Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
La situación llegó a ser tan intolerable que los moriscos se rebelaron en 1568, pero la guerra de las Alpujarras les fue adversa a pesar del apoyo del mundo musulmán, de los turcos, de los berberiscos y de la incordiante Francia. Bautizada y sometida, aquella minoría inasimilable y sospechosa continuó su tortuoso camino enquistada en el flanco de la sociedad cristiana, con una tasa de natalidad superior. Llegará el día, advertían los alarmistas, en que los moriscos serán más numerosos que nosotros y se harán otra vez con España sin disparar un tiro. Más o menos lo que hoy dicen a la vista de la creciente y lenta invasión de ciudadanos magrebíes que cruzan el Estrecho para establecerse en Europa.
¿Cómo resolver el problema morisco? Los más moderados se inclinaban por la expulsión, como antaño se hizo con los judíos, pero Felipe II el Prudente ya había tenido ocasión de constatar en sus propias carnes lo desastrosa que había resultado aquella medida. Los moriscos eran excelentes agricultores, artesanos laboriosos, dóciles y frugales obreros y, lo más importante de todo, pagaban impuestos en un país donde, entre privilegios, fueros y franquicias, el ministro de Hacienda se las veía y se las deseaba para arrancar un miserable óbolo a la ciudadanía. La comunidad morisca, esa verruga peluda que afeaba la blanca epidermis de sus reinos, repugnaba a Felipe II, pero renunciar a los impuestos que pagaban le causaba una repugnancia aún mayor. Optó por mantenerlos.
Fue su hijo y sucesor, Felipe III, el que los expulsó. En unos pocos años, medio millón de moriscos abandonó España, lo que produjo los desastrosos efectos económicos que se preveían. Es posible que el fisco perdiera la mitad de los ingresos. Algunas provincias quedaron tocadas de ala por espacio de siglos, entre ellas Aragón, donde los moriscos suponían casi el cincuenta por ciento de la población agraria.
Los Reyes Católicos habían planeado que su hijo Juan heredara un Estado fuerte, centralizado, moderno y aliado (por la política matrimonial) con todas las casas europeas, esto último para hacer la vida imposible a Francia, la gran enemiga de Aragón.
Pero el tiro les salió por la culata. Su heredero, el príncipe Juan, era de constitución más bien endeble y, por el contrario, la novia que le buscaron, Margarita de Borgoña, era una rubia fogosa, fortachona, saludable e inclinada a la gozosa coyunda, y se merendó al marido en unos meses. Los médicos de la corte, que veían al desventurado príncipe cada día más delgado, flojo de rodillas y con unas preocupantes ojeras cárdenas, se alarmaron y aconsejaron a la reina que los separara y les diera treguas, que la cópula tan frecuente era un peligro para el príncipe; pero Isabel, por algo llamada la Católica, les replicó: «Los hombres no pueden separar a quienes Dios unió con el vínculo conyugal.»
Si uno además de escéptico fuera desconfiado (que no lo es) pensaría que Margarita de Borgoña se cargó al príncipe a posta, para que las coronas de España recayeran en su familia. El caso es que aquella inoportuna muerte dejó a España en manos de la familia de Margarita, y el negocio monárquico de la Casa de Trastámara, tan española, se traspasó a la de Habsburgo, extranjera, también conocida como Austria. Para evitar confusiones será mejor que en adelante los llamemos Habsburgo-Austrias o, mejor todavía, Austrias a secas.
El escéptico lector quizá tenga oídos grandes elogios al poder y la grandeza de España bajo los Austrias. Es porque la historia la escriben historiadores apesebrados por los reyes y los políticos. Bien mirado, el traspaso de la cosa española a la Casa de Austria fue una calamidad nacional y trajo más daño que ganancia. España, por fin, culminada la Reconquista, con todo su incipiente y prometedor Imperio colonial, con sus buenos pastos, sus ovejas merinas, sus hierros vizcaínos, sus huertas lechugueras y sus ríos trucheros, cayó en manos de una familia extranjera, reyes rubios que ignoraban el idioma del país, que bebían cerveza en lugar de vino, que desconocían las costumbres españolas y que antepusieron sus intereses europeos a los de España. En el
holding
de los Austrias fuimos la empresa saneada, cuyos beneficios se utilizan para enjugar las pérdidas de otras empresas ruinosas. La diferencia es que España no sólo dio dinero, sino también la sangre de sus hijos, derramada en guerras absurdas, de las que, en cualquier caso, no iba a sacar ningún provecho.
Antes de proseguir quizá convenga recordar el origen de la Casa de Austria.
En la Edad Media, los Habsburgo habían sido una familia noble como tantas otras. Tenían unos estados patrimoniales, un castillo y algunas tierras en Suiza, nada del otro mundo.
No eran casi nada los Habsburgo, apenas un puntito en el mapa de los principados alemanes, pero picaban alto. El mnemotécnico lema de la familia rezaba: AEIOU, es decir:
Austria Est lmperari Orbi Universo.
¿Querían mandar sobre todo el mundo? ¿Y cómo esperaban conseguirlo? Tropas no tenían, o al menos, no las necesarias. Entonces, en la cama.
Bella gerant alii, tu felix Austria nube
Nam quae Mars aliis, dat tibi regna Venus.
Es decir: «Deja las guerras a otros; tú, Austria feliz, cásate porque los reinos que a otros otorga Marte, a ti te los regala Venus.»
¿Van entendiendo ya que a lo mejor la muerte por consunción del príncipe Juan, tísico como la Traviata, no fue tan fortuita?
Eran listos estos Austrias, ¿eh? Casándose y heredando, hicieron su fortuna y crecieron. Entre bodas y alianzas, lograron hacerse con Austria, Hungría, Bohemia y, por supuesto, con España durante los dos siglos en que fue la nación más poderosa del globo, no a causa de ellos, como a veces se dice, sino más bien a pesar de ellos.
Regresemos ahora a los Habsburgo-Austrias. Sin necesidad de echar mano a enredados y no siempre fiables árboles genealógicos, los miembros de esta familia se distinguen por el inconfundible aire familiar de su mandíbula prognática, el labio inferior grueso y caedizo, y el superior retraído. Muchos de ellos presentan, también, la frente demasiado alta y los ojos espantados, pero esto es menos notorio. Durante siglos se casaron entre ellos —primos con primas, tíos con sobrinas y sobrinos con tías—, ignorantes de las funestas consecuencias de la consanguinidad, un abuso que acentuó los rasgos negativos hasta convertirlos en taras físicas (y en taras mentales). La degeneración culminó con Carlos II de España, nuestro último Austria, un verdadero engendro, como veremos cuando le toque.
Otra característica familiar, quizá mero producto de la mentada consanguinidad, fue el carácter obsesivo, las ideas fijas, la testarudez y, en sus grados más patológicos, la locura. Maximiliano, el suegro por partida doble de los Reyes Católicos y abuelo de Carlos V, no se separaba de su ataúd, ni siquiera cuando viajaba, y sostenía con él largas conversaciones.
Sí. Nuestros Austrias descendían de locos por las dos ramas, porque por la parte española, la de Isabel y Fernando, también los había habido. El más conspicuo, como su propio nombre indica, fue Juana la Loca, madre de Carlos V, aparte de que la influencia de la rama borgoñona mandibular y pirada afectaba también a las casas reales españolas desde hacía siglos. Recordemos que las hermanas de Alfonso VI, Teresa y Urraca, se casaron con dos príncipes de Borgoña. Un hijo de Urraca, Alfonso VII, fue ya prognático, así como su nieto, Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas. Luego, la marca familiar se transmitió a otros reyes de Castilla sin perdonar a la dinastía bastarda de los Trastámaras. Enrique II de Castilla, abuelo de Isabel la Católica, padecía acusado prognatismo, como se puede comprobar en su retrato fúnebre de la catedral de Toledo, y no digamos Enrique IV el Impotente, el de las «quijadas luengas y tendidas de la parte de ayuso». Con tantas bodas cruzadas, los Trastámaras volvieron a reforzar el prognatismo de los Austrias. Doña Leonor, hija de Enrique II, se casó con Eduardo I de Portugal, que fue abuelo de Maximiliano de Austria, abuelo, a su vez, de nuestro Carlos V. Por lo tanto, Carlos V heredaría el defecto por duplicado, ya que, además, era nieto de Isabel la Católica y biznieto de Juan II. ¿Me siguen?
Lo curioso de la tara prognática es que parece consustancial a la historia de España, porque también se transmitió a los Borbones, como en su momento se verá.
Carlos V, el hijo de Juana la Loca, se parecía más al padre, Felipe el Hermoso. Tiraba a pelirrojo, y su mandíbula inferior era de tal calibre que no podía encajarla al masticar, ni cerrar la boca en reposo. En una visita a Calatayud, un caballero se le acercó para aconsejarle, con socarronería aragonesa: «Mi señor, cerrad la boca, que las moscas de este reino son traviesas...» Carlos procuró disimular este defecto dejándose crecer la barba, y sus pintores de cámara echaron fantasía a sus pinceles para mitigar el desaguisado. No obstante, basta echar una ojeada a cualquiera de los retratos de Tiziano para advertir la descomunal quijada. Los cortesanos, aduladores, se dejaron barba también, se aficionaron a la cerveza y se esforzaron por descifrar el habla ceceante, casi ininteligible, del emperador.
Fue Carlos un hombre vitalista, a la manera alemana; gran glotón, gran bebedor y aficionado a las mujeres, tanto a las de alta como a las de baja condición. Y culito que veo, culito que deseo, si una mujer le caía en gracia. ¿Querrán ustedes creer que preñó a la viuda de su abuelo Fernando el Católico? Hay que alegar, en su descargo, que la viuda era una francesa bastante atractiva, y en su punto exacto de sazón, con veintinueve años recién cumplidos, y que Carlos tenía diecisiete y un hervor en la sangre. Además, su abuelo Fernando, antes de morir, le había recomendado en una carta que cuidara de ella «y la tendréis donde pueda ser remediada de todas sus necesidades» (probablemente, Fernando estaba pensando en otras necesidades). El caso es que Carlos se prendó de su abuelastra y se hizo construir un puente de madera que cruzaba la calle desde su residencia a la de Germana, en Valladolid. De este trato familiar, nació una hija, a la que cristianaron como doña Isabel y a la que algunos documentos titulan infanta de Castilla.
También fue Carlos muy viajero: «Nueve veces fui a Alemania, seis he pasado a España, siete a Italia, diez he estado aquí en Flandes; cuatro, en paz y en guerra, he estado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos contra África... todas las cuales son cuarenta [...]. He navegado ocho veces el Mediterráneo y tres el Océano [...]. Doce veces he padecido las molestias y los trabajos del mar.»
Carlos I de España y V de Alemania había heredado España por parte de madre, y por parte de padre, los dominios de la Casa de Austria, es decir, los Países Bajos, Austria y el sur de Alemania.
Eran muchos lugares, cada uno con su conflicto, donde gastar los hombres y recursos de España.
Carlos V se educó en los Países Bajos y ya había cumplido diecisiete años cuando llegó a España. Por cierto que desembarcó en Tazones, no lejos de Villaviciosa, y los navíos que lo traían causaron alarma y conmoción entre los lugareños, pues los tomaron por piratas. No iban muy descaminados los rústicos: el numeroso séquito de rubios borgoñones que acompañaba a Carlos venía dispuesto a llenar la bolsa en España. A poco, ya tenían copados los más altos cargos de la administración. El monarca no se quedaba atrás: hizo saber a sus súbditos que necesitaba dinero. Las Cortes de Castilla, Aragón y Cataluña aflojaron la bolsa sin entusiasmo. La mano derecha del emperador era Guillermo de Croy, el señor de Chiévres, cuyo apellido flamenco fue inmediatamente castellanizado por Chevres y traducido por Cabrito. Este hombre rapaz se hizo muy pronto paradigma de la riza borgoñona, a la que se atribuía la creciente escasez de monedas de oro que padecía el país. El pueblo hizo un chiste de su propia desgracia y saludaba en verso a los cada vez más raros ducados de a dos.
Líbreos Dios, ducado de a dos,
que el señor de Chevres no topó con vos.
Después del primer ordeño y antes de que se cumpliera el plazo establecido, Carlos necesitó más dinero porque los alemanes lo habían elegido emperador del Sacro Imperio romano germánico, y vestir el cargo conllevaba gastos cuantiosos (especialmente, sobornos a los príncipes electores). España, sobre todo Castilla, volvió a aflojar la bolsa.
En los tiempos de que estamos tratando, el Sacro Imperio, del que ya hablamos páginas atrás, era un club exclusivo, cuyos miembros eran las cabezas de un enjambre de dinastías reinantes en los minúsculos reinos y señoríos del territorio imperial. Abarcaba Alemania y sus zonas limítrofes, Austria, parte de Checoslovaquia y Francia, Suiza, Países Bajos y la mitad superior de Italia. Los miembros del club, es decir, los príncipes electores, urdían toda clase de intrigas y pactos para ver cuál de ellos resultaba elegido. En la rebatiña por los votos, los muñidores al servicio de los diferentes candidatos no descartaban las más sucias maniobras: el soborno, el chantaje, la prevaricación, el pucherazo y la componenda. De hecho, algunos príncipes venidos a menos casi vivían de estos corretajes.
España nunca fue territorio imperial. Sin embargo, como estamos viendo, en dos ocasiones distintas, dos reyes aparentones la sangraron para atender sus ambiciones u obligaciones imperiales. El primero fue Alfonso X el Sabio, quien, en lugar de terminar la obra conquistadora del padre, malgastó los recursos de la agotada Castilla en sufragar su candidatura imperial. A la postre, no le sirvió de nada, porque el papa lo dejó tirado. El segundo fue Carlos I. Por cierto, después de que él rompiera los dientes a nuestros antepasados por pretender que la corona de España fuera más importante que la imperial, los dóciles españoles hemos aprendido a conocerlo más como Carlos V, su título imperial, que como Carlos I, el título español.
Pues bien, Carlos V resultó elegido, para desgracia nuestra, y como era tan novelero y tan lector de libros de caballerías, se tomó a pecho el cargo y, en su papel de protector de la Iglesia católica, no vaciló en sacrificar los intereses de España a los del Imperio romano germánico, financiando con dinero y sangre españoles una costosa e inútil campaña contra el protestantismo que se extendía por Alemania como una mancha de aceite.
El Imperio (en alemán
Reich
) fue siempre un asunto esencialmente alemán. Por eso, en el siglo XIX, cuando Alemania dejó de ser una federación de principados para constituirse, por fin, en Estado soberano, se denominó pomposamente Segundo Imperio, es decir, Segundo Reich, el que arremetió contra media Europa en la primera guerra mundial. Y Adolfo Hitler instituyó el Tercer Reich, que arremetió contra medio mundo unos años después. Con los fervientes deseos de que nunca haya un Cuarto Reich cerramos este capítulo y regresamos a Carlos V, es decir Carlos I, al que dejamos aguardando con el belfo caído.