Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Aquí se apareja ocasión propicia para hablar del primogénito del rey, el futuro Fernando VII. Es sabido que Dios, en su infinita sabiduría, muchas veces compensa la fealdad física de algunas de sus criaturas dotándolas de relevantes cualidades morales e intelectuales. Sin embargo, a Fernando VII, además de hacerlo feo («ese narizotas, cara de pastel», lo llamaban), lo hizo vil, falto de escrúpulos, rencoroso, miserable y taimado. No añado abyecto y felón porque son los adjetivos que usan casi todos los historiadores y no quisiera dar la impresión de que me dejo influir por ellos. Ya, de príncipe, se veía venir, aunque destacara más su zafia simpatía, su populachera llaneza, cuando acudía de incógnito a tabernas y colmaos para refocilarse con rameras baratas y trasegar vinazo en compañía de arrieros y majos.
La familia de Carlos IV (retratada inmisericordemente por Goya en el famoso óleo) era un hervidero de ambiciones, de rencillas y de odios. Exceptuando al padre, un bendito que no se enteraba de nada, todos conspiraban contra todos, y la puñalada trapera y la zancadilla eran moneda cotidiana. Y mientras tanto, el interés de España, postergado como siempre.
El príncipe Fernando despreciaba a su padre y odiaba a su madre y a Godoy. ¿Por celos o por ambición de reinar? El caso es que, en su impaciencia por heredar el trono, se enredó en tratos secretos con los ingleses y preparó un golpe de Estado contra su padre. Cuando lo descubrieron, imploró el perdón paterno y, para demostrar la sinceridad de su arrepentimiento, delató a sus partidarios. El buenazo del rey lo perdonó.
Ya eran más de cien mil los soldados franceses acantonados en lugares estratégicos de España con el pretexto de ocupar Portugal. Había que ser muy lerdo para no advertir que Napoleón pretendía adueñarse del país. El plan del corso, según luego se supo, consistía en trasladar la frontera francesa al río Ebro y compensar a España de su pérdida con un trozo de Portugal (Carlomagno mil años antes intentó lo mismo, pero no ofreció nada a cambio). Godoy, alarmado por las tropas francesas que seguían entrando en España, ya sin las formalidades del principio, le vio las orejas al lobo y decidió enviar a los reyes a Sevilla, por si había que ponerlos a salvo en el extranjero. Agitadores a sueldo de Fernando, o vaya usted a saber de quién, soliviantaron a la plebe para que se amotinara e impidiera a los reyes abandonar su residencia en el Real Sitio de Aranjuez. Este «motín de Aranjuez» culminó con el asalto y saqueo de la casa de Godoy por el populacho o por el heroico pueblo en armas, según se mire. El príncipe de la Paz, trémulo, se había ocultado en un desván, detrás de la alfombra. Lo descubrieron y se salvó del linchamiento por los pelos, rescatado en el último momento por sus guardias de corps. Carlos IV, aterrorizado, abdicó en su hijo Fernando, pero el amo virtual de España, el general francés Murat, lo obligó a firmar un decreto en el que anulaba su abdicación y recuperaba el poder. Es que Napoleón tenía otros planes.
El francés convocó en Bayona a la familia real. El rey, la reina, el príncipe y Godoy comparecieron prestamente, abyectos y serviles, y representaron de buena gana la vergonzosa comedia que Napoleón les iba dictando: Fernando abdicaba en su padre; Carlos IV abdicaba en Napoleón, y éste, a su vez, traspasaba la corona de España a su hermano José Bonaparte.
El asunto parecía discurrir según el guión preparado por el corso cuando en Madrid surgió un imprevisto que lo echó todo a rodar. Cuando las tropas francesas sacaban del palacio real al infante Francisco de Paula para llevarlo a Francia estalló un motín popular. Era el dos de mayo de 1808, el Dos de Mayo famoso. Al heroico pueblo en armas (en esta ocasión nadie lo llamó
chusma
) se unieron algunos destacamentos del ejército y los capitanes del parque de artillería Daóiz y Velarde. Goya retrató magistralmente dos escenas de aquella jornada: la carga de los mercenarios egipcios a sueldo de los franceses, los mamelucos, en la Puerta del Sol, y los fusilamientos de la Moncloa de aquella misma noche, a la luz de los faroles.
La guerra de la Independencia había comenzado.
Mientras España se desgarraba, Fernando VII, su hermano y su tío, con un nutrido séquito de amigos y servidores, vivían por cuenta de Napoleón en el castillo de Valençay. Allí, el futuro rey de España entretenía sus ocios bordando y jugando al billar y a la lotería. También seguía, por la prensa y el correo, la marcha de la guerra de la Independencia y felicitaba a Napoleón por sus victorias sobre los españoles. Esto da idea de la catadura moral del individuo. Años después, Napoleón, en su meditativo exilio, se lamentaría de haberlo retenido en Francia: tenía que haberlo dejado en libertad para que todo el mundo supiese cómo era y desengañar a sus partidarios.
Con la familia real española prisionera de Napoleón, en el ruedo ibérico se produjo división de opiniones. Numerosos ilustrados admiradores de la cultura francesa (los afrancesados) aceptaron a José I, el hermano de Napoleón, pues, aparte de ser más presentable que cualquiera de los Borbones, les pareció que la nueva dinastía francesa encarnaba el espíritu liberal y progresista de la Revolución francesa, y la regeneración que España estaba necesitando. Y la verdad es que no iban descaminados, aunque el modo deshonroso como Napoleón se había hecho con España, por medio de engaños y violencias, resultara inaceptable.
Como los afrancesados, la Iglesia —que siempre ha tenido la vista larga y el paso corto, y sabe más por vieja que por Iglesia- también comprendió que un prolongado dominio francés acarrearía ilustración y modernización del país, revisión de los viejos esquemas, y que, todo ello, amenazaba sus privilegios y su hasta entonces indiscutido papel como rectora de la sociedad.
La Iglesia tenía los medios: más de veinte mil púlpitos desde los cuales sembrar odio contra los invasores. Y se aplicó a ello con dedicación y empeño. El pueblo, que era volátil y tampoco necesitaba mucho para soliviantarse, se levantó en armas contra los gabachos. ¿Y las sabias y prudentes disposiciones de gobierno que mientras tanto tomaba José 1 en su papel de ser rey benéfico y hacerse amar por sus súbditos? Ni se notaron. La propaganda patriótica le tejió una leyenda negra que lo acusaba de empinar el codo, a él que era completamente abstemio.
Pepe Botella,
baja al despacho.
No puedo bajar,
que estoy borracho.
En distintas regiones se constituyeron juntas para organizar la resistencia. La de Andalucía logró reunir un ejército considerable, que derrotó a las tropas del general Dupont en Bailén. La victoria consiguió un efecto multiplicador: José I tuvo que abandonar Madrid; Napoleón, que había menospreciado la capacidad ofensiva de los españoles, debió acudir personalmente para recuperar el terreno perdido. A partir de entonces, el ejército español sólo cosechó derrotas. Estaba visto que era insuficiente para enfrentarse contra las aguerridas y veteranas tropas napoleónicas que habían vencido ya a casi todos los ejércitos europeos. Entonces, recurrió a la vieja táctica de las guerrillas: hostigamiento continuo del enemigo, asalto a sus correos...
Napoleón, en su amargo exilio de la isla de Santa Elena, reprocharía a la úlcera española haber sido la ruina de su Imperio, pues le obligó a invertir en España hombres y recursos que necesitaba en otros lugares del continente. Esto, se comprende, llena de legítimo orgullo a los patriotas, pero el lector escéptico hará bien en creer que España ganó el premio ex aequo con Rusia, cuyo «general Invierno» aniquiló al mayor ejercito francés, casi medio millón de hombres, que se dice pronto. Y tampoco conviene olvidar que el ejército que verdaderamente derrotó a Napoleón en los campos de batalla españoles fue el inglés de Wellington, desembarcado en Portugal.
En la guerra de la Independencia, por esos azares de la historia, el pueblo soberano estuvo nuevamente en condiciones de tomar decisiones por vez primera desde que los comuneros fueran aplastados en Villalar, tres siglos atrás. Huérfana de reyes y libre de intereses dinásticos, España pudo trazar su propio destino. En Cádiz, única población que, debido a su condición casi insular, no había caído en poder de los franceses, se reunió un Parlamento de emergencia, las Cortes, y redactó la Constitución de 1812, inspirada en las ideas progresistas y liberales de la Revolución francesa. La Constitución limitaba los poderes del rey y otorgaba la representación del Estado a un Parlamento, sin privilegios para la Iglesia o la aristocracia, las dos columnas del antiguo régimen en las que se apoyaba la monarquía.
Paradójicamente, tanto los diputados de Cádiz como José Bonaparte pretendían el bienestar de España a partir de una mayor justicia social, la modernización del país y la abolición de los privilegios. Esta coincidencia en el programa fue fatal para los liberales porque, cuando se expulsó a los franceses, la reacción patriótica antiliberal, auspiciada por la Iglesia y los elementos más reaccionarios, fue terrible.
Derrotado Napoleón, Fernando VII regresó a España para hacerse cargo del trono. Lo hizo en olor de multitudes, agasajos, arcos de triunfo y guirnaldas, pésimas odas, marchas triunfales y repique de campanas. Como remate, al llegar a Madrid una entusiasta turba de mujeres con vocación de burras desenganchó los caballos de la carroza para arrastrarla ellas mismas hasta el Palacio Real.
Fernando VII se limpió el trasero con la Constitución de 1812 (me hago cargo de que la expresión es muy ordinaria, pero a él le habría gustado) y persiguió a muerte a los liberales. Los afrancesados, acusados de haber colaborado con el gabacho, tuvieron que poner tierra por medio, unos a Francia y otros a Inglaterra. Incluso Goya, que había denunciado las brutalidades del invasor en su serie de dibujos
Los desastres de la guerra
y en sus óleos históricos, tuvo que exiliarse y murió en Burdeos.
Fernando VII contaba con el apoyo de Iglesia y de las clases más reaccionarias del país. No tuvo dificultad para gobernar despóticamente, y sus seguidores lo aplaudieron cuando reinstauró la Inquisición, cerró las universidades y acabó con la prensa libre. También suprimió el Consejo de Estado para gobernar personalmente, auxiliado por una camarilla (así se llamó) integrada por sus amigotes, algunos de ellos carentes de una mínima instrucción, y no lo digo por el canónigo, que algo de latines sabría, sino por el aguador y el esportillero. Pero adulaban al encanallado tirano, incluso haciéndole creer que era un campeón del juego del billar, de donde procede el dicho: «Así se las ponían a Fernando VII.» Se refiere a las bolas de billar, para que se luciera con carambolas fáciles. Mientras tanto, la corrupción administrativa y el trapicheo dominaban la vida nacional, y la policía perseguía el menor vestigio de oposición liberal. A todo esto, Carlos IV y su esposa solicitaban, desde su exilio romano, que se les permitiera regresar a España para pasar aquí su vejez, pero Fernando, tan miserable como siempre, no lo consintió y los mantuvo en un mediano pasar. Godoy les fue tan fiel en el exilio como lo había sido en los días de gloria.
Las colonias de América, que habían gustado el sabor de la libertad durante el aislamiento impuesto por la guerra napoleónica, decidieron que ya eran mayorcitas para gobernarse solas. Engolosinadas con el ejemplo de su próspera hermana mayor, los Estados Unidos de América, estallaron en movimientos independentistas: Bolívar, en el norte, y San Martín, en el sur, derrotaron a las guarniciones españolas.
Fernando intentó enviar un ejército para la reconquista de las colonias perdidas, pero la tropa que tenía que embarcar se sublevó en Cabezas de San Juan al mando del general Riego, en un pronunciamiento o golpe de Estado de signo liberal. Fernando, creyéndose perdido, transigió con los principios liberales y juró nuevamente la Constitución que había abolido unos años atrás: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional», proclamó cínicamente. Era la desvergüenza y el pragmatismo encarnados: cualquier cosa antes que perder el trono. Pero la procesión iba por dentro, como le recordaba el
Trágala, perro
, la grotesca cantinela de los liberales que iban saliendo de sus alcantarillas. Fueron los felices y breves tiempos del «¡Viva la Pepa!», el grito liberal alusivo a la Constitución de 1812, la
Pepa
, porque fue promulgada el día de San José.
Pero el segundo intento de liberalizar a España fracasó también. Los liberales no tenían experiencia de mando ni contaban con partidarios suficientes para desactivar el sistema autoritario. Por otra parte, tenían que lidiar con la Iglesia y los estamentos privilegiados. Demasiado morlaco para un torero primerizo. Además, estaban divididos en varias tendencias, que se dedicaban a entorpecerse mutuamente. Dieron espacio sobrado para que actuara la Santa Alianza, una internacional europea reaccionaria que había entronizado de nuevo a los Borbones en Francia y perseguía las ideas disolventes (eso de Libertad, Igualdad y Fraternidad) que la Revolución francesa y las logias masónicas habían sembrado en Europa. La Santa Alianza envió un ejército a restaurar el absolutismo en España. Otra vez tropas francesas cruzaron los Pirineos e invadieron España, los Cien mil Hijos de San Luis, que no fueron tantos ni tan santos como da a entender su patronazgo, aunque, eso sí, su intervención fue mano de santo. Como esta vez la francesada le convenía, la Iglesia se guardó mucho de soliviantar al pueblo contra los nuevos invasores. La expedición resultó un agradable paseo militar. Fernando VII volvió a gobernar como un sátrapa, y los liberales hicieron nuevamente las maletas camino del exilio. Esta vez a Inglaterra; que la Francia borbónica se había vuelto peligrosa.
Después de este episodio, las colonias americanas alcanzaron la independencia. Aquel Imperio español donde antaño no se ponía el sol había quedado de pronto reducido a Cuba y Filipinas. Por poco tiempo.
Fernando VII era rencoroso y gozaba de excelente memoria. No olvidó las angustias pasadas durante la revolución liberal y, en los diez años siguientes, la década ominosa (1823-1833), instauró un Estado policíaco y persiguió sañudamente cualquier brote de liberalismo. En vista de que pintaban bastos, los liberales se mantuvieron al pairo, en el exilio, aunque algunos intentaron derrocar al régimen y organizaron un par de desembarcos suicidas, que fracasaron estrepitosamente. A la postre, el único liberalismo posible fue el que Fernando, muy a pesar suyo, consintió, por razones prácticas, cuando comprobó que los ministros más afines a su pensamiento eran completamente ineptos, y más le valía confiar en otros más enterados del funcionamiento del Estado, aunque pecaran de liberaloides.