Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Cuando Carlos pretendió extirpar nuevos impuestos del bolsillo de España para sufragar los gastos de su elección imperial, las Cortes se mostraron más reticentes. El flamenco tuvo que sobornar a unos diputados y amenazar a otros para conseguir que le votaran el nuevo subsidio. Con todo, algunas ciudades se negaron en redondo a aflojar la bolsa, a pesar del resultado de la votación, y hasta lincharon a algún diputado. Las cosas se ponían feas. Mientras Carlos iba a recibir el Imperio, España se alzaba en armas.
En Castilla, los representantes de algunas ciudades, los comuneros, decidieron destronar a Carlos y devolver la corona a su madre, Juana la Loca, que vivía su demencia, retirada del mundo, en Tordesillas. Los comuneros constituyeron una milicia ciudadana que tomó como enseña el pendón rojo de Castilla. (La Segunda República española sustituyó una de las dos franjas rojas de la bandera borbónica por otra morada en recuerdo de los pendones comuneros, pero se equivocaron de color.)
Juana la Loca rechazó el trono que le ofrecían. No quería malquistarse con su hijo, al que apenas conocía. Los nobles, por su parte, no movieron un dedo por el emperador, molestos como estaban porque los había postergado en favor de los flamencos. Solamente cuando vieron que el movimiento comunero iba adquiriendo un preocupante cariz revolucionario y podía caer en manos de agitadores sociales que fueran contra sus intereses de clase, constituyeron un ejército nobiliario que derrotó a los rebeldes en la batalla de Villalar. Es curioso cómo se repite la historia. Unos siglos después, el desmadre de otro frente popular acarrearía la caída de otros comuneros que intentaban liberar al país de los abusos de una monarquía corrupta. El pueblo es que no aprende nunca.
Los caudillos comuneros —Padilla, Bravo y Maldonado fueron decapitados, el país quedó pacificado y el poder real robustecido. Las ciudades seguían gozando de cierta autonomía bajo la atenta supervisión del corregidor o gobernador real. Aparte de esto, todo quedó como estaba. Los nobles siguieron sin pagar impuestos y el pueblo continuó pagándolos con creces y aumentos, lo que, a la larga, impidió el desarrollo de una burguesía comercial y de una industria emprendedora, un fenómeno que la modernidad estaba impulsando en otros países europeos.
El Imperio tenía sus servidumbres. Del emperador se esperaba que defendiese a la cristiandad, esa vaga sombra de unidad europea alentada por los papas sobre el lejano recuerdo del Imperio romano. Alemania era un mosaico de principados cuya tutela ejercía Carlos en su condición de emperador. El luteranismo se estaba extendiendo rápidamente por aquellas tierras. Carlos se creyó en la obligación de reprimir la herejía y mantener el Imperio dentro de la obediencia a la Iglesia de Roma. Por lo tanto, tomó sobre sus hombros la tarea de combatir a los príncipes protestantes. Además, en su calidad de paladín de la cristiandad, acató la tarea de contener la expansión de los turcos por el Mediterráneo. Todo ello con dinero español, en especial castellano, naturalmente.
Carlos implicó los recursos españoles en una guerra larga y costosísima, y a la postre, fracasó, pues tuvo que otorgar libertad religiosa a los principados imperiales. Además, involucró a España en una larga contienda con Francia por un territorio ajeno a los intereses españoles, el ducado de Borgoña. El escenario de la guerra fue principalmente Italia, donde los franceses fueron derrotados en Pavía y su rey, Francisco I, cayó prisionero. El francés se comprometió, entonces, a entregar a Carlos el ducado de Borgoña y el Milanesado, en el norte de Italia, pero en cuanto se vio libre, incumplió lo tratado. Nuevamente se encendió la guerra, y las tropas de Carlos V, entre las cuales, además de españoles e italianos, se enrolaban regimientos de mercenarios alemanes y suizos, los famosos
lansquenetes
(muchos de ellos protestantes), asaltaron y saquearon Roma, aliada del francés. Es
il sacco di Roma
, un sonado y sangriento episodio en el que no faltaron monjas violadas, sacerdotes destripados, iglesias saqueadas, las pinturas de Miguel Ángel en la capilla Sixtina dañadas por
graffiti
hechos a punta de alabarda, etcétera. Al protonotario pontificio, que era de Jaén, lo colgaron de sus partes nobles para que revelara el escondite de los tesoros del pontífice, pero él murió sin soltar prenda, con un par.
En el Mediterráneo, la guerra contra los turcos fue menos afortunada. Desde sus bases en el norte de África, los corsarios berberiscos atacaban y saqueaban el comercio español y los pueblos del litoral. Uno de los caudillos piratas, Barbarroja, incluso se apoderó de Argel. Carlos V contraatacó, conquistando Túnez, pero fracasó en otra expedición contra Argel, que quedaría en manos de los piratas y seguiría siendo un peligro para los intereses españoles.
España, especialmente Castilla, se despoblaba mientras sus tropas se multiplicaban para intervenir en todos los conflictos: no sólo había que colonizar América, lo que, después de todo, podía considerarse una empresa rentable, sino suministrar tropas y recursos para las múltiples campañas europeas: Italia, Alemania, los Países Bajos y cuatro guerras contra Francia, herencia de los conflictos por el reino de Nápoles.
Así fue como España, sin comérselo ni bebérselo, acabó identificándose con el Imperio europeo de los Austrias, un pozo sin fondo que continuamente demandaba oro y sangre. A las Cortes, tras la derrota de los comuneros, no les había quedado fuerza para imponer sus derechos. El rey ignoraba las súplicas de los representantes del pueblo.
A algunos lectores menos escépticos les puede parecer que, aunque los Austrias fueran extranjeros, a la postre, se hicieron más españoles que nadie, y aquí se quedaron, pues Carlos V murió en Yuste, y Felipe II, su hijo, en El Escorial. También cabría considerar que los Austrias se instalaron aquí por interés, porque España, y especialmente Castilla, era la mejor finca del
holding
familiar, la situada más estratégicamente, la más cómoda y rentable, y desde luego, la más dócil.
Aquella España, en cuyos dominios no se ponía el sol, era más apariencia que otra cosa. El Estado poderoso, monolítico y virtuoso que presentaban los libros de historia de nuestro bachillerato, aquel paladín victorioso del catolicismo contra los herejes protestantes y contra los paganos turcos, era, en realidad, un endeble conglomerado de regiones que no tenían casi nada en común: ni costumbres, ni instituciones, ni lengua, ni intereses económicos. Su precaria unidad política se basaba en la fe, que, como es sabido, mueve montañas. Religión y política se fundieron y confundieron hasta el punto de que en la correspondencia palatina circulaba la expresión «ambas majestades», alusiva a Dios y al rey, un pomposo título, traído también por los Austrias, que había venido a sustituir al genuinamente español
alteza
, usado por los reyes españoles.
Carlos se casó, ya talludito, con una prima hermana suya, la princesa Isabel de Portugal. El principal móvil del rey era apoderarse de las novecientas mil doblas de oro de dote que aportaba la chica (es que los portugueses, ya abierto el camino de las especias, se habían hecho inmensamente ricos). Para su sorpresa, encontró también a una mujer bellísima y amable, dulce y discreta. Se prendó de ella, claro (aunque, en los viajes, se solazaba con otras, que, en lo tocante a la coyunda, el flamenco siempre fue muy liberal).
La guapa portuguesa cumplió con su oficio con dignidad y eficacia: dio un heredero (Felipe II) al emperador y gobernó España sensatamente durante las largas ausencias de su esposo. Murió de sobreparto a los treinta y seis años. La escolta de su cadáver hasta Granada recayó en el marqués de Lombay, Francisco de Borja, que estaba secretamente enamorado de ella. Al llegar a su destino, el protocolo requería que se abriese el féretro para formalizar la entrega de los restos. El de Borja se asomó a ver a su amada por última vez: la belleza se había convertido en una horrible imagen de la muerte. Conmocionado, el marqués se retiró del mundo e ingresó en la Compañía de Jesús, en la que llegaría a general y luego a santo. Traemos a colación el episodio porque, aunque no afecte decisivamente a la historia de España, puede, sin embargo, contribuir a la edificación del lector.
Carlos V abdicó en su hijo Felipe II en 1557. El emperador no había cumplido todavía los sesenta, pero era ya un hombre acabado, prematuramente envejecido y baldado por la gota, esa enfermedad propia de glotones y devoradores de carne, para la que el seco refranero castellano propone un drástico remedio: se cura tapando la boca. Imposible en el caso del emperador, que ni siquiera podía encajar las mandíbulas. Además, el insaciable apetito de aquel émulo de Pantagruel era proverbial. En una misma comida consumía sopas, pescados salados, vaca cocida, cordero asado, liebres al horno, venado a la alemana y capones en salsa, y trasegaba hasta cinco jarras de cerveza, de un litro más o menos, sin contar el vino. Y encima de todo, los postres.
El emperador vivió su jubilación en el monasterio de Yuste, en Extremadura, donde la intendencia de palacio le mantenía la despensa bien repleta: pasteles de lamprea, perdices, liebres, venados, incluso ostras vivas y picadas, que le enviaban desde Santander.
Su hijo Felipe II fue algo más moderado en la mesa, pero en política salió tan desacertado como el padre. Físicamente, no se le parecía, como no fuera en el maxilar adelantado y el belfo caído. Era menudo, pálido, de pelo rubio y fino, y ojos azules acuosos. Además era estreñido y, a pesar de los anillos de hueso que usaba para remediarlas, padecía almorranas. Es que la dieta de los pudientes era demencial, prácticamente sólo carne, a palo seco, sin verduras ni fruta.
Felipe II nunca aprendió idiomas (carencia que le acarrearía algún disgusto), pero poseía una cultura considerable, adquirida con buenos preceptores y por sus muchas y variadas lecturas. Era muy aficionado a la música y al ocultismo, y coleccionista compulsivo de todo lo coleccionable (monedas, medallas, estatuas, cuadros, armas, animales africanos). De mozo, fue algo cazador y bailón; luego, se tornó triste y austero. Es natural, puesto que vivió toda su vida aplastado por el peso del Estado, siempre empapelado hasta las cejas.
Felipe II fue un «débil con poder» (Marañón), un hipocondríaco inexpresivo y taciturno, distante y frío, terriblemente indeciso y muy tímido, aunque estuviera investido de todo el poder del mundo. No deja de ser curioso que este hombrecillo, siniestro por muchas vueltas que se le dé, y llamado con evidente desacierto «el rey prudente» por historiadores aduladores, haya tenido siempre sus partidarios, que lo han identificado con la íntima esencia de España. El rígido protocolo Austria exigía que el cortesano aguardase a que el rey hablara primero. Felipe clavaba su helada mirada azul en el desventurado que venía a evacuar consultas durante un tiempo que al otro se le antojaba eterno y, cuando lo veía temblar, le decía: «Sosegaos.» De este modo, lejos de tranquilizarlo, lo desasosegaba más todavía.
Felipe II era un burócrata, un hombre gris (aunque prefería el negro, color que desde entonces fue imitado por la corte). Su padre había pasado la vida viajando; él optó por establecer su corte en un lugar fijo, a ser posible en el centro, como la araña en su tela. La corte, hasta entonces, había sido itinerante, y Carlos V casi la había fijado en Valladolid. Pero Felipe la trasladó a Madrid, que era un poblachón manchego, y luego a El Escorial, el sórdido, aunque monumental y faraónico, monasterio-panteón-palacio real que construyó a su imagen y semejanza. Por cierto que, corriendo el tiempo, inspiró la arquitectura grandilocuente de los nazis. Al megalómano Hitler le encantaba El Escorial y cada vez que uno de sus ministros aterrizaba en Madrid la visita al monasterio era obligada.
Desde El Escorial, Felipe lo controlaba todo. Desconfiado hasta extremos patológicos, pasaba el día en su oficina, revisando resmas de informes y haciendo el trabajo que normalmente hubiera correspondido a media docena de secretarios y ministros.
La maquinaria del Estado se había tornado extraordinariamente compleja. Los cinco ministerios o consejos que tuvieron sus bisabuelos, los Reyes Católicos, habían aumentado a nueve con Carlos V, y él los elevó a catorce. Pero los altos funcionarios, virreyes y gobernadores, no disfrutaban de gran autonomía, pues el rey pretendía controlarlo todo desde su despacho.
Felipe tuvo cuatro mujeres; sucesivas, claro. A los dieciséis años, todavía príncipe, lo casaron con María de Portugal, prima suya por partida doble (los dos eran nietos de Juana la Loca). La novia era gordita y risueña, y el príncipe se aficionó a ella; pero los recién casados no pudieron vivir una gran pasión porque el emperador les había asignado un ayo rodrigón y plenipotenciario que les racionaba el sexo. Temía Carlos que el exceso de fornicio quebrantara la salud de su heredero como quebrantó la de su tío Juan, el de los Reyes Católicos. No sabemos si sería por esa vigilancia que le restaba intimidad, pero lo cierto es que la coyunda llegó a resultar un penoso ejercicio para el joven Felipe. «Cuando cumple sus deberes conyugales sufre tal irritación nerviosa que procura hacerlo lo menos posible.» Fue en su madurez cuando nuestro hombre aprendió a saborear los sazonados frutos del amor y hasta tuvo también, el santurrón, unas cuantas amantes. No obstante, lo de su relación con Ana de Mendoza, princesa de Éboli —menudita, guapa, tuerta de un ojo, que tapaba con coquetuelo parche de seda- es seguramente un infundio sin la menor base histórica.
La primera mujer, la portuguesa, murió pronto, de sobreparto, después de alumbrar al infortunado príncipe don Carlos. Es alarmante la cantidad de mujeres de la casa real que fallecían de sobreparto. Ello se debe probablemente a la atención médica que recibían. Los médicos lo arreglaban todo con sangrías, que debilitaban al enfermo y, muy a menudo, lo llevaban prematuramente a la tumba. Los pobres, como no podían costearse los servicios de un médico, eso llevaban ganado.
El segundo matrimonio de Felipe fue con su tía María Tudor, reina de Inglaterra, la cual, aunque aparentaba ser su abuela, sólo le llevaba once años. La señora era repulsiva, beata, neurótica, propensa a los embarazos histéricos y, lo peor de todo, tremendamente apasionada. Felipe hizo de tripas corazón y se sacrificó por razón de Estado. ¿Se imagina el lector lo que podría haber ocurrido de tener esta pareja hijos que heredasen a un tiempo España e Inglaterra? Sin duda, la historia del mundo hubiese sido otra. Pero este matrimonio tampoco duró mucho porque María falleció cuatro años después. La señora era ferozmente católica y antes de morir se llevó por delante a muchos protestantes. Por eso la apodaron
Bloody Mary
, Mary la Sangrienta, apelativo que hoy, ¡lo que son las cosas!, designa un famoso combinado.