Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Pasaron los meses, y la reina no se quedaba preñada. En una operación de alta política y espionaje internacional, el embajador francés logró hacerse con unos calzoncillos usados del monarca y los sometió al examen de dos cualificados médicos. Después de analizar las manchas de la prenda, los galenos emitieron dictámenes opuestos. Uno dijo que el rey podía preñar; el otro, que no. Acertó este último, porque Carlos II, aunque se casó dos veces, no tuvo hijos. Y eso que está probado que, esforzándose mucho, conseguía una erección morcillona suficiente para penetrar a la reina; con fatigas, eso sí, porque, además, era eyaculador precoz. Seguramente el semen que producía su único testículo era estéril.
Toda Europa y especialmente España estaban pendientes de la gran incógnita: ¿quedará preñada la reina? Por Madrid circulaban coplillas sediciosas; ya se sabe cómo es la gente:
Parid, bella flor de lis,
que en ocasión tan extraña
si parís, parís a España;
si no parís, a París.
No parió —¿qué culpa tenía ella?—, pero tampoco hubo que devolverla. La desdichada falleció al poco tiempo. ¿Envenenada con arsénico para facilitar un nuevo matrimonio del rey con otra más fecunda?, ¿de salmonelosis?, ¿de cólico miserere? Vaya usted a saber. Lo único cierto es que la pobrecilla escapó de las penas de este mundo, especialmente de la alcoba de Carlos, a los veintisiete años.
A reina muerta, reina puesta. Apenas transcurrido un mes, ya le habían buscado sustituta. La elegida fue Mariana de Neoburgo. ¿De casta fecunda? Fecunda es poco. Estas Neoburgo eran auténticas conejas: su madre había parido veinticuatro hijos. Carlos y Mariana se encontraron en Valladolid, al año siguiente. Las bodas fueron sonadas: misas, fiestas, banquetes, cucañas, corridas de toros, fuegos artificiales...
Los mayores fuegos artificiales fueron los de la alcoba nupcial. Mucho ruido y nada. La alemana era robusta, alta, de busto opulento y bien metida en kilos, pelo rojizo, rostro pecoso, ojos azules algo saltones y larga nariz. Carlos, que esperaba una mujer tan agraciada como la primera, se llevó una gran decepción. Además la teutona era ambiciosa y calculadora, altanera y desabrida, e insatisfecha sexual. Hoy no hubiera tenido precio para gobernanta de un local sado-maso. La muy ladina se conchabó con un médico alemán que trajo consigo para fingir hasta doce embarazos, que acababan indefectiblemente en imaginarios abortos. Mientras estaba supuestamente embarazada hacía y deshacía a voluntad, y todo se le volvían antojos, con la mayor desfachatez. Así, sustraía al marido de la influencia de la suegra, la reina madre, de la que Carlos era muy dependiente. Las dos Marianas, la de Austria y la de Neoburgo, suegra y nuera, se llevaban a matar y mantenían frecuentes rifirrafes, durante los cuales se insultaban en alemán, la lengua materna, con gran chasco de los cortesanos asistentes.
Durante años, Mariana (la de Neoburgo) trajo de cabeza a una legión de médicos, algunos de importación, en sus simposios mamporreros sobre cómo traer al mundo al ansiado heredero de la corona. Como no se conseguía, y la cuestión era capital en la monarquía, dieron en pensar que los enemigos de España habían hechizado al rey. Esto explicaría también sus ataques de epilepsia. Entonces, lo sometieron a espeluznantes exorcismos y tratamientos. Por ejemplo, le daban a beber polvo de víbora con chocolate y le aplicaban enemas de jugo de ciruela y emplastos de entrañas de cordero recién sacrificado. Por su parte, Carlos, obsesionado con la idea de que su desgracia era castigo de Dios por no haber asistido a la agonía de su padre, se hizo llevar al panteón real de El Escorial, ordenó a los frailes abrir el féretro, y abrazó y besó el cadáver de Felipe IV. Más adelante, haría lo mismo con los cadáveres de su madre, con el de su hermano Baltasar Carlos y con el de su primera esposa; o sea, necrofílico además de paranoico, una alhaja de persona.
Vamos ahora con el país y con el reinado que el embajador veneciano definió como «una serie ininterrumpida de calamidades».
Carlos se dejó dominar por sus dos esposas, las cuales, a su vez, fueron manejadas por cortesanos ambiciosos. España era una rebatiña en la que cada cual sacaba lo que podía y nadie cuidaba del procomún. Bajó a tales niveles de desgobierno que casi podemos decir que tocó fondo.
Hubo un intento de restaurar la maltrecha economía fijando la moneda y reavivando el comercio, pero, a la postre, quedó en agua de borrajas. Castilla, deslomada por el esfuerzo económico y humano de dos siglos de absurda explotación, se hundió. Al resto de España, menos castigada por el esfuerzo, no le fue tan mal, pero, en cualquier caso, las funestas consecuencias de la decadencia afectaron a todos. La población, estragada por las epidemias, por la miseria interior, por las guerras exteriores y por la gran cantidad de personas que ingresaban en religión y no tenían hijos, se redujo de casi nueve millones de habitantes a menos de siete. Esto provocó una escasez de mano de obra que incluso atrajo a emigrantes extranjeros, especialmente franceses.
España, desangrada por contiendas absurdas, ya no declaraba la guerra a nadie ni intentaba imponerse en Europa. Ahora se la declaraban a ella y bastante hacía con defenderse. Los franceses aprovecharon su postración para, en tres sucesivas guerras, arrebatarle el Franco Condado y algunas ciudades belgas, y ocupar Flandes y Cataluña (dos regiones que le fueron luego devueltas porque el rey francés, el astuto Luis XIV, advirtió que, con un poco de suerte, iba a ganar toda España por vía pacífica cuando Carlos II falleciera sin sucesores). Lo que le restaba de Flandes hubiese sido fácil presa de los protestantes del norte, pero también lo respetaron porque les interesaba que aquella provincia perteneciese a la debilitada España y sirviese de aislante entre sus lindes y las de la poderosa Francia.
Para que se vea el grado de postración al que había llegado un país que poco antes era la superpotencia indiscutida.
Mientras la salud de Carlos II iba de mal en peor, las casas reales de Europa movían sus peones para repartirse el pastel español. Carlos II moría sin herederos directos. ¿Quién ocuparía el trono español? Había dos candidatos: Austria y Francia. El que se hiciera con España (y su apetecible Imperio colonial) se convertiría en potencia hegemónica del continente. Dado el sentido patrimonial de la monarquía, el candidato con mayores derechos era el francés, un nieto de Luis XIV, el Rey Sol. Pero se trataba de un Borbón. Los Austrias de la rama vienesa, los del archiduque Carlos, proponían a un candidato de su propia familia, un Austria de pura cepa. Inmediatamente, Inglaterra y Holanda apoyaron la propuesta; cualquier cosa con tal de evitar que España se convirtiera en un satélite de la superpotencia francesa.
Y los españoles, ¿qué opinaban? El agobiado pueblo no entendía de política y, con la experiencia que llevaba a la espalda, ¿qué más le daba ser explotado por un francés o por un austríaco? En cuanto a la aristocracia se dividió en dos bandos: los sobornados por el rey de Francia y los sobornados por los austríacos. Al final, el francés se llevó el gato al agua.
Finalmente, el primero de noviembre de 1700, con el siglo que agonizaba y en el mes de los difuntos, Carlos II entregó su alma al creador y cerró la dinastía austríaca en España. El duque de Abrantes escribió al embajador alemán: «Querido amigo: tengo el gusto de despedir para siempre a la Casa de Austria.»
Éste fue el final de los Austrias y el comienzo de los Borbones. El lector, aunque escéptico, no ignora que se trata de la dinastía felizmente reinante, después de tres expulsiones y otras tantas restauraciones.
Los Borbones proceden del pueblecito francés de Bourbon-l'Archambault (provincia de Allier), poco más que un villorrio, que, en época medieval, fue cabeza de un modesto señorío. Nadie hubiese adivinado que aquel lugarejo sería cuna de dos poderosas dinastías europeas. En el siglo XIII, el sexto hijo de Luis IX, rey de Francia, se casó con la heredera del señorío. Un hijo de la pareja, Luis I, fue ennoblecido por el rey y pasó a titularse duque de Borbón. Uno de sus descendientes alcanzó el trono de Navarra y, poco después, en 1589, el de Francia como Enrique IV (el que dijo aquello de «París bien vale una misa»), aprovechando que el último representante de la dinastía Valois moría sin sucesión. De esta cepa, descienden todos los Borbones que en el mundo han sido, a saber: las dos ramas francesas, la española, la parmesana, la napolitana-siciliana y la brasileña.
Muchos españoles de a pie, ajenos a los tejemanejes de la corte, saludarían, aliviados, el cambio de dinastía. Pensaron, precipitadamente, que nueva savia vitalizadora renovaba el tronco podrido de los Austrias. Pero aquel nuevo rey —un jovenzuelo de diecisiete años, no muy alto, rubio, de ojos azules—, al que recibieron triunfalmente en Madrid, no era la joya que parecía. En realidad, era abúlico y retraído, hasta el punto de haber llamado la atención del prestigioso médico Helvecio, que se interesó por él como caso clínico. Es que el Borbón llevaba en sus venas un cuartillo de sangre Austria, con toda su perturbadora herencia genética, pues era biznieto de nuestro Felipe IV Además, era hijo de una esquizofrénica y nieto de una loca, así que también esta familia padecía las taras resultantes de la consanguinidad de sus antepasados. Como iremos viendo, los Borbones del siglo XVIII fueron proclives a las depresiones y a la locura, y a muchos de ellos les dio por joder a calzón quitado, que es, como se sabe, la fijación de los bobos. De Felipe V, que, además, era extremadamente religioso, escribió su ministro Alberoni: «Sólo necesita un reclinatorio y una mujer.» Otro observador dijo: «Pasa dos veces al día de los brazos de su mujer a los pies de su confesor.» Este freno de la religión, y un cierto sentido de la decencia, hizo que Felipe V y los otros Borbones del siglo XVIII fueran fieles a sus esposas. Solamente a partir de Fernando VII, ya en el siglo XIX, les da por el puterío, por las queridas y las cómicas. (Ya veremos que hubo una excepción, pero tan breve que apenas confirma la regla.)
La implantación de la nueva dinastía acarreaba una nueva guerra que requeriría sangre y dinero de un país casi exhausto, pero también tuvo su lado positivo, vaya lo uno por lo otro, porque los franceses trajeron con ellos la bendita semilla de la Ilustración. Ya queda dicho que el siglo XVIII fue el Siglo de las Luces, de la tolerancia, el siglo que deslindó religión y derecho, el que diferenció pecado y delito. Fue también un siglo pródigo en probos y bienintencionados funcionarios, que honradamente intentaron redimir al país de su secular atraso, entregándose al regalismo o defensa de los intereses de la monarquía contra la codicia acaparadora de la Iglesia, que, aprovechando la debilidad de los últimos Austrias, había ampliado abusivamente sus competencias y su poder.
La obsesión de la monarquía era, como siempre, asegurar la sucesión del trono. Inmediatamente casaron al joven rey con una prima segunda, la princesa María Luisa de Saboya, una joven de trece años de edad, francamente fea, pero tan femenina, pizpireta e ingeniosa que conquistó no sólo a su esposo, sino a cuantos la trataron. Como suele acaecer con las mujeres menudas, despertó una gran pasión carnal en su marido, que se pasaba el día retozando en el tálamo y no vacilaba en recurrir a afrodisíacos para apuntalar sus apetitos. Mientras, en el cielo europeo, se acumulaban los espesos nubarrones de la coalición antiborbónica, porque en las cortes de Europa nadie se llamaba a engaño: el fantoche que señoreaba el trono de España no era más que una marioneta en las manos de su todopoderoso y sagaz abuelo, el Rey Sol.
No les faltaba razón. Con el inexperto Felipe V (como con el primer Austria, Carlos V, cuando llegó de Flandes, ¿recuerdan?) había llegado una plaga de funcionarios y cortesanos franceses, a los que el Rey Sol enviaba para hacerse cargo de la herencia española. Al menos, éstos no venían a robar, como aquellos borgoñones de Carlos, porque ya quedaba poco que robar, sino a reflotar el negocio y hacerlo rentable. España era una vaca de exhaustas ubres y había que reponerla para poderla ordeñar de nuevo.
Por alguna parte, había que empezar. El rey de Francia, Luis XIV, como el que hereda un negocio desastrosamente regentado, aspiraba a sanear la economía de España y a modernizar su administración. Los tecnócratas franceses reformaron drásticamente la administración, acabaron con los ineficaces ministerios (los Consejos de los Austrias ocupados por la alta nobleza) y promocionaron a puestos de responsabilidad a burócratas capaces sin mirar si eran nobles o no. En cuanto se renovaron los cargos, se notó la recuperación.
Los franceses formaron la excelente escuela de la cantera local, que a lo largo del siglo dio al país muy buenos ministros y capaces funcionarios, entre ellos José Patiño, José de Campillo y el marqués de la Ensenada. Trabajo no les iba a faltar, porque España se encontraba en un estado de postración verdaderamente lastimoso, especialmente en el plano demográfico y productivo. Había un millón de mendigos y otro de frailes, monjas o clérigos, o de hidalgos rentistas (con sus cohortes de servidores y pajes), es decir, individuos dados a lo divino y económicamente improductivos, o tan dados a lo humano que consideraban desdoro el trabajo. Con esta tara a cuestas, se inició el despegue, hasta alcanzar ocho millones de habitantes. Al pesado lastre de tanto parásito se añadía la escasa productividad de un estamento laboral propenso a la holganza. Las tierras estaban mal cultivadas, particularmente las concentradas en manos eclesiásticas o de la alta nobleza. Fértiles fincas se subexplotaban dedicadas a dehesas para la cría de ganado; la industria era escasa y obsoleta. Dentro de la apatía general, la vida se había tornado mediocre y provinciana; la sociedad, carcomida por la pereza y la envidia —esos entrañables vicios nacionales—, navegaba a la deriva, acanallada, sin horizontes, encallecida en sus prejuicios y en su ignorancia.
El bando austríaco, que aspiraba a la corona de España, no se había dado por vencido. Aún no había transcurrido un año desde el nombramiento de Felipe V cuando tropas austríacas invadieron los dominios españoles en el norte de Italia. Había comenzado una verdadera guerra mundial: Inglaterra, Holanda, Austria, Prusia, Hannover y el Imperio contra los Borbones de España y Francia. Nuestro flamante rey tuvo que hacer un alto en su frenesí amoroso para capitanear sus tropas. Desembarcó en Nápoles y, después de asistir al anual milagro de la licuefacción de la sangre de san Jenaro, partió para Milán a enfrentarse con los austríacos. Su joven esposa quedaba en Madrid en calidad de regente, con la inestimable ayuda de su sagaz camarera mayor, la princesa de los Ursinos, que el rey francés había enviado para asistir a la reina (y para espiar al rey).