugal. Ésta es la que aparece con el rostro vuelto, mirando hacia atrás, en el célebre retrato de la familia real, de Goya. Como estaba en Lisboa cuando se pintó el lienzo, no pudo posar.
Manolito Godoy, ufano como un pavo real —la incipiente panza comprimida por el fajín de generalísimo—, se puso al frente del ejército combinado franco-español. Fue un paseo militar que duró solamente dos días. En los jardines de Yelves, los soldados cortaron un hermoso ramo de naranjas, y Godoy se lo envió a la reina.
La «guerra de las naranjas» no prestigió a Godoy más que en los versos laudatorios de cuatro poetas subvencionados. En España nadie estaba contento: la nobleza porque se veía amenazada por la política errática del valido, y el pueblo bajo porque la carestía de la vida estaba alcanzando extremos insoportables. Mientras tanto, Godoy jugaba a la alta política. Esperaba ingenuamente que Napoleón compartiera Portugal con él. Muy al contrario, el socio francés, con el pretexto de la guerra de Portugal introdujo tropas en España y dispuso guarniciones en lugares estratégicos. Napoleón no iba a conformarse con Portugal; también aspiraba a España.
En su papel de comparsa, España unió su flota a la de Francia, que intentaba burlar el bloqueo naval inglés y desembarcar tropas en Gran Bretaña. Inglaterra las aniquiló en Trafalgar, cerca de Cádiz, el mayor desastre naval de la historia de España, tan pródiga, por otra parte, en desastres navales. Fue una derrota por goleada: la coalición franco-española perdió veintitrés navíos; los ingleses, solamente cinco.
El celebrado plan de batalla del almirante Nelson (el
Nelson's touch
) hubiera resultado descabellado frente a un enemigo experto, pues implicaba la exposición de su flota al fuego del adversario durante media hora antes de situarse en condiciones de replicar eficazmente con su artillería. Nelson lo adoptó porque, después de una vida en el mar enfrentándose a escuadras españolas y francesas, conocía las limitaciones del enemigo y podía permitirse el lujo de despreciarlo. Es que, comparados con los ingleses, los aliados eran unos aficionados: la escuadra francesa, porque no se había repuesto aún de las restricciones impuestas por los revolucionarios; la española, porque disponía de un presupuesto tan exiguo que apenas salía a la mar, sus arsenales estaban desabastecidos y sus hombres desentrenados. Por eso, los héroes españoles de Trafalgar (Churruca, Gravina, Alcalá Galiano) eran oficiales que habían destacado en el plano científico. Les quedaba tiempo para dedicarse a la investigación civil y así combatían la frustración de no disponer medios con los que entrenar a sus hombres.
La escuadra franco-española de Trafalgar constaba de treinta y tres navíos (dieciocho franceses y quince españoles) que sumaban 2.856 cañones. La inglesa solamente alineaba veintisiete navíos y 2.314 cañones. No obstante, en términos reales, la flota británica era netamente superior, pues los artilleros ingleses eran capaces de limpiar, cargar y disparar el cañón en poco más de un minuto, mientras que los del adversario tardaban casi tres minutos, lo que, lógicamente, duplicaba, y hasta triplicaba, la potencia de fuego británica.
Esta consideración me trae a la memoria la noticia de un incidente ocurrido en el verano de 1994, aunque trascendió meses después. Un buque de la Armada española, la corbeta
Infanta Elena
, que participaba en unas maniobras conjuntas con Estados Unidos, Argentina, Brasil y Uruguay, en aguas del Atlántico sur, embistió contra el destructor norteamericano
Stump
, y luego, por si quedaba duda de su pericia marinera, disparó una andanada con tan mala fortuna que erró el blanco y fue a acertar en la fragata
Samuel B. Roberts
, igualmente americana. En su descargo alegaban los de la
Infanta Elena
que el blanco era muy pequeño y apenas se divisaba en el agua, y que las tripulaciones no estaban suficientemente entrenadas por falta de presupuesto. Justamente lo que ocurría en los años que precedieron a Trafalgar. Así nos luce el pelo.