Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Las dos infantas, Beatriz y María Cristina, se casaron con aristócratas italianos de segundo rango. Del infante don Juan, en el que abdicó Alfonso XIII, ya hablaremos más adelante.
La Segunda República se inauguró con excelentes auspicios y con las mejores intenciones: establecer un Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales. El proyecto quedó, al principio, en manos de un gobierno de coalición débil, presidido por Alcalá Zamora e integrado por facciones de muy distinto pelaje; pero, después de las primeras elecciones, escoró hacia Izquierda Republicana, y los Socialistas dejando en franca minoría a moderados y republicanos católicos.
Desde octubre de 1931, el presidente Manuel Azaña se esforzó por sentar las bases de una democracia moderna, formando un gobierno integrado por Izquierda Republicana y los socialistas. El líder de la UGT, Largo Caballero, al frente del Ministerio de Trabajo, organizó sindicalmente a la masa obrera, pero no pudo impedir que muchos trabajadores, descontentos por la creciente burocratización de la UGT, se inclinaran hacia el otro sindicato, la CNT, más radical y menos comprometido con el gobierno y cuya ideología acabó identificándose con la Federación Anarquista Ibérica (FAI), más inclinada a conseguir sus objetivos por las bravas.
La legislación reflejó prontamente este desequilibrio político. La izquierda en el poder, fiel a sus tradicionales postulados anticlericales, arremetió contra la Iglesia y el Ejército, a los que consideraba, no sin razón, sus enemigos tradicionales y los sostenes del viejo régimen que pretendían abolir. Los ateneístas que suministraron la munición dialéctica eran, algunos de ellos, capaces de componer un buen soneto, pero ignoraban la regla del tres y no advirtieron que, dadas las circunstancias, lo prudente era arrimar el hombro para paliar el paro y la inestabilidad social heredádos de la crisis económica mundial, y templar gaitas con la escamada derecha en lugar de enmendar la plana a la historia resucitando agravios y poniendo al cobro viejas deudas de la derrotada facción conservadora. La secreta aspiración del gobierno de la República era librar a la sociedad de la influencia de la Iglesia. Al «anticlericalismo estrecho y vengativo» (Madariaga
dixit
) de muchos republicanos se sumó un revanchismo frentepopulista, que cándidamente se creía en condiciones de acabar con el poder de la Iglesia. En fin, que los republicanos, como eran legos en materia de gobierno, forzaron tanto el motor que lo quemaron. Para abrir boca declararon que la República era aconfesional, concedieron prioridad a la disolución de las órdenes religiosas, permitieron el matrimonio civil y el divorcio, y planearon arrebatar a la Iglesia, a medio plazo, la educación de la juventud, su feudo tradicional, impulsando la educación laica y multiplicando las escuelas. La Iglesia, que sabe más por vieja que por Iglesia, se había propuesto, desde mediados del siglo XIX, controlar la educación, especialmente la de la infancia y primera juventud, cuando las conciencias son más moldeables y pueden acatar, sin cuestionarlos, los dogmas de fe. Los gobernantes republicanos, ignorantes del tremendo poder de la institución, no sólo le arrebataron esta irrenunciable parcela, sino que, además, toleraron la quema de templos y conventos por elementos incontrolados (mayo 1931) con el argumento de que un ciudadano es libre de ir por la calle con una lata de gasolina. Así, cuando el ciudadano penetraba en un templo, esparcía el líquido inflamable y le arrimaba una cerilla, ya era demasiado tarde para frustrar su propósito.
Quizá fuera la arrogancia que dan los votos. Los que tenían que dirigir el país con prudencia, vista larga y paso corto desoyeron las voces de alarma que se alzaban en su propio bando avisando de que atacando a la Iglesia enemistarían a media sociedad contra la República. Fatal error de cálculo, porque la Iglesia, a pesar de los embates del liberalismo, conservaba un inmenso peso social y disponía de veinte mil púlpitos desde los que señalar a las gentes de orden el origen de todos los males y sus posibles remedios. También disponían de dos mil años de experiencia en la persuasión de las masas.
Los ánimos se fueron caldeando. Incluso Azaña, una de las inteligencias más despiertas que han gobernado España, sucumbió a la tentación de introducir en su vocabulario mitinero la desafortunada expresión
triturar
para anunciar lo que pensaba hacer con el bando contrario.
Como la alegría no dura mucho en la casa del pobre (y el país era pobre de solemnidad), sonaron a lo lejos tambores de guerra, aguándole la fiesta a los más discretos: el pronunciamiento de Sanjurjo (1932), la matanza de Casas Viejas (1933) y los actos de clausura de la revolución de Asturias, organizados por Franco (1934).
La sociedad, crecientemente politizada, se hallaba escindida en dos bandos cada vez más intransigentes: derechas, predio de burgueses y ricos, e izquierdas, refugio de los parias de la tierra y desheredados en general. Católicos de toda la vida por un lado; agnósticos, muchos de ellos recientes, por el otro. Sombrero flexible, casino, club y Círculo de Labradores por un lado; gorra menestral, taberna, blusón y alpargatas por el otro, y cada bando considerando al opuesto como una amenaza intolerable.
Cada parte pretendía catequizar a la contraria y convertirla a su estilo de vida, y si ello no fuera posible, por lo menos, exterminarla. Dado que el país era más fértil en analfabetos y hombres de acción apasionados y montaraces que en caviladores y contemplativos, el bagaje ideológico de cada bando se redujo a media docena de consignas fáciles de recordar. Los del bando republicano, muchos de ellos personas regladas que acataban, por convicción y costumbre, la moral cristiana, fueron acomodándose, no sin cierta íntima resistencia, a los principios del amor libre; al propio tiempo, muchos derechistas de suyo disolutos volvieron a usar el escapulario y acataron, al menos externamente, el magisterio de la Iglesia. Eran contradicciones que, como el personal tenía poca costumbre de pensar por su cuenta, no fueron cabalmente advertidas por los interesados.
La Iglesia, como ya había probado casi siglo y medio antes, cuando puso al país en pie de guerra contra los franceses, extendió su manto para cobijar a la derecha descontenta y aglutinarla en una fuerza única y coherente que repeliera los desmanes de la izquierda. La burguesía, el capital y el funcionariado, que temían por sus propiedades o sus privilegios de clase, no se hicieron de rogar y se unieron, con más o menos entusiasmo, al frente común constituyendo la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), cuyo miembro más representativo era Acción Popular, el partido de Gil Robles.
Los partidos de la oposición (partidos católicos, carlistas navarros y radicales de Lerroux) no le proporcionaron a Azaña tantos quebraderos de cabeza como los nacionalistas catalanes, que estaban dispuestos a independizarse aunque fuera con la fórmula intermedia de la federación. Azaña, haciendo equilibrios de funambulista, consiguió consensuar a catalanistas y conservadores, y la cosa quedó en una Generalidad semiindependiente, administrada por Esquerra Catalana (Luis Companys).
Se produjeron, luego, ciertas disensiones. Los socialistas abandonaron la coalición gubernativa y dejaron a Azaña solo delante del toro de una derecha robustecida, que triunfó en las elecciones de 1933. La derecha triunfaba en Europa: Hitler y Mussolini eran populares, y aunque los más perspicaces observadores señalaban que no eran trigo limpio, la burguesía europea los apoyaba como antídoto contra el comunismo. Cualquier alternativa política que conjurara el peligro de la revolución obrera parecía buena.
Los socialistas no podían consentir que el gobierno centroderechista de Lerroux, apoyado por la CEDA y los monárquicos, demoliera lo que la República había construido trabajosamente en su etapa anterior e indultara a los golpistas de Sanjurjo. Comenzaron a promover huelgas y movilizaciones: la CNT, en su feudo zaragozano; la UGT, en el campo. El creciente deterioro de la situación desembocó en la revolución de octubre de 1934, que fracasó en Madrid y Barcelona, pero triunfó en Asturias. Al río revuelto, Companys declaró la independencia de Cataluña, que quedó algo apagada ante los ecos que llegaban de Asturias, donde los comités mineros amotinados se ensañaban con las propiedades de los capitalistas y contra sus medios de producción.
La situación parecía intolerable en un Estado de derecho. El gobierno envió al ejército de África y sofocó sangrientamente la revolución. Por uno de estos guiños que a veces tiene la historia, los asturianos, tan orgullosos de la gesta de Covadonga, padecieron la represión de un ejército en el que abundaban los regulares moros.
Cayó el gobierno, claro, pero fue sustituido por otro muy parecido, que fue igualmente fugaz, y desacreditado, Lerroux especialmente, por el escándalo del
straperlo.
Esta fea palabra, que hoy ha quedado incrustada en el castellano como sinónimo de mercado negro y asunto turbio, es fruto del acoplamiento de los apellidos de un tal Strauss, holandés, empresario de juegos de azar en Niza, y de Perle, su socio capitalista. Estos individuos habían ideado un juego de sociedad basado en una especie de ruleta y pretendían introducirlo en los países de Europa donde estaban prohibidos los juegos de azar, entre ellos España. La bolita pasaba por un número, y si el jugador era rápido de reflejos, podía hacer un cálculo mental y adivinar en qué otro número iba a detenerse. Eso era para abrir boca, porque cuando el personal se caldeaba y las apuestas alcanzaban cifras respetables, los cálculos fallaban, y el apostador perdía hasta el último céntimo. La maquinita ya había funcionado en Holanda, por breve tiempo, y el gobierno la había prohibido. Strauss, Perle y el séquito de sinvergüenzas que los acompañaban, entre ellos un boxeador y una actriz, se trasladaron a Madrid dispuestos a conseguir el permiso en España, y acudieron a Aurelio Lerroux, hijo adoptivo de don Alejandro, al que entregaron dos relojes de lujo, uno para su ilustre padre y otro para el ministro de la Gobernación. Es posible que el soborno ni siquiera alcanzara a sus destinatarios, pero, en cualquier caso, los promotores obtuvieron la licencia necesaria. Unos días después, la maquinita comenzó a funcionar en el casino de San Sebastián, pero el gobernador civil la prohibió tres horas después. Algo parecido ocurrió en un hotel de Mallorca en el que los promotores intentaron implantar el invento.
En vista de las dificultades, Strauss escribió a Lerroux lamentándose del fracaso de su empresa, y tras informarle de la implicación de su hijo adoptivo y de otros políticos de su partido, solicitaba una elevada cantidad en concepto de indemnización. Lerroux ignoró la carta del chantajista y una segunda comunicación, incluso más explícita. Entonces, el estafador fue con el cuento a don Manuel Azaña, el más encarnizado enemigo de Lerroux, que, a su vez, se lo contó a Alcalá Zamora y a Prieto, con el que por entonces estaba a partir un piñón. El asunto se debatió en las Cortes, con intervención del fiscal del Estado, y cautivó a la prensa. El escándalo de los sobornos, hábilmente jaleado por los enemigos de Lerroux, dio al traste con el Partido Radical, pues salpicó no sólo a Lerroux, a la sazón ministro de Estado, sino a toda su plana mayor y, lo que es peor, desprestigió a la República.
En febrero de 1936, el Frente Popular, la amplia coalición de izquierdas, ganó las elecciones por estrecho margen. Las posturas de los dos bandos se habían ido radicalizando. Ya las izquierdas exigían sin ambages la dictadura del proletariado. Las ideas de la Revolución de Octubre (soviética) iban calando en la masa obrera cada vez más aperreada y descontenta. El Partido Comunista, que unos años antes era casi inapreciable, crecía como la espuma.
Por la derecha, los éxitos del fascismo en Italia y Alemania, y la alarma causada por el crecimiento de los partidos marxistas, animaban igualmente a la radicalización de posturas. Ya se iba llegando a las manos, como precalentamiento, para lo que se veía venir. Jóvenes falangistas se enfrentaban, en reyertas callejeras, con bandas de las juventudes socialistas y comunistas. La derecha, apiñada en el Frente Nacional, cortejaba a los militares animándolos a pronunciarse.
El caso es que los militares ya habían fracasado en un pronunciamiento prematuro, el del general Sanjurjo, cuatro años antes. Pero esta vez organizaron mejor las cosas y dejaron la coordinación al general Mola, al que por algo apodaban
el Director.
El deterioro del orden público culminó con los absurdos asesinatos del teniente Castillo, notorio izquierdista, y del líder de la derecha parlamentaria, Calvo Sotelo. Éste fue el fulminante que provocó la explosión. Como en el caso de la quema de conventos, que tanto favoreció a la derecha años atrás, el gobierno no supo prever que una acción semejante podía acarrear su ruina.
Finalmente, la España y la Antiespaña, el Espíritu y la Materia, el Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira, llegaron a las manos como en el entrañable lienzo de Goya, en el que dos labriegos, enterrados hasta las rodillas, se tunden a palos. Sobre cuál de las dos Españas era la mala y cuál la buena, si es que alguna era buena, hay diversidad de opiniones. Lo que está fuera de toda duda es que cada una se creía la buena y estaba convencida de que la otra no tenía derecho a la vida.
La rebelión militar, también denominada
alzamiento
, estalló con éxito en Marruecos el día 17 de julio de 1936, y al día siguiente alcanzó la Península, donde fracasó parcialmente. El territorio quedó dividido en dos zonas, nacional y republicana, o fascista y roja, que libraron una larga y sangrienta guerra de tres años, hasta que la republicana (o roja) fue derrotada.
Del lado de los rebeldes quedaron Castilla la Vieja, gran parte de Andalucía, Galicia y Navarra, zonas eminentemente agrícolas. Del lado de los leales a la República, Madrid, Cataluña, el País Vasco y Levante, lo que en principio determinaba una cierta división entre la España agraria, tradicional y conservadora, y la urbana, industrial y revolucionaria. Los republicanos tenían el acero y la industria; los rebeldes, las lentejas. Cada cual tuvo que buscar en el extranjero lo que le faltaba.
El aplastamiento de la rebelión en Madrid y Barcelona se había debido, más que al gobierno, cuya reacción fue torpe y tardía, a la heroica y oportuna actuación de las organizaciones obreras constituidas en milicias. En los primeros meses de la guerra, estas milicias arrebataron al gobierno legítimo la dirección de las operaciones. Con funestos resultados porque la guerra, en manos de aficionados, entre los cuales había un alto nivel de indocumentados y analfabetos, no pudo ir peor frente a los rebeldes, que eran militares de carrera. Es cierto que muchos de ellos, panzones y rancios, no podrían ser considerados genios de la guerra, pero por lo menos tenían cierta experiencia de Marruecos. Además, la sociedad que habían venido a liberar los respaldó con entusiasmo, pues la facción republicana, uniendo a sus errores militares otros políticos, prácticamente había empujado a las gentes de orden a los brazos de la derecha. Ya hemos mencionado el enorme poder de la Iglesia sobre la opinión de la clase media española. Por si el colegio episcopal albergaba alguna duda sobre el bando al que le convenía apoyar, en la euforia revolucionaria del primer trimestre de la guerra, los elementos incontrolados del bando republicano asesinaron a cerca de ocho mil religiosos y religiosas, entre ellos a trece obispos, y saquearon e incendiaron gran cantidad de templos. Pío XI elevó su mano blanca y delicada, los dedos índice y corazón suavemente flexionados, y bendijo al bando nacional. Los obispos se calaron firmemente la mitra para predicar una cruzada contra los enemigos de la religión, como en los tiempos de Ricardo Corazón de León.