Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
El tercer matrimonio de Felipe fue con la hija del rey de Francia, Isabel de Valois, que antes había sido prometida al príncipe Carlos, el primogénito de Felipe. Este Carlos era un desequilibrado, típico fruto de la consanguinidad de los Austrias. El chico se enamoró de su madrastra, y ésta fue una de las causas de su temprana muerte (aunque, desde luego, no fue ejecutado por su padre como asegura la leyenda negra). Finalmente, Felipe, de nuevo viudo, se casó por cuarta vez, en esta ocasión con su sobrina Ana de Austria, de la que tuvo a Felipe III, que lo sucedería en el trono.
Felipe II no recibió de su padre el título imperial ni las tierras de Alemania. Carlos prefirió dejarlas a su hermano Fernando, a sabiendas de que la herencia dividiría a los Austrias en dos ramas. La española se mantuvo hasta 1700 y la propiamente llamada austríaca perduró en Austria hasta 1918 (el famoso Imperio austro-húngaro de las películas de Berlanga y de las de Sissi emperatriz). Felipe heredó, eso sí, las otras posesiones europeas de la Casa de Austria, con su carga de conflictos corregida y aumentada, una guerra crónica con Francia y una deuda de veinte millones de ducados. El nuevo rey, lejos de alterar la política católica e imperial de su padre, la sostuvo (ya se sabe: «sostenella y no enmendalla»), y se embarcó en la ruinosa empresa de defender el catolicismo con el oro que obtenía de América y con los impuestos que exprimía de sus súbditos. Los castellanos (toda España, a excepción de Aragón, Cataluña y Valencia) contribuían o pechaban más que los demás: de cada siete ducados que el fisco recaudaba, seis procedían de Castilla. Como de costumbre, Castilla cargaba con el esfuerzo principal. En compensación también eran castellanos los funcionarios situados en los puestos más relevantes y no compartían con nadie los beneficios del monopolio americano.
En el reinado de Felipe II, en cuyos dominios no se ponía el sol, España sufrió tres bancarrotas, una cada veinte años más o menos. El gasto de tanta guerra, espías y sobornos desbordaba el presupuesto. Los fabulosos envíos de plata americana que los galeones descargaban en los muelles de Sevilla no bastaban. Tampoco bastaron los crecientes impuestos que abrumaban al pueblo trabajador (las clases pudientes, es decir, la Iglesia y la nobleza, seguían gozando de exención fiscal). Felipe recurrió, entonces, a vender ejecutorias de nobleza a plebeyos adinerados (que en lo sucesivo pasaban a engrosar la creciente lista de los que no pagaban impuestos), a vender títulos de ciudades a las villas y a enajenar todo lo enajenable. Nada bastó. Para hacer frente a sus dispendios militares, el monarca pidió dinero prestado a los banqueros genoveses (los Bonvisi y los Centurione) y alemanes (los Welser y los Fúcares). Aquellos buitres de las finanzas internacionales adelantaban el dinero necesario dónde y cuándo el rey lo necesitara para cobrarse después, con aumentos usurarios, en la plata que llegaba de América.
Las guerras de Felipe fueron muchas y variadas: contra Francia, contra el papa, contra Inglaterra, contra el turco, contra los holandeses, contra los corsarios berberiscos y hasta contra los moriscos sublevados en las Alpujarras.
Francia, sintiéndose amenazada por el matrimonio inglés de Felipe, se alió con el papa y los turcos. ¡Tan extraños compañeros de cama hace la política! Felipe respondió invadiendo simultáneamente las tierras pontificias y las francesas. Acojonado, el papa solicitó la paz; pero los franceses sostuvieron la apuesta y fueron derrotados en San Quintín. En esta batalla, Felipe se percató de que no podía ser como su padre, al que tanto admiraba. Asistió a ella, aunque a prudente distancia, armado de punta en blanco, y le disgustó tanto la experiencia que comentó: «¿Es posible que esto le gustara a mi padre?»
La situación interna de Francia degeneró. El avance del protestantismo dividió al país en dos bandos irreconciliables, católicos y calvinistas, que al final se trabaron en una guerra civil. El candidato protestante, un Borbón, lo vio claro: mientras Felipe II ayudara a los católicos, él no podría vencer. «¿Qué quieren? —razonó con su conciencia—. ¿Que reine un católico? Pues se hace uno católico y en paz. París bien vale una misa.» El muy ladino se convirtió al catolicismo y dejó a Felipe sin argumentos para expulsarlo del trono. Ése fue el comienzo de la dinastía borbónica en Francia.
Luego estaban los flamencos rebeldes, por un lado; por otro, los turcos, que avanzaban irresistiblemente por Europa central y el Mediterráneo, y finalmente los ingleses, que incordiaban lo suyo apoyando a los rebeldes flamencos y enviando corsarios contra las colonias americanas. Las guerras por sostener el catolicismo o los dominios de la Casa de Austria se lo llevaron todo, pero Felipe sostuvo, sin una vacilación, los errores de su padre, incluso con mayor convicción debido a su carácter puritano e intolerante: «Prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes.»
La situación hubiera requerido una mente pragmática y dúctil, y no al testarudo e indeciso Felipe. Fracasó en todas partes. Como un bombero pirado acudía de un frente a otro con la manguera del oro y la sangre sin dejar completamente sofocado ningún incendio, de modo que tarde o temprano todos se reproducían, incluso más devastadores que al principio. En el Mediterráneo, los turcos continuaron avanzando, a pesar de la gran victoria de Lepanto, que, a la postre, no resolvió nada. En Flandes, la rebelión, atizada desde Francia e Inglaterra, fue a más. A pesar de la radical intervención del duque de Alba, aquello se convirtió en una especie de Vietnam español («universal sepulcro de España», lo llama Quevedo), que consumió tropas y hacienda para finalmente perderse. Tan desesperado llegó a verse Felipe, acuciado por las deudas y por la necesidad de seguir gastando más y más en la guerra, que incluso recurrió a unos alquimistas, a los que instaló un laboratorio para ver si le fabricaban plata; sin resultados, claro. Como su padre con los protestantes alemanes, Felipe tuvo que ceder ante los flamencos. Los protestantes se integraron en las provincias del norte (actual Holanda), mientras que al sur la mayoría católica formaría, más adelante, Bélgica. El fracaso de Flandes, además de precipitar la ruina de España, dejó un secular resentimiento en unos países en los que todavía las madres, para asustar a los niños inapetentes, amenazan con llamar al duque de Alba, que es el coco de aquellas latitudes.
«Chamuscar las barbas del rey de España.» Eso es lo que, según los patrioteros ingleses, hizo el famoso corsario Drake cuando asaltó el puerto de Cádiz y destruyó la flota española allí fondeada. Fue una más de las provocaciones que forzaron a Felipe a escarmentar a los ingleses, con tan mala fortuna que el remedio fue peor que la enfermedad.
El más sonado fracaso de Felipe II fue el de la Armada Invencible, enviada contra Inglaterra. En realidad, nunca se denominó
invencible
: el adjetivo se lo adjudicaron, para mayor escarnio, los enemigos de España, y paradójicamente, ha echado aquí más raíces que en ningún otro lugar. El plan parecía bueno, incluso era bueno, siempre que se contara con el telégrafo o, en su defecto, con el teléfono o cualquiera de los inventos modernos que sirven para comunicarse a distancia, un móvil, un fax, incluso. Para el nivel técnico de su época era un plan demencial, absolutamente imprudente, como advirtieron al rey sus consejeros. Se trataba de expulsar del trono a Isabel y reinstaurar el catolicismo en la isla. Para ello, bastaba con transportar el ejército de Flandes al otro lado del canal de la Mancha. Pero con las limitadas comunicaciones de la época era completamente imposible coordinar las dos fuerzas, barcos y tropas. Cuando llegaron los barcos, las tropas no estaban listas, y la Armada, acosada por los ingleses, tuvo que regresar a sus lejanas bases por el único camino que le quedaba libre, rodeando Irlanda en la época de las tormentas.
Como es natural, los historiadores han exculpado a Felipe II y han cargado toda la responsabilidad del desastre en el comandante en jefe de la flota, el duque de Medina Sidonia, cuyo comportamiento, en realidad, fue ejemplar y hasta heroico. Además este hombre tuvo la vergüenza torera de apartarse del mundo, regresar a casa y no decir ni pío el resto de su vida.)
La Armada Invencible se saldó con treinta y cinco barcos perdidos y dos de cada tres hombres muertos, de los que solamente mil cuatrocientos perecieron en combate. Los dieciocho mil restantes murieron en naufragios, por enfermedad y privaciones, o desembarcaron en Irlanda y fueron asesinados por los ingleses.
Los ingleses asocian el nombre de España a la Armada y fundamentan su orgullo nacional en aquella victoria. Desde la escuela les inculcan la fantástica y legendaria versión que tejió la propaganda protestante: España era el gigante Goliat, poderoso y armado hasta los dientes, y fue vencido por el diminuto David británico. Imaginan la Armada española mucho más poderosa de lo que en realidad fue y reducen las fuerzas inglesas a un puñado de heroicos navíos, tripulados por audaces patriotas. La decepcionante realidad es que los ingleses movilizaron 226 naves y los españoles solamente 137, de las cuales la mayoría eran simples mercantes, torpes de maniobra. A ello cabe añadir que la artillería española daba pena. Los arqueólogos han rescatado muchos cañones de los naufragios de la Invencible en las costas de Irlanda. Muchos de ellos eran ya obsoletos en tiempos de la Armada; otros, fabricados precipitadamente para la ocasión, no habrían pasado un mínimo control de calidad: están mal fundidos, con las ánimas torcidas y el hierro poroso. Con estos datos, el escéptico lector ya puede hacerse una idea de quién derrotó a la Armada. No los ingleses, ciertamente, sino la chapuza hispánica, el tente mientras cobro.
Felipe no escarmentó. Envió otras tres armadas contra Inglaterra, que fracasaron igualmente, siempre por el mismo motivo: pensadas para navegar en las propicias aguas del verano, los retrasos las retenían hasta el otoño, y cuando se hacían a la mar, las tormentas propias de la estación las cogían de recio y las dejaban echas unos zorros. Lo dicho, la perseverante chapuza hispánica.
Los éxitos de Felipe II, si exceptuamos Lepanto, fueron más bien domésticos: el aplastamiento de la sublevación morisca, la represión de la rebelión aragonesa y la anexión de Portugal, después de que su sobrino, el rey don Sebastián, desapareciera sin dejar herederos.
Los moriscos del antiguo reino de Granada, abrumados por los impuestos y enfurecidos por los decretos que prohibían el uso de su lengua y la observancia de sus costumbres, se alzaron en armas con la esperanza de recibir apoyo de los turcos; pero los turcos no comparecieron, la rebelión fue violentamente sofocada, y los supervivientes, desterrados a distintos lugares del reino, donde tampoco se asimilaron.
El conflicto de la corona con los aragoneses se debió al contencioso de Felipe II con su secretario Antonio Pérez, que hizo valer su condición de aragonés para ampararse en los fueros de aquel reino y escapar de la justicia real. Entonces, Felipe intentó burlar la inmunidad haciéndolo procesar por la Inquisición, pero Aragón se levantó en armas, y el rey tuvo que enviar tropas para sofocar la rebelión.
Felipe II heredó Portugal, y su considerable Imperio, después de sobornar generosamente a una parte de la nobleza portuguesa para que apoyara su candidatura. Nunca fue aceptado por los suspicaces portugueses, y eso que los halagó ratificando sus libertades y privilegios y permitiéndoles que administraran sus colonias.
El Rey Prudente, y más papista que el papa, esquilmó España y se gastó el dinero que tenía y el que pidió prestado en mantener el catolicismo en Europa. Si seguimos llamando Siglo de Oro a la época de los Austrias es porque, paradójicamente, la literatura, la pintura y la mística florecieron hasta alcanzar sus más altas cotas, como las flores, que crecen más bellas y lozanas en el estiércol, o como el olor de santidad que, a veces, por puro proceso químico, emanan los cadáveres.
A la España pluriforme y multirracial de la Edad Media sucedió la reaccionaria y recelosa de los Austrias, un país en el que la libertad escandalizaba. En
El Quijote
(
11,55
) se censura a Alemania «porque allí cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia».
Ya empezaba el «viva las cadenas». España, paladín de la Contrarreforma, acató con entusiasmo las directrices del Concilio de Trento. El pensamiento se hizo sospechoso. Se desconfiaba de los libros y de la cultura. El buen cristiano acataba, a puño cerrado, con la sencilla fe del carbonero, los dogmas y enseñanzas de la Iglesia y no necesitaba saber más. La lectura era un hábito protestante que lleva a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana.
Abrumada por su destino imperial, España se convirtió en «el Tibet de Europa» (Ortega y Gasset), se aisló en su maniqueísmo intolerante y hostil a lo extranjero, y se cerró a las ideas liberales que el Renacimiento sembraba en Europa. La vida se ensombreció. La gravedad castellana impuso sus severas normas al resto del país y a sus satélites.
España se había erigido en defensora del honor de Dios. Teólogos y pensadores (de éstos, hubo menos) llegaron al convencimiento de que España y Dios estaban unidos por un pacto. Dios la había promocionado al rango de pueblo elegido, la protegía y le otorgaba riquezas y poder (las Américas) a cambio de que ella ejerciese de gendarme y se convirtiese en paladín de la verdadera fe contra protestantes y turcos. El honor de Dios exigía que los portadores de sangre maldita, descendientes de judíos, fuesen apartados de todo cargo o empleo oficial. No debían aspirar a nada. Por espacio de más de un siglo, el candidato a ingresar en una orden religiosa, en una hermandad o en una cofradía, el aspirante que pretendía un cargo o un honor, un canonicato o cualquier otra sinecura en la administración o en la Iglesia (esa secular aspiración hispánica de vivir de los Presupuestos Generales del Estado), tenía que presentar un estatuto de limpieza de sangre, en el que probaba documentalmente y con testigos la pureza de su linaje y que sus antepasados no habían sido ni moros ni judíos. De nada sirvió que voces sensatas clamasen contra ese desatino, ni que algunos intelectuales denunciasen los sórdidos motivos que se disimulaban detrás de aquellas medidas. Un cristiano viejo incompetente y tarado obtenía prioridad sobre el individuo inteligente y capaz, pero descendiente de judíos o moros. Así dilapidaba sus recursos humanos un país ya bastante esquilmado demográficamente.