Historia de España contada para escépticos (20 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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A Isabel no le correspondía reinar: sólo era medio hermana del rey Enrique IV, y por delante de ella, en el orden sucesorio, había dos personas: su otro medio hermano, Alfonso, y su sobrina Juana. Pero se había propuesto ser reina de Castilla y, al parecer, las personas que podían estorbar su designio tenían una tendencia a fallecer prematura y misteriosamente. Así le ocurrió a Alfonso, el heredero de la corona, y la misma suerte corrió don Pedro Girón, el maestre de Calatrava, un novio que le buscó el rey a su hermana, muy en contra de la voluntad de la interesada.

Muerto Alfonso, la sucesión recaía sobre la princesa Juana, la hija del rey, pero una poderosa facción nobiliaria empeñada en destronar al monarca apoyó la candidatura de Isabel y consiguió que el rey admitiera que su hija Juana era producto de las relaciones adúlteras entre la reina, su esposa, y el favorito don Beltrán de la Cueva. Por eso la apodaron la Beltraneja, y a Enrique IV, el Impotente, aunque sabían muy bien que era un hiperactivo bisexual de pelo y pluma, que se tenía más que pistoleadas a todas las putas de Segovia y a los moros de su escolta sodomita. Todo esto para conseguir que Isabel heredara el trono. Al escéptico lector quizá le dé la impresión de que la mosquita muerta de Isabel se abrió camino sin reparar en medios. Probablemente no fuera ella sola, sino el poderoso
lobby
nobiliario que apoyaba su candidatura. En cualquier caso, el rey, su hermano, tampoco era una persona que concitase grandes simpatías. Era un sujeto degenerado e irresoluto, cobarde y vil, producto de una estirpe ya degenerada por casamientos consanguíneos, «un degenerado esquizoide con impotencia relativa [...], displásico eunuco con reacción acromegálica» (Marañón).

En aquel tiempo era impensable que un miembro de la familia real se casara sin permiso del rey. La elección del esposo de Isabel correspondía a Enrique IV y, dado que la novia podía algún día heredar la corona, la elección era asunto de alta política. Había tres candidatos principales: un portugués, un francés y un aragonés. A Enrique IV le gustaba el portugués, su colega el rey Alfonso, pero las Cortes castellanas, que también tenían algo que decir, patrocinaban al pretendiente francés. Y la novia, influida por los magnates que la apoyaban como sucesora de Enrique, escogió al aragonés, el príncipe Fernando. De aquí que tuvieran que casarse en secreto y sin permiso del rey. El concertador que había apañado la boda, repartiendo generosamente sobornos y, promesas en el
entourage
de Isabel, era el padre de Fernando, Juan II, el rey de Aragón, un zorro que andaba con el agua al cuello y necesitaba desesperadamente la alianza con Castilla en su contencioso contra la poderosa Francia por el reino de Nápoles. Es que los franceses se lo estaban comiendo vivo. Le habían ganado ya los condados catalanes de Cerdaña y el Rosellón, y le habían tomado Gerona.

Aragón, ya lo hemos visto, sólo aportaba problemas con Francia. Por el contrario, la unión con Portugal, cuyos intrépidos marinos estaban ya lanzados a la exploración y conquista de nuevas rutas, hubiese robustecido el imperio colonial que Castilla iba a iniciar tras el descubrimiento de América. Por otra parte, las instituciones portuguesas se podían adaptar mejor a las de Castilla que las aragonesas. Ya se sabe de lo poco que sirve dar capotazos a toro pasado, pero el escéptico lector convendrá en que hubiera sido más sensato y conveniente para España que Isabelita se hubiese casado con el portugués.

En realidad, a pesar de la boda de los Reyes Católicos, Aragón y Castilla no se unieron. Hubiera sido cruzar un erizo con un pez: las leyes, el sistema económico y hasta las costumbres eran completamente distintas.

Sin embargo, a pesar de los términos de igualdad en que se estipuló la boda, y a pesar del «tanto monta, monta tanto», parece que Fernando salió beneficiado con el casorio. Por ejemplo, la política matrimonial seguida por la pareja fue típicamente aragonesa, pues tuvo como principal objetivo emparentar con todas las casas reales europeas para aislar a Francia. Quizá con este objetivo como meta, y ello no descarta gusto y atracción, los Reyes Católicos tuvieron ocho hijos. (Número en el que no incluimos las tres hembras y un varón extramatrimoniales que Fernando engendró en diversas amantes, porque el aragonés «amaba mucho a la reina su mujer, pero dábase a otras mujeres», como dice el cronista.)

A pesar de estos defectillos de Fernando, Isabel podía considerarse una mujer afortunada porque sus otros pretendientes salieron bastante peores. Por ejemplo, el novio que había propuesto Inglaterra, el duque de Gloucester, el futuro Ricardo III, era malvado, feo, contrahecho y jorobado. Acabaría convirtiéndose en rey, después de asesinar a sus sobrinos de corta edad, para morir declamando aquello de «¡Mi reino por un caballo!», como nos enseña Shakespeare en un famoso drama histórico.

La desgracia de España fue que los Reyes Católicos fundaron un Estado fuerte y de gran porvenir, pero lo dejaron en manos de extranjeros. El príncipe Juan, heredero de la corona, murió joven (según los médicos diagnosticaron, debido a los excesos conyugales con su atractiva e insaciable esposa); la segunda en la línea sucesoria, la princesa Isabel, murió de sobreparto. Los derechos dinásticos vinieron a recaer sobre la tercera hija, Juana la Loca, que transmitió la corona a su hijo Carlos V, habido de su matrimonio con Felipe el Hermoso, de la casa de Borgoña, regida por los Habsburgo. En Carlos V confluían la corona de Castilla y Aragón, por herencia materna, y la de los Habsburgo, por el padre. Así fue como, al mezclarse los intereses de las dos ramas, España (que ya comenzaba a conocerse por ese nombre) cayó en manos de extranjeros, los Habsburgo o Austria, que, por servir a sus intereses europeos, empantanaron al país en el lodazal sin fondo de las guerras de Flandes y los Países Bajos, y en las guerras de religión en Alemania, territorios todos pertenecientes a la casa de Borgoña, donde a los españoles no se nos había perdido nada.

Bien pensado, las consecuencias de la política matrimonial de Fernando el Católico no pudieron ser más desastrosas. Él mismo, cuando vio que el negocio se torcía, ya viudo y anciano, se apresuró a casarse en segundas nupcias con la joven Germana de Foix, ¡una princesa francesa!, en un intento de engendrar un hijo que heredara Aragón. (Es decir que prefirió pactar con el enemigo secular antes que ver su reino en manos de su yerno Felipe el Hermoso.) Esta precipitada decisión le costó la vida porque Fernando murió de indigestión de testículos de toro, un alimento que en aquel tiempo se creía infalible afrodisíaco, «que face desfallecerse a la mujer debajo del varón», según leemos en un texto médico.

En justicia, el catastrófico resultado de la política matrimonial se debe achacar más a los reveses de la voluble fortuna que a la torpeza de Fernando. ¿Cómo iba a prever que sus dos primeros herederos iban a morir sin descendencia? Por lo demás, Fernando fue quizá el mejor político de su tiempo. Era de ingenio claro, un hombre juicioso, prudente y, por encima de todo, carecía de escrúpulos; un político moderno, pragmático, en el más amplio sentido. E Isabel no le fue a la zaga.

Por eso, a pesar del fracaso dinástico, los Reyes Católicos llevaron a España a primera división y la pusieron en el camino de convertirse en la primera potencia mundial que sería durante dos siglos.

¿Qué habría ocurrido de haberse casado Isabel la Católica con el rey de Portugal como quería su hermano, el infortunado Enrique IV? ¿Puede imaginarse el lector un mapa actual de la Península dividida en dos países: Aragón, Cataluña y Levante por un lado, y el resto, incluido Portugal, por otro? Quizá nos habría ido mejor en la historia tanto a unos como a otros. En fin, aquí no hemos venido a escribir ficción histórica, así que será mejor que regresemos a la realidad.

Cuando Enrique IV supo que Isabel se había casado sin su permiso montó en cólera y volvió a reconocer a su hija Juana la Beltraneja como legítima heredera. Su rabieta sólo sirvió para provocar una larga y dolorosa guerra civil. Ganó Isabel, y la Beltraneja tuvo que meterse a monja y pasar la vida encerrada en un convento portugués. Los portugueses, siempre tan gentiles con las damas, la llamaron «a excelente senhora» y, de vez en cuando, cuando tenían que ablandar diplomáticamente a Isabel, amenazaban con sacarla al siglo y darle alas. Isabel, como toda usurpadora, nunca tuvo la conciencia tranquila y no cejó hasta conseguir del papa una bula que condenaba a su desdichada sobrina a reclusión conventual de por vida.

Tanto monta

No fue el de Isabel y Fernando un matrimonio romántico, por amor, sino más bien un arreglo interesado por ambas partes, con un largo documento de capitulaciones, en las que se especificaban minuciosamente las respectivas obligaciones y derechos. Isabel y Fernando, «tanto monta, monta tanto», es decir, Castilla y Aragón unidos por matrimonio, sí, pero no revueltos. La reina reinando en Castilla, y su esposo, en Aragón. No convenía embrollar las cosas más de lo que estaban. No obstante, los aduladores cronistas definieron a los reyes como «una voluntad que moraba en dos cuerpos», y para dar noticia del alumbramiento de la reina decían: «Este año parieron los Reyes nuestros señores.»

La razón social Reyes Católicos heredó un negocio ruinoso. Castilla, a pesar de su lana tan estimada en los mercados europeos, era como un navío a la deriva, carcomido de parásitos y desarbolado, sin rumbo ni aparejo: el clero estaba corrompido; la nobleza, sublevada; el sufrido pueblo, mohíno y descontento; las arcas reales, vacías, y el Estado, paralizado por lustros de desgobierno y guerra civil. Un país pobre y subdesarrollado, que iba camino de quedar relegado a mero proveedor de lana para la industria textil europea. Para colmo, su díscola nobleza tenía acogotada a la corona porque desde el advenimiento de la dinastía bastarda de los Trastámara, los magnates se habían acostumbrado a manipular a los reyes a su antojo.

En Aragón tampoco ataban los perros con longaniza. El rey estaba arruinado por la guerra con Francia, y los nobles lo tenían atado de pies y manos por una serie de antiguos fueros y privilegios.

Isabel y Fernando eran ambiciosos y pragmáticos. Su primer objetivo fue meter en collera a la nobles. En Castilla se consiguió cuando fue necesario, incluso demoliendo sus castillos y las murallas de ciudades controladas por facciones levantiscas. Quedó claro que en lo sucesivo era la corona la que ejercía el poder y que la época de los ejércitos particulares había pasado ya. Pero en Aragón no hubo manera, porque allí las costumbres y las instituciones medievales pesaban mucho. Otro lastre que impediría la normalización del Estado moderno.

A pesar de estas cortapisas, los Reyes Católicos consiguieron modernizar el país, centralizar el poder y levantar los cimientos de un Estado poderoso. Por eso, todos los dictadores los ponen como ejemplo, olvidando sus torpezas, y no dejan de loar las excelencias de la pareja.

En su proyecto para debilitar a la nobleza, los Reyes Católicos sustituyeron el arcaico Consejo Real, heredado de la Edad Media, por una burocracia palaciega, más acorde con los nuevos tiempos y nutrida por funcionarios procedentes de las clases humildes fieles a la corona antes que a intereses de grupo. Con ellos formaron varios consejos o ministerios: de Finanzas, de la Hermandad, de la Inquisición, de las órdenes de Caballería. Quizá se pregunte el lector , y qué pintan aquí las órdenes de caballería, esa antigualla de cuando los moros eran un peligro? Es que conservaban aún importantes patrimonios y ejércitos privados. Llevaban ya un siglo al servicio de los grupos de presión a los que pertenecieran sus maestres. Los Reyes Católicos consiguieron concentrar los tres maestrazgos (Calatrava, Alcántara, Santiago) en manos de Fernando, lo que robusteció considerablemente el poder de la monarquía.

De igual manera consiguieron nacionalizar la Iglesia, para que fuera más obediente a la corona que al propio papa. Esto también contribuyó a domesticar a la nobleza. Desde entonces, las familias más encopetadas tuvieron que hacer méritos al servicio de los reyes para que éstos concedieran los cargos eclesiásticos mejor dotados a sus hijos segundones.

CAPÍTULO 43
Colón y el descubrimiento de América

En el siglo XIV, la economía europea había crecido. La gente tenía dinero y aspiraba a vivir mejor, florecían las ciudades y se activaba el comercio. Entre los productos de lujo cuya demanda aumentaba destacaban las especias traídas de la India. La pimienta, el clavo, el jengibre, la nuez moscada, se atesoraban en los arcones de la alcoba, entre las joyas de la familia. La pimienta llegó a constituir un valor tan sólido que, a falta de oro y plata, se reconocía como medio de pago en los contratos. Ninguna familia europea que hubiese alcanzado un mediano pasar podía prescindir del uso, incluso del abuso, de las especias. Así como ahora uno muestra que es rico conduciendo un coche importado de gran cilindrada, entonces se mostraba en los trajes de domingo y en el consumo de especias. Los nuevos ricos, quizá acuciados por la memoria genética de pasadas hambrunas, despreciaban todo lo que no fuera carne. Además, como se desconocían el café, el té, el limón y el azúcar, los sabores resultaban tan monótonos que sólo las especias podían prestar cierta variedad a los platos. La adición de distintas proporciones de pimienta, clavo, cardamomo y nuez moscada permitían confeccionar cinco o seis platos diferentes a partir de la misma carne simplona. Por otra parte, como no existía refrigeración que retardara la descomposición de la carne, disimulaban sus olores y sabores putrefactos. La cerveza dudosa se adobaba con jengibre; el vino avinagrado y picado, con canela y clavo.

Desde la época romana, había existido una ruta de la seda, por la que llegaban a Europa, además de la seda, las especias, las joyas, los perfumes y otros lujos orientales. En el siglo XIV, en el momento de mayor demanda de estos productos, la ruta quedó estrangulada por dos convulsiones políticas: la conquista de Constantinopla por los turcos y la islamización de los tártaros. Los mercaderes genoveses, venecianos e incluso catalanes dedicados al comercio de Oriente se arruinaron de la noche a la mañana. La demanda crecía, la oferta caía en picado, y unos productos que siempre habían sido caros se pusieron por las nubes.

Por si esto fuera poco, el auge del comercio y la nueva riqueza europea demandaban más oro, pero Europa producía poco y de África llegaba el de siempre, insuficiente para satisfacer la creciente demanda.

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