Historia de España contada para escépticos (17 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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La inmensa mayoría de la población pertenecía a la clase desfavorecida de estos campesinos o pastores, que habitaban en chozas miserables y trabajaban de sol a sol las tierras del señor o del monasterio. Incluso los que eran libres y podían labrar su propio pegujal apenas alcanzaban para mantenerse a un nivel de pura subsistencia. Los impuestos los devoraban: además de la contribución anual, pagadera en especie (
pecho o martiniega
), estaban obligados a trabajar para el señor un número de días en el campo (
sernas
), en las carreteras (
fazendera
), en los castillos (
castellaria
) y a hospedar a sus tropas o criados (
alberga
), a alimentarlos (
yantar
) y a llevar y traer correos (
mandadería
). En resumen, que estaban bien fastidiados y se deslomaban para sustentar el boato y el gasto de los
oratores
y los
pugnatores
, cuyas coartadas respectivas eran velar por los intereses espirituales o materiales de la comunidad. Es muy natural que el clero y la nobleza se prestaran mutuo apoyo e hicieran lo posible para mantener sus privilegios. También es natural que las clases improductivas justificaran sus privilegios resaltando los aspectos menos atractivos de sus respectivas ocupaciones. Por ejemplo, los militares se describen así en la crónica de don Pero Niño: «Los de los oficios comunes comen el pan folgando, visten ropas delicadas, manjares bien adovados, camas blancas, safumadas; héchanse seguros, levantándose sin miedo, fuelgan en buenas posadas con sus mugeres e sus hijos, e servidos a su voluntad engordan grandes cervices, fazen grandes barrigas, quiérense bien por hazerse bien e tenerse biciosos. ¿Qué galardón e que honra merescen? No, ninguna. Los cavalleros, en la guerra, comen el pan con dolor; los bitios della son dolores e sudores: vn buen día entre muchos malos. Pónense a todos los trabaxos, tragan muchos miedos, pasan por muchos peligros, a oras tienen, a oras non nada. Poco vino o no ninguno. Agua de charcos e de odres. Las cotas vestidas, cargados de fierro; los henemigos al ojo. Malas posadas, peores camas. La casa de trapos o de ojarascas; mala cama, mal sueño. -¡Guarda allá! —¿Quién anda ay? -¡Armas, armas!, al primer sueño, revatos. Al alba, trompetas. -¡Cabalgar, cabalgar! -¡Vista, vista, la gente de armas! Esculcas, escuchas, atalayas, ataxadores, algareros, guardas, sobreguardas. -¡Helos, helos! —No son tantos. —Sí son tantos. -¡Vaya allá! -¡Torne acá! -¡Tornad vos acá! -¡Id vos allá! -¡Nuevas, nuevas! —Con mal vienen estos. —No traen. —Sí traen. -¡Vamos, vamos! -¡Estemos! -¡Vamos! Tal es su oficio, vida de gran trabajo, alongados de todo vicio [...]. Que mucha es la honra que los cavalleros merescen, e grandes mercedes de los reyes, por las cosas que dicho he.»

Dentro de la Iglesia, cuyos miembros eran muy numerosos, se reproducían también las clases sociales del mundo laico: los grandes dignatarios (obispos, abades) procedían de la nobleza.

Muchos de ellos sabían más de armas y caballos que de latines y gorigoris litúrgicos. Vivían como grandes señores, tenían barraganas y se les conocían hijos naturales, a los que, a veces, dejaban en herencia episcopados y abadías.

En un nivel inferior, estaban los curas de a pie, el proletariado eclesial. Éstos procedían del pueblo y eran casi tan ignorantes como él; curas de misa y olla que no aspiraban a un ascenso. Finalmente, estaban los monasterios, que eran como sociedades en pequeño. Probablemente el abad pertenecía a la nobleza y vivía como un gran señor, pero los últimos legos de las cocinas o los que labraban el campo no estaban mejor que los siervos de una casa nobiliaria. Con todo, en la Iglesia había una minoría ilustrada que mantuvo y transmitió el legado cultural del mundo antiguo como una lamparita que apenas alcanzaba a iluminar el vasto océano de tinieblas de una mayoría analfabeta, en la que también se incluyen nobles e incluso reyes. En este sentido, la apertura del Camino de Santiago, que recorría Francia y los reinos cristianos de España, constituyó un propicio cauce por el que la cultura medieval, especialmente representada por las órdenes francesas de Cluny y del Cister, fertilizó los secarrales españoles y preparó el camino para otras instituciones más hispánicas, especialmente los frailes franciscanos y dominicos. Hubo también sucursales de las órdenes militares más prestigiosas, los templarios y los hospitalarios, monjes guerreros a imitación de los voluntarios de la fe islámicos, que inspiraron otras órdenes específicamente españolas (Calatrava, Alcántara, Santiago y Avís).

La vida era tan dura y trabajada que el hombre envejecía hacia los cuarenta años, y la mujer, antes, devastada por partos casi anuales.

La cultura laica comenzó su vacilante andadura en el siglo XIII desde las universidades de Castilla (Palencia) y León (Salamanca), pero, no obstante, durante toda la Edad Media se mantuvo casi permanentemente sometida a la Iglesia.

Dentro de la aristocracia había magnates o riscoshombres, que eran grandes señores con enormes propiedades y capacidad para mantener un pequeño ejército personal. Los que se llevaban bien con el rey eran sus consejeros, y él los distinguía con honores y mercedes. Los no tan nobles ni tan ricos eran fijosdalgo («hijos de algo»), infanzones en Castilla y mesnaderos en Aragón, vasallos de los grandes señores, a los cuales asistían en la guerra. Después del siglo X, la pequeña nobleza creció con la incorporación de los caballeros, es decir con los que tenían hacienda suficiente para mantener un caballo, que entonces valía un buen dinero. Todos estos pugnatores estaban obligados a participar en las campañas guerreras (
fonsado
). La campaña podía ser larga, de muchos días (
hueste
), o mera incursión saqueadora (
cavalgada
).

A las clases sociales tradicionales hay que agregar dos apéndices importantes: los moros y judíos de los territorios conquistados. En las ciudades más importantes, estas minorías disponían de barrios propios, aljamas o juderías y morerías, que gozaban de cierta autonomía. Todavía la sociedad hispánica era plural, y la xenofobia era una actitud más europea que española. Por eso, no es sorprendente que Alfonso VI se titulara emperador de las Dos Religiones ni que el epitafio de Fernando III se redactara en latín, en árabe y en hebreo.

En tiempos de Roma, el Estado central protegía los derechos del ciudadano, pero en la Edad Media la autoridad se atomizó entre magnates, obispos y monasterios, que funcionaban casi autónomamente, cobraban sus propios impuestos, a menudo abusivos y por los más variados conceptos (peajes, portazgos, montazgos), y administraban justicia en sus dominios. Esto explica que los más débiles se acogieran a la dependencia de algún gran señor, con el que establecían vínculos de vasallaje: a cambio de obediencia y tributos, el señor los tomaba bajo su protección. Ya que hemos hablado de impuestos, quizá sea un buen momento para deshacer un recalcitrante error. El tan cacareado derecho de pernada que ejercieron algunos señores medievales sobre sus súbditos no era, como se cree, el derecho del señor a desvirgar a la esposa del siervo en su noche de bodas, sino simplemente el derecho a recibir una pernada, un pernil, es decir, un jamón, de cada res sacrificada.

Con la conquista de las grandes ciudades musulmanas a partir del siglo XIII (Toledo, Lisboa, Valencia, Córdoba, Sevilla), el mundo cristiano se urbanizó, y los concejos o ayuntamientos establecidos en esas ciudades se hicieron tan poderosos como muchos grandes señores. Entonces, curiosamente, surgieron en España las Cortes, que son las primeras formas democráticas europeas. Eran asambleas en las que los magnates y los representantes de las ciudades aconsejaban al rey y deliberaban sobre altos asuntos de Estado. Con el crecimiento de las ciudades, surgió también una clase social más libre, los artesanos y mercaderes, de los que se formó también una aristocracia urbana, los caballeros ciudadanos o burgueses, germen de la futura burguesía.

También la administración fue ganando en complejidad a medida que crecían los reinos y se reactivaba la economía. El rey era asistido por un canciller, que controlaba la creciente burocracia (escribientes, cartas, archivos, correspondencia diplomática); por un mayordomo, que administraba el palacio y las finanzas reales, y por un alférez (más adelante condestable) o jefe del ejército (
senyaler,
en Cataluña). El rey nombraba, además, gobernadores provinciales o merinos (luego, adelantados).

CAPÍTULO 37
Los cinco reinos (1252-1479)

A la caída de los almohades, España había quedado dividida en cinco reinos cristianos (Portugal, León, Castilla, Navarra, Aragón) y uno musulmán, Granada. Durante el resto de la Edad Media, casi tres siglos, hubo muchas guerras, tanto civiles como entre reinos, pero las fronteras permanecieron bastante estables.

Fernando III falleció en 1252. En su lecho de muerte, llamó a su hijo y heredero para encomendarle que mantuviera y prosiguiera su obra, pero Alfonso X había salido más contemplativo que hombre de acción y, en lugar de ponerse en el tajo y conquistar Granada, volvió los ojos a Europa y gastó ingentes cantidades de dinero en promocionar su candidatura al Sacro Imperio romano germánico.

En este sentido, Alfonso X el Sabio inaugura la serie de reyes que sacrifican los intereses del país por otros ajenos. A partir de ahora, España abre los grifos de su economía hacia Europa en desastrosas y utópicas empresas.

Antes de proseguir, será mejor que veamos en qué consistía esta institución tan pomposamente titulada Sacro Imperio romano germánico, un sumidero insaciable, en el que fueron a perderse los caudales españoles en varias ocasiones a lo largo de la historia.

Ya vimos, muchas páginas atrás, que, cuando los romanos restablecieron la monarquía hereditaria, inventaron el título de emperador para designar a sus reyes, porque el de rey estaba tan desprestigiado que más valía ni mentarlo. Cuando el Imperio romano se desmembró entre los jefes bárbaros que lo ocuparon, el título imperial se convirtió en una especie de tutela simbólica, que el emperador de Roma ejercía sobre los reyes bárbaros que iban ocupando sus provincias. Luego, ya ni eso, y el título cayó en desuso durante tres siglos.

En el año 800, el papa León III lo desempolvó astutamente y se lo otorgó a Carlomagno, el poderoso rey de los francos. Entonces, la cristiandad se denominó Sacro Imperio romano germánico, puesto que estaba integrada por los antiguos romanos, a los que las invasiones habían añadido los germanos. Al principio, el título de emperador se transmitió de padres a hijos entre los sucesores de Carlomagno (Francia, siempre tan en su papel de rectora de Europa), pero cuando la dinastía carolingia se extinguió, pasó a los príncipes alemanes y se hizo electivo, no hereditario.

La intención del papado al resucitar al Imperio difunto fue siempre la de servirse del emperador como de un guardia de la porra para imponer su voluntad a la cristiandad. No obstante, algunos emperadores les salieron respondones y se enfrentaron al papa. Uno de ellos, nuestro Carlos V, llegó a asaltar y saquear Roma, no digo más. Después de estos conflictos, la institución se deterioró, y la verdad es que acabó sin ser «ni sacro, ni romano, ni imperio», como decía Voltaire; pero como la sangre azul es tan vanidosa, lo mantuvieron por espacio de un milenio, hasta 1806.

Regresemos ahora a Alfonso X, que olvida el tajo que le ha dejado su padre en la guerra contra el moro y sueña con coronarse emperador de Europa. Su derecho a ser elegido lo hereda de su madre, la princesa alemana Beatriz de Suabia. Con el trono imperial vacante, Europa era un hervidero de intrigas y pretendientes, cada cual con sus alianzas y sus cabildeos. La candidatura de Alfonso la apoyaban los franceses y los gibelinos italianos, pero había otra candidatura rival, que contaba con los votos de los siete príncipes electores alemanes, Inglaterra y el papa.

La cuestión se mantuvo indecisa durante muchos años, pero Alfonso, encaprichado con su Imperio, se titulaba, por la gracia de Dios, rey de romanos y emperador electo, y mantenía una rumbosa cancillería imperial, regentada por italianos, y una campaña electoral interminable, cuyo principal cometido consistía en sobornar a los príncipes electores. ¿Con qué dinero? Naturalmente, con subsidios extraordinarios que extirpaba a las renuentes Cortes castellanas. Todo para nada, porque finalmente el papa dijo nones, impuso a su candidato, que era el de la competencia, y el asunto quedó en agua de borrajas. Bueno, en agua de borrajas no exactamente porque, como todas las alegrías se pagan, en Castilla hubo que devaluar la moneda y subir los impuestos.

Salvando sus empresas culturales, que fueron muy estimables, la gestión política de Alfonso X fue un rosario de descalabros y desaciertos. Quiso imponer una ley única en el reino, el Fuero Juzgo, inspirado en el derecho romano, pero encontró tal oposición en la nobleza y las ciudades que tuvo que desistir. Quiso gobernar en paz sus estados, pero los moros sometidos en Levante y Andalucía se le rebelaron. Quiso nombrar heredero a su nieto (hijo de su difunto primogénito), pero su segundo hijo, Sancho, que por algo será llamado el Bravo, se rebeló contra tal decisión y le hizo cruda guerra, apoyado por la nobleza y las ciudades. Así comenzó una larga contienda civil, que se prolongaría hasta la muerte del monarca.

Visto desde nuestra perspectiva moderna, Alfonso X pretendía recuperar el Estado como institución pública. Influido por la idea de que el rey es el vicario de Dios en la tierra, tendía al gobierno absoluto, lo cual, lógicamente, implicaba la recuperación del poder y los privilegios detentados por los magnates y los concejos de las grandes ciudades. Esa misma concepción del Estado tuvieron sus sucesores. Por eso, durante los tres siglos siguientes, del XIII al XV, asistimos a un pulso continuo entre monarquía y nobleza. La corona va ganando lentamente parcelas de poder y consigue introducir tribunales reales o audiencias y gobernadores o corregidores, e imponer una especie de gobierno nacional en su consejo real, pero la otra parte fortalece las Cortes, defensoras de las libertades locales, que condicionan la aprobación de los impuestos propuestos por el rey a la promulgación de leyes favorables. Más adelante, con los usurpadores monarcas Trastámara chantajeados por los magnates, la aristocracia recuperó parte de su poder y copó los puestos dominantes, los adelantamientos mayores de Castilla, de Murcia y de Andalucía, además del gobierno de las ciudades.

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