Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
A la hora del balance por cierre de negocio, ¿qué es lo que el mundo debe a Roma?
Algunos historiadores nos han presentado el mundo antiguo como una inmensa vaca, cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora Roma. La historia de Roma es, en efecto, la de una expansión imperialista, que perseguía la explotación sistemática de las tierras, de los recursos y de los pueblos sometidos. No obstante, el balance final resulta muy favorable porque, a cambio de aquellos recursos, Roma civilizó el mundo antiguo. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que se fundieron en el crisol de Roma: la cultura helénica y el pensamiento religioso judío, una peculiar aleación que quizá sea prudente seguir denominando
civilización cristiana occidental.
Roma nos legó su forma de vida, sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco jurídico y administrativo del
cives romani
y nos legó el patrimonio precioso de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asienta este Occidente que lentamente camina hacia la integración supranacional, es decir, hacia el ideal de ser de nuevo, básicamente, Roma.
A galope tendido, una turba de feroces y vociferantes guerreros, jinetes en peludos trotones, penetra por la Vía Apia. ¿Recuerda el lector el grandilocuente óleo de Ulpiano Checa intitulado
Entrada de los bárbaros en Roma,
tan reproducido en los libros de texto del antiguo bachillerato? La armonía del mundo clásico está representada por el acueducto que se divisa al fondo, por la estatua de mármol y por el airoso templo de la derecha. Asomada entre columnas marmóreas, una pudorosa vestal tasa, suponemos que horrorizada, las fuertes emociones que pronto le sobrevendrán.
El escéptico lector hará bien en creer que la realidad fue menos dramática. Ni los romanos eran tan sofisticados ni los bárbaros tan brutos (de hecho, la voz
bárbaro
significa «extranjero»; no, «salvaje»), aparte de que en el Imperio, como suele suceder hasta en las mejores familias, la decadencia fue gradual y se extendió por espacio de varias generaciones, sin grandes sobresaltos ni cabalgadas de bascas varoniles apestando a chotuno. La invasión de los bárbaros fue lenta y gradual. Durante los siglos IV y V, Roma vivió en casi constante estado de guerra con los bárbaros, que presionaban sus fronteras del Danubio y el Rin, y con los partos, que hacían lo propio en Oriente. Mantener a un ejército que contuviese a estos pueblos requería un gran esfuerzo económico. En su época dorada, la maquinaria romana funcionaba gracias al botín obtenido en los nuevos territorios, pero desde que había dejado de conquistar, el erario público sólo contaba con los impuestos arrancados a un clase media cada vez más oprimida.
Los ingresos disminuían y los gastos aumentaban sin cesar. Para colmo de males, la administración del Imperio resultaba demasiado compleja para los limitados medios de la época. Roma no podía abarcarlo todo. Por eso, a partir del siglo III, la autoridad central se había ido disgregando en anarquía militar y, en el espacio de medio siglo, se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales, ya queda dicho, fueron depuestos por golpes de Estado y asesinados.
A las tribus bárbaras, que Roma admitió al principio en su territorio como aliadas, en calidad de mercenarios, se sumaron otras que llegaban a las fronteras con peores modales. Los resignados funcionarios romanos debieron pensar: «Abramos la puerta a estos sujetos antes de que nos la tiren abajo.» Pero llegó un momento en que los bárbaros ya no guardaron las formas y se colaron sin contemplaciones, les ocuparon la despensa y les comieron la hacienda.
¿Y los romanos? Los romanos, nada: asistieron impotentes a la rebatiña y riza de su Imperio. Ya no eran ni sombra de lo que fueron.
Con la disolución del poder, llegó el momento en que los bárbaros tampoco sabían muy bien a quién había que pedir permiso ni adónde habían ido a parar los títulos de propiedad de aquel pingüe, aunque decaído, Imperio. Roma quedó a merced de los militares, muchos de los cuales ni siquiera eran romanos, sino bárbaros a sueldo de Roma. Primero, se repartieron el poder en tetrarquías (desde Diocleciano); después, lo descentralizaron, dividiéndolo en provincias sobre las que reinarían caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos al emperador. Finalmente, en el año 364, el Imperio se dividió en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. La parte occidental no tardó en desintegrarse porque los bárbaros irrumpían ya violentamente en Francia, en España y hasta en la propia Italia en busca de tierras más ricas. La oriental, con capital en Bizancio (moderna Estambul), resistiría todavía durante un milenio, hasta su conquista por los turcos.
¿Y la Iglesia? La Iglesia, lista como una ardilla, en vista de que se le iba de las manos el Imperio romano, al que tanto había costado convertir, se adaptó maravillosamente a los nuevos tiempos y se las ingenió para conservar sus privilegios. ¿Cómo? Ganándose a los reyes bárbaros a través de sus esposas, que solían ser romanas y, por tanto, cristianas. La Iglesia se preguntó: «¿Qué es lo que quiere la mujer [la no liberada, naturalmente]? Un marido importante y colocar a los hijos tan alto como sea posible. La mujer del rey quiere seguir siéndolo de por vida y que sus hijos sean reyes.» Pero los bárbaros eran polígamos, como toda sociedad primitiva. Sus reyes cambiaban de esposa con facilidad. En cuanto se les marchitaba una le buscaban una sustituta más joven. Aquí tenemos a la esposa atribulada, descubriéndose ante el espejo (una bruñida lámina de plata) las primeras patas de gallo. Entonces, la Iglesia le susurra al oído: «Ya ves lo poquito que vas a durar. Ahora, que de ti depende: tú lo conviertes al cristianismo y, antes de que lo advierta, ya está casado con vínculo indisoluble ante Dios y ungido por la Iglesia, y tienes marido para toda la vida, y tus hijos, no los de otra, heredarán el trono.»
Para la reina era un negocio redondo, y para la iglesia, también, porque las tribus bárbaras no se mareaban con teologías ni libertades de conciencia: acataban ciegamente los dioses que les indicaran sus reyes. El rey se convierte al cristianismo, todos nos convertimos. También, hay que decirlo, la conversión traía ventajas para el monarca. El rey ungido por la Iglesia era declarado inviolable, como elegido por Dios, y esto lo ponía relativamente a salvo de posibles rivales. Además, como Dios andaba por medio, se transmitía genéticamente la virtud, lo que le daba pretexto para dejar la corona a sus hijos. En el fondo, eso de las monarquías electivas era un engorro que sólo deseaban los candidatos a reyes. El que alcanzaba la corona aspiraba a transmitirla a su descendencia. Todo esto era posible cuando sus súbditos acataban el magisterio de la Santa Madre Iglesia.
En el año 409, por la época en que madura la castaña y el piloso jabalí hoza bajo las hojas buscando la sabrosa trufa, los bárbaros penetraron en la península Ibérica por la calzada romana que atravesaba los Pirineos por Roncesvalles. Los recién llegados pertenecían a dos pueblos germanos, rubios como la cerveza: suevos y vándalos. Detrás, llegaron los alanos, un pueblo asiático de pelo negro y lacio.
Todos ellos habían hecho un largo viaje. Los alanos habían partido del este de la actual Ucrania, junto a las costas septentrionales del mar Negro; los suevos, aunque procedían del norte de Alemania, habían cruzado el Elba cuando Roma estaba en sus comienzos y se habían establecido al sur de Alemania, donde hoy está Nuremberg; los vándalos procedían del norte de la actual Polonia y también habían ido descendiendo a lo largo de los siglos hasta situarse cerca del Danubio. En el tiempo de las grandes invasiones, el mundo era un gigantesco juego de ajedrez, en el que el movimiento de una pieza afectaba a todas las demás. Presionados por otros que venían detrás, los vándalos, los suevos y los alanos atravesaron las tierras al norte del Danubio, así como Alemania y Francia.
Los recién llegados se extendieron por la Península, saqueando ciudades y robando campos, hasta que el emperador de Roma, molesto por la riza que le habían organizado en su olvidada provincia, envió a los godos a desalojarlos. Estos godos (otro pueblo germánico originario del norte de Alemania) obligaron a los invasores a replegarse a las tierras más pobres y menos romanizadas del noroeste y, después, regresaron a las Galias, donde Roma les concedió un reino con capital en Tolosa. Poco después, los vándalos pasaron a África y se establecieron en las antiguas tierras de Cartago, que Roma había transformado en próspera provincia. Tampoco duró mucho. Acabaron difuminándose y desaparecieron de la historia como una sombra.
España quedaba, como iba siendo su costumbre, dividida en dos mitades. En la parte de Galicia y norte de Portugal, los suevos, y en la cornisa cantábrica, sus naturales de siempre, gente arisca y brava, los menos romanizados del conjunto hispánico, que habían aprovechado el desvanecimiento del poder romano para recobrar su autonomía. En el sur y el Levante, la parte más rica y poblada, quedaban los hispanorromanos, muy decaídos y venidos a menos, pero todavía alimentando la ilusión de pertenecer al Imperio romano. Poco más que ilusión, porque Roma no podía ya defenderlos y tuvo nuevamente que contratar a los godos para que contuvieran la rapacidad de sus vecinos. Los godos establecieron algunas guarniciones permanentes, los
campi gothorum,
que atrajeron emigrantes de sus tribus al reclamo de las buenas tierras ganaderas de Castilla la Vieja (y no sólo ganaderas, pues también llegaron agricultores que trajeron consigo la sabrosa alcachofa y la deliciosa espinaca, cultivos hasta entonces desconocidos en España).
En el año 476, el emperador de Roma fue depuesto, y la ficción que era el Imperio romano de Occidente se desvaneció para dar paso a la más completa anarquía. En el sur y el Levante de España, el vacío de poder fue prestamente ocupado por los romanos del Imperio de Oriente, es decir Bizancio (los hispanorromanos afectados quedaron encantados por haberse librado de la barbarie germánica), pero los godos permanecieron en el resto del país, incluso corregidos y aumentados por la masiva inmigración de sus hermanos de allende el Pirineo después de la caída del reino de Tolosa, el año 507, ante el empuje de los francos. Estos godos, que con el tiempo extenderían su dominio a toda la Península, fundaron un reino con capital en Toledo. Es posible que el escéptico lector recuerde la lista de los reyes godos desde los tiempos, no sé si añorados, de su bachillerato. Lo más seguro es que los tuviera ya medio olvidados y al adquirir este libro no sospechó que le brindaría ocasión de refrescarlos. Pues bien, aquí están, que el saber no ocupa lugar: Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico 1, Turismundo, Teodorico II, Eurico, Alarico II, Gesaleico, Teodorico el Amalo, Amalarico, Teudis, Teudiselo, Ágila, Atanagildo, Liuva 1, Leovigildo, Recaredo, Liuva II, Witerico, Gundermaro, Sisebuto, Recaredo II, Suintila, Sisenando, Khintila, Tulga, Chindasvinto, Recesvinto, Wamba, Ervigio, Égica, Witiza, Ágila II y Rodrigo.
El Imperio romano obedecía la autoridad de un emperador con sede en Roma. Después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial, parecía natural que el obispo de Roma o papa fuese rector religioso de ese Imperio cristianizado. El Papado, crecido en su poder, prohibió interpretaciones de la doctrina distintas a la suya y persiguió a los obispos que las profesaban. A todo esto, los misioneros de Arrio, uno de esos obispos herejes, habían convertido a los godos al cristianismo.
Los godos que se instalaron en España eran arrianos, lo que, a efectos prácticos, resultó peor que si hubieran sido paganos, dado que los hispanorromanos eran católicos. Mientras el mundo se venía abajo, los obispos católicos andaban a la gresca con los arrianos por el dogma de la Santísima Trinidad. Recordará el lector no suficientemente escéptico, si ha sido catequizado en los profundos e irracionales misterios del dogma (cuidado: irracionales en el sentido de que trascienden la razón), que, según la doctrina oficial de la Iglesia católica romana, en Dios se contienen tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con lo que, de modo inexplicable, dado que se trata de un misterio, Dios, sin dejar de ser Uno, es, al propio tiempo, Tres: uno en esencia y trino en presencia.
Los godos profesaban las enseñanzas del obispo Arrio, el cual sostenía que las tres personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no eran del mismo rango, porque el Hijo era de naturaleza inferior al Padre, y desde luego no eterno. En cuanto al Espíritu Santo, salía todavía peor parado porque era apenas una sombra de menor entidad que el menoscabado Hijo.
Las diferencias sobre la Santísima Trinidad dividían el cristianismo español en dos bandos: los sometidos indígenas, que eran católicos, y los dominadores germanos, que eran arrianos. Había otra importante diferencia: los indígenas pagaban impuestos, y los godos, no. No les convenía a los godos, por tanto, mezclarse con los hispanorromanos. Durante un tiempo prohibieron los matrimonios mixtos, practicaron un cierto
apartheid
y se esforzaron por mantener su pureza tribal. Además, su sociedad, estructurada en clanes militares, se adaptaba mal a la cultura urbana de los hispanorromanos.
El mayor avance en la normalización del Estado ocurrió a partir de 569, en los trece años de reinado de Leovigildo. Este enérgico monarca pensaba a lo grande, admiraba a los romanos y hacía todo lo posible por vestir el cargo. Acuñó monedas de oro con su efigie, como hacían los emperadores de Oriente; adoptó las insignias reales romanas (la corona, el cetro y el trono), y hasta el título
Flavius
de los últimos emperadores. Este título sería después usado por los reyes medievales; para que se vea cómo el prestigio de Roma se va heredando por los siglos de los siglos. La presente Europa de las comunidades, que se abre camino a trancas y barrancas, no es, en realidad, más que ese genético deseo de volver a ser Roma la Grande. Lo malo es que parece que la única Roma posible va a estar al norte del Rin, en manos de los antiguos bárbaros.