Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Había muchas calidades de
garum.
El mejor, comparable al caviar iraní, era el llamado
sociorum,
que llegó a costar 180 piezas de plata el litro. El
garum
sobrevivió a la caída del Imperio romano, pero fue posteriormente desplazado por la pimienta, que todavía se mantiene como la reina de la cocina occidental, si bien amenazada por el
ketchup
y otras salsas espurias que Dios confunda.
Era casi inevitable. Sólo quedaban ellos en el Mediterráneo, romanos y cartagineses, pero el Mediterráneo no era suficiente para contenerlos. Sucesivos tratados comerciales no lograron atemperar el creciente antagonismo de los colosos, que desembocó, primero, en guerra fría y, después, en guerra caliente: la primera guerra púnica.
Durante veintitrés años, entre -264 y-241, romanos y cartagineses se enfrentaron por tierra y por mar. Es admirable que los romanos, pueblo de campesinos sin tradición naval, fuesen capaces de improvisar una escuadra de guerra copiando una nave enemiga que encontraron varada en una playa. Más admirable todavía es que venciesen en algunas batallas navales y que finalmente se alzaran con la victoria. Los términos de la rendición fueron severos: Cartago cedía Sicilia y Cerdeña, desarmaba su escuadra y se obligaba a satisfacer una crecida indemnización. El Mediterráneo iba camino de ser el Mare Nostrum (nuestro mar) de los romanos.
Los humillados cartagineses decidieron compensar la pérdida de sus bellas islas conquistando España. Además, de alguna parte tenían que sacar oro y plata, que necesitaban para pagar las indemnizaciones. Más les valía explotar a fondo y directamente las minas de Cartagena y sierra Morena. El prestigioso general Amílcar Barca desembarcó en Cádiz y, alternando hábilmente la diplomacia con la guerra, consiguió dominar a los desunidos indígenas tras siete años de dura campaña. Cuando ya había vencido a los últimos resistentes peligrosos, los caudillos celtas Indortes e Istolacio, se ahogó en un río durante una escaramuza. Sus hijos Asdrúbal y Aníbal Barca
(A la muerte de Amilcar le sucedió Asdrúbal el Bello. Fue un político y general cartaginés (ca. 270-221 a.C.), yerno de Amílcar Barca y gobernador de Iberia a la muerte de éste. Acompañó a su suegro a la conquista de Iberia en 237 a.C. En fecha indeterminada, quizás hacia 231-230 a.C., intervino en nombre de Amílcar en el sometimiento de los númidas, sublevados contra Cartago. Desde entonces Numidia pasó a la esfera de influencia de la familia Barca. A la muerte de Amílcar, durante el asedio de Heliké (228 a.C.), sus hijos eran demasiado jóvenes —Aníbal, el mayor, no debía tener más de quince años—. Desde Cartago se resolvió dar el mando del ejército a Asdrúbal. Éste prefirió utilizar la diplomacia antes que la vía militar. De acuerdo con las costumbres diplomáticas de la época, Asdrúbal exigió la entrega de rehenes por parte de los pueblos iberos bajo su control, como forma de asegurarse la sumisión de sus lugares de origen. En 227 a.C., cerca de la antigua población ibérica de Mastia, fundó la importante ciudad y base naval de Qart Hadasht, que los romanos llamarían posteriormente Carthago Nova, la actual Cartagena. En 226 a.C., ante la continua expansión del poderío púnico en Iberia, dos importantes ciudades bajo la influencia griegas, Ampurias y Sagunto, recurrieron a Roma, la cual, temerosa de esta expansión, trató de delimitar el área de influencia púnica. El acuerdo, comúnmente denominado Tratado del Ebro, limitaba la esfera de influencia púnica al Sur del río Iberus, el río Ebro en la actualidad. Asdrúbal hubo de aceptar el acuerdo, debido a que el dominio púnico no estaba aún lo suficientemente establecido como para hacer peligrar la expansión púnica en un prematuro conflicto. Cuando aún no habían pasado siete años desde la muerte de Amílcar, Asdrúbal el Bello fue asesinado en 221 a.C., a manos de un esclavo del rey celta Tago, que vengó con este acto la muerte previa de su señor. El sucesor de Asdrúbal el Bello sería su cuñado e hijo de Amílcar, Aníbal Barca)
proseguirían su obra.
Los Barca demostraron ser tan buenos administradores como generales. En unos años, racionalizaron la explotación de las minas, mejoraron las conserveras de pescado y optimizaron, como se dice ahora, el sector del esparto. Eran empresarios modernos, que aportaban nueva tecnología: ingenieros griegos a pie de obra diseñando nuevos aparatos y esclavos africanos picando en lo profundo de los pozos. El país se puso a producir para Cartago, y los jefes indígenas, como obtenían su rebanada de ganancias, colaboraron de buena gana.
En -226, Asdrúbal logró que los romanos accedieran a ampliar la zona de influencia cartaginesa, que apenas sobrepasaba Cartagena, hasta la línea del Ebro. De este modo, Cartagena quedó en una posición central, tan buena para dirigir los asuntos de África como los de España. El negocio marchaba viento en popa, pero cuando Asdrúbal comenzó a acuñar monedas con su efigie, los acaudalados senadores de la república de Cartago se estremecieron detrás de sus cajas registradoras: ¡parece que el general va camino de ser rey! Nunca llegó a coronarse: un esclavo lo asesinó durante una cacería, aparentemente para vengar la ejecución de su amo. ¡Vaya usted a saber!
Quedaba Aníbal, el famoso Aníbal, que a sus veintiún años ya había probado su habilidad como general y como diplomático. Él proseguiría la obra de los Barca.
Aníbal continuó ampliando la empresa. Alternando zanahoria y estaca, como había aprendido de su padre, sometió las tierras de Levante hasta el Ebro, donde terminaba la zona de influencia cartaginesa reconocida por Roma. En esta campaña destruyó, después de un enconado asedio de ocho meses, la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro (Valencia).
Roma había suscrito un tratado de amistad con Sagunto (a pesar de que estaba enclavada en territorio de influencia cartaginesa). Como era de esperar, especialmente porque se veía venir desde que la facción más belicista obtuvo la mayoría en el Senado romano, Roma declaró la guerra a Cartago.
A los lectores que peinen canas, o ni eso, les resultará muy familiar el nombre de Sagunto, y lo asociarán al de Numancia, otra ciudad cuya población prefirió suicidarse en masa antes que rendirse a los romanos en -133. Entrambas gestas fueron mitificadas en los tiempos de Franco como gloriosos monumentos de la fidelidad hispánica y de la fiereza indomable del pueblo español. Como para muestra valía un botón, sólo se promocionó la imagen fiera de esas dos poblaciones, con olvido de otras que las igualaron y hasta las superaron en heroísmo. Por ejemplo, los habitantes de Astapa, hoy Estepa, municipio sevillano famoso por sus mantecados navideños, también prefirieron destruir la ciudad y suicidarse en masa antes que rendirla a Roma. La admirable hazaña de la Numancia celtíbera, cuyos defensores llegaron a alimentarse con carne humana, fue incluso superada en Calagurris, hoy Calahorra, donde, además, salaron la carne humana para comerla en conserva.
Sea excusada la breve digresión gastronómica y regresemos ahora junto a Aníbal, al que dejamos conquistando Sagunto.
No le sorprendió al cartaginés la declaración de guerra de Roma. De hecho, los dos países llevaban años preparándose para esa guerra, porque Cartago quería la revancha y Roma estaba preocupada por el rearme de su rival y la pujanza que había alcanzado.
Roma decidió aplastar el nuevo poderío cartaginés y escogió Hispania como propicio escenario de la guerra. Italia quedaba a salvo, defendida por una potente escuadra. Pero Aníbal se les adelantó, mostrándose como uno de los mayores estrategas de todos los tiempos: en lugar de embarcar su ejército, como esperaban, lo llevó por tierra, elefantes de guerra incluidos, a través de los Alpes nevados, una hazaña impensable, e invadió Italia por el norte, donde menos esperaban un ataque. Los romanos le salieron al encuentro con ejércitos superiores, que Aníbal derrotó sucesivamente. En la cuarta batalla, la de Cannas, Roma puso toda la carne en el asador.
Todavía hoy, en las academias militares de todo el mundo, a los oficiales instructores se les dilata el esfínter cuando explican la estrategia de Aníbal en Cannas. El astuto cartaginés, al que ya quisieran parecerse todos ellos, llegaba con un ejército bastante mermado. No obstante, en contra de todas las normas, dispuso a sus peores tropas en el centro de la línea, donde el combate sería más enconado. Tal como había previsto, el centro cedió terreno ante el empuje enemigo, y cuando los confiados romanos profundizaron en la bolsa resultante, la cerró por sus flancos y atacó la retaguardia romana con su ágil caballería. Los romanos quedaron apelotonados en el centro del campo, estorbándose unos a otros, sin espacio para maniobrar. Fue, quizá, la más brillante batalla de todos los tiempos: cincuenta mil muertos, y el ejército romano prácticamente aniquilado.
Por cierto, los elefantes que Aníbal llevó a Italia eran de la especie
Loxodontia africana
, variedad
Cyclotis
, de pequeña alzada (apenas 2,35 metros). Entonces abundaban en el norte de África, desde Túnez hasta Marruecos, pero los explotaron tanto en la guerra y en los circos que la especie acabó por extinguirse. El otro elefante africano, el que vemos en los zoológicos y en las películas de Tarzán, el de las estepas del África Negra, es mucho mayor, hasta 3,40 metros.
Los romanos, repetidamente vencidos, mostraron entonces su mejor virtud: el tesón y la constancia. Resistieron en Italia como mejor pudieron y devolvieron los golpes en España, que era la despensa de Aníbal y su punto débil. Aquí derrotaron a Asdrúbal, otro hermano de Aníbal, aniquilaron los refuerzos que proyectaba enviar a Italia, conquistaron Cartagena y se aliaron con caudillos indígenas para arrebatar toda la provincia a los cartagineses.
Los íberos no advirtieron que aquellos romanos que los ayudaban a sacudirse el yugo cartaginés les iban a imponer otro aún más pesado y, además, definitivo, aunque también es cierto que Roma los desasnó. Vaya lo uno por lo otro.
Al final, sólo les quedó a los cartagineses su tierra africana y un ejército cada vez más inoperante y débil en Italia, ya sin fuerzas para conquistar Roma. Aníbal comprendió que había perdido la partida y regresó a casa. Pasaba a la defensiva. Escipión, el general romano que había arrebatado a Cartago su provincia española, desembarcó en África y derrotó a Aníbal en Zama.
Los vencedores impusieron a Cartago una rendición suficientemente onerosa como para asegurarse de que ya nunca levantaría cabeza. No obstante, medio siglo después, cuando les pareció que, a pesar de todo, la vieja rival se estaba recuperando, deportaron a su población e incendiaron la ciudad. Cartago ardió durante diecisiete días. Sus ruinas fueron arrasadas, y sus campos y huertas sembrados de sal. Como escribió Tácito, el gran historiador romano, «es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha ofendido».
Roma ocupaba las ciudades, los trigales, los olivares y las minas cartaginesas en Andalucía y Levante. Al término de la guerra se planteó el arduo dilema: devolvemos todo esto a los indígenas, como les prometimos, o nos lo quedamos. Naturalmente, se lo quedaron. Al fin y al cabo, aquella tierra soleada y rica era su botín de guerra.
El Senado no se quebró la cabeza a la hora de buscar un nombre apropiado para las nuevas provincias. Dividieron la Península en dos sectores confusamente delimitados y las denominaron «la de acá» y «la de allá» (Citerior y Ulterior).
El Imperio romano estaba todavía en pañales. Faltaban tres siglos y mucho camino por recorrer para que se extendiera desde Alemania al Sáhara y desde Portugal a Siria y agrupara bajo sus fronteras a más de cien pueblos.
Por lo pronto, en España, la plata, los trigales verdes y el
garum
eran ya romanos, pero como no hay rosa sin espinas los incivilizados celtíberos y lusitanos del interior también codiciaban aquella riqueza. Desde siglos atrás habían tomado la casi deportiva costumbre de entrar a saco de vez en cuando en los ricos valles del Ebro y del Guadalquivir. Naturalmente, los romanos no podían consentir que unos salvajes vinieran a robarles la hacienda. Por lo tanto, establecieron una serie de puestos militares avanzados para prevenir y detener aquellos ataques. Lo malo fue que los incorregibles celtíberos también hostigaban a estas avanzadas. Entonces, los romanos optaron por métodos más contundentes y lanzaron expediciones de castigo contra las tribus del interior. Fue otra conquista del salvaje Oeste. El valor indómito de los indígenas se estrelló contra la disciplina y la táctica superiores de los invasores. Las legiones romanas eran ya aquel formidable instrumento militar cuya eficacia no ha sido igualada jamás por ningún otro ejército. El establecimiento de guarniciones y campamentos permanentes fue otra forma de conquista y colonización, que, a la postre, fue asimilando a la cultura romana el interior de la Península. Así surgieron ciudades tan prósperas como Mérida, Zaragoza, Astorga y Lugo.
En las sucesivas guerras de conquista, lusitanas y celtibéricas, primero, y cántabras, después, los gobernadores y generales romanos perpetraron a veces grandes canalladas, y el Senado romano dio muestras de notable desvergüenza en la vulneración de los tratados y capitulaciones que sus subordinados en apuros pactaban con los caudillos indígenas. Por ejemplo, un gobernador, un tal Galba, prometió repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando las tuvo desarmadas y a su merced las pasó a cuchillo. El famoso caudillo Viriato, uno de los pocos que lograron escapar de esa matanza, se convirtió en jefe de la resistencia y hostigó con éxito a los ocupantes, hasta que fue asesinado por tres de sus hombres, vendidos a Roma. En el curso de estas feroces campañas ocurrieron episodios tan sonados como el asedio e inmolación de Numancia.
Numancia resultó un hueso tan duro de roer que Roma encomendó su conquista a su mejor general, Cornelio Escipión, quien tuvo que emplearse a fondo para someterla. Los romanos sitiaron la ciudad y la rodearon con una muralla, para evitar que recibiera auxilios externos. Numancia se rindió por hambre después de quince meses de asedio. La versión patriótica, basada en textos de Floro y Orosio, sostiene que los numantinos prefirieron prender fuego a su ciudad y suicidarse en masa antes que entregarse, pero el escéptico lector hará bien en conceder mayor crédito a Apiano, según el cual, la heroica ciudad, ya agotada, abrió las puertas al romano. Escipión la trató con ejemplar dureza, para que sirviera de escarmiento a otros pueblos levantiscos: vendió como esclavos a los supervivientes y repartió las tierras entre las tribus vecinas aliadas de Roma.