Historia de España contada para escépticos (3 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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El secular retraso español respecto a Europa se remonta a las primeras manifestaciones artísticas. En las cuevas francesas han aparecido vulvas, es decir, coños, tallados hace treinta y cinco mil años. Las de nuestra cueva del Castillo, en Cantabria, tienen sólo unos diecisiete mil años. Cuando las dibujaron, la vulva estaba ya casi pasada de moda en Europa y lo que más se estilaba era la señora entera, lo más jamona posible, esas figurillas de opulentas formas, de pingües nalgas y voluminosas tetas, imaginativamente llamadas
venus.
¿Eran los hombres de Cromañón obsesos sexuales? ¿Eran erotómanos? Probablemente, ni una cosa ni otra; lo más seguro es que las venus fueran fetiches propiciadores de fecundidad. Se estuvieron produciendo hasta hace unos doce mil años, aunque ya en los últimos milenios el personal se aficionó más a la pintura mural, esas representaciones de mamuts, caballos, ciervos y bisontes de las cuevas de la región cantábrica y de la Francia meridional. ¿Qué sentido tenían, aparte del placer de hacerlas y el de contemplarlas? ¿Magia simpática? ¿Atraer la caza? ¿Favorecer la fecundidad de los animales?

Quizá la fecundidad. Esa función parece tener la danza fálica dibujada en el abrigo de Cogull (Lérida): un grupo de comadres en maxifalda que no quita ojo a un varón espléndidamente dotado. Por cierto, un notable antecedente de los strip-tease masculinos hoy tan en boga.

Hace unos diez mil años empezaron a derretirse los hielos que cubrían buena parte de Europa y Asia, y el clima se suavizó. La fauna mayor (bisontes, renos, focas, etcétera) emigró hacia el norte en busca de tierras más frías. Las tribus de cazadores se vieron obligadas a seguir a los animales o a adaptarse al nuevo ecosistema. Para los que optaron por quedarse, comida no faltaba, que todavía triscaban por esos cerros especies tan sabrosas como el jabalí y la cabra. Favorecidas por el clima más suave y por el progreso técnico, las comunidades humanas crecieron, y con ellas, ¡ay!, inevitablemente, los conflictos. Las armas de caza, cada vez más certeras y letales, equipadas con puntas de piedra delicadamente talladas y aguzadas, se emplearon también en la guerra. En una cueva de Barranco de Gasulla, en Castellón, asistimos a una escaramuza: dos grupos de arqueros se acribillan a flechazos, disparándose casi a quemarropa.

Pronto comenzaron a escasear los animales mayores que no habían emigrado, particularmente los bisontes. Entonces, los cazadores tuvieron que perseguir especies más pequeñas y huidizas. En las costas de Portugal y Galicia, surgieron mariscadores, que han dejado enormes depósitos de conchas
(concheiros).
Tampoco les hacían ascos a los caracoles y a las lapas, quizá ni siquiera a las babosas. Ganar la proteína diaria se ponía cada día más difícil. Había que aguzar el ingenio.

Entonces, la humanidad dio un gigantesco paso hacia adelante al domesticar ciertos animales y plantas, es decir, inventó la ganadería y la agricultura. Es lo que se ha llamado la
revolución neolítica.

CAPÍTULO 4
La revolución neolítica

Los
sapiens sapiens
que habitaban las cuencas del Tigris y el Éufrates y las riberas mediterráneas de Siria, Líbano e Israel vivían felizmente de la caza y la recolección. De pronto, hace unos diez mil años, los cambios climáticos alteraron profundamente el ecosistema de su zona y los dejaron tan desprovistos de recursos que no tuvieron más remedio que inventar la agricultura y la ganadería para no morirse de hambre. Lógicamente, echaron mano de las especies autóctonas que se dejaron cultivar o domesticar, es decir, la escanda (una humilde variedad de trigo), la cebada, la oveja y la cabra. Con el tiempo, estas especies propias de aquella zona fueron adoptadas en todo el mundo, y todavía seguimos viviendo principalmente de ellas. Y del cerdo, claro.

La revolución neolítica aparejó también grandes innovaciones técnicas. A los instrumentos de hueso, asta y piedra se incorporaron los de barro con la aparición de la cerámica, muy tosca, sin torno.

En la península Ibérica la técnica del cultivo y la domesticación se divulgó entre los años -5000 y -3000 (aproximadamente, aunque en Levante hay vestigios de cultivos desde el -7000). Se domesticaron el perro, el cerdo, la oveja, la cabra y, acaso, el caballo; se dejaron cultivar la cebada, el trigo, la esprilla, la escanda e incluso el olivo. Unos diminutos huesos de aceituna de acebuche hallados en la cueva de Nerja (Málaga) parecen testimoniar el interés que despertaba el benéfico olivo.

El neolítico comportó un importante cambio de mentalidad.

El campesino tiene que establecerse permanentemente en la vecindad del campo de cultivo para cuidarlo, tiene que ser previsor y reservar parte de la cosecha del año para que sirva de simiente al siguiente. Con ello nació también el sentido de la propiedad de la tierra y el sentimiento de pertenencia a ella. Ya se ven asomar las orejas del nacionalismo y la guerra.

A la economía de subsistencia, propia de los cazadores recolectores, sucedió otra de producción, lo que acarreó la necesidad de dividir el trabajo. Nació también el germen de la ciudad en aquellos poblados permanentes, a cuyos cementerios los arqueólogos denominan necrópolis para que no los tomen por saqueadores de tumbas.

Al ciudadano se le complicó la vida: los nómadas se hicieron sedentarios, tuvieron que planear el trabajo, sembrar en la estación adecuada, segar cuando tocara, pero, a cambio, si la cosecha o el rebaño no se torcían, no pasaban hambre en invierno. Incluso se produjeron excedentes, que juiciosamente administrados generaron plusvalía. Y donde hay plusvalía, hay pobres y ricos, hay poder político, hay contribuyentes y hay recaudadores, hay intereses supranacionales y hay líos. No parece casual que la hoz se inventara en este tiempo. Era de madera, con el filo de lascas de pedernal afiladas. El martillo se había inventado en la etapa anterior, pero los arqueólogos, siempre tan finos, lo llaman percutor.

Los metales

Durante decenas de miles de años, la humanidad se las había ingeniado para subsistir sin otro utensilio que unos toscos instrumentos de piedra o hueso. Los hombres primitivos entendían de piedras un rato largo. Había algunas variedades que se habían ganado la consideración de preciosas por su rareza, por sus bellos colores o por sus hermosas texturas. Por ejemplo, el oro, una piedra inalterable y maleable, que aparecía en forma de pepitas en las arenas de los ríos, brillante como si llevara dentro al mismo sol. O la plata nativa, que aparecía en brillantes filones en Riotinto y Almería. O la azurita, de intenso azul; o la bellísima malaquita, verde brillante, con la que se fabricaban cuentas de collar y polvo cosmético.

Los filones de malaquita aparecían a menudo en los crestones de cuarzo o cuarcita y había que arrancarlos con ayuda de pesados martillos de granito. Hace unos cinco mil años, los mineros descubrieron que la malaquita arrojada a una hoguera se transformaba en una especie de pasta brillante, que, al enfriarse, resultaba ser un nuevo y desconocido elemento, con el que se podían fabricar adornos y objetos más afilados y resistentes que los de piedra o hueso.

Se había descubierto la metalurgia del cobre. La humanidad entraba en una nueva era, la de los metales. En seguida surgieron los herreros, una especie de brujos que sabían extraer metales, fundirlos y fabricar objetos. No obstante, la revolución técnica y su repercusión en los sistemas de producción se hizo esperar porque el metal era escaso y lo usaban para fabricar pequeños adornos en lugar de herramientas útiles. Solamente cuando progresó la minería y aumentaron las reservas metalíferas se abarató lo suficiente como para que compensara emplearlo en cuchillos, azadas y otras herramientas (que se revelaron, huelga decirlo, infinitamente superiores a las de piedra).

El cobre comenzó a fabricarse en España a principios del tercer milenio a. J.C. Un milenio después, vendría el bronce y, finalmente, el hierro.

La mina prehistórica española mejor conocida es la de Can Tintoré, en Gavá, Barcelona, que fue explotada durante el tercer milenio. En su compleja red de galerías y pozos se han encontrado picos, mazas y cinceles de piedra. No era una mina de metales, sino de piedras consideradas preciosas, principalmente variscita, de color verde muy intenso, y lidita, un cuarzo oscuro. Se usaban para fabricar cuentas de collar, con los que a menudo enterraban a los muertos.

Durante la llamada edad del cobre, la agricultura progresó considerablemente. Además de cereales se cultivaron la vid y el trigo, lo que ya prefigura la sanísima dieta tradicional ibérica, a la que cabe añadir, naturalmente, el españolísimo cerdo, tan rico en colesterol. El animal era, lógicamente, criado con bellota, pues la encina señoreaba entonces el paisaje patrio, y los recios íberos también panificaban la harina de bellota. Además, se cultivaban el lino y otras plantas textiles. El descubrimiento de pesas de telar prueba que ya existían los tejidos.

La población creció en aldeas al aire libre, emplazadas a las orillas de los ríos, en los ubérrimos valles y también en torno a los yacimientos de cobre. Los poblados fortificados más antiguos de Europa están en Los Millares (Almería) y Vila Nova de Sao Pedro (Portugal), guardados por complejas murallas. La guerra es una presencia constante porque el cobre no sólo sirve para fabricar agujas, cuchillos, brazaletes y utensilios, sino también armas mortíferas.

Los megalitos

La vida en poblados favoreció la aparición de una sociedad más compleja. Algunos individuos más despabilados que otros consiguieron hacerse con los excedentes de producción y se erigieron en régulos o jefes; también los podríamos llamar caciques, o caudillos, o padrinos, incluso capos. Una sociedad que hasta entonces presentaba una clase única, la de los pobres, se fue diversificando en pobres y ricos, con los imaginables grados intermedios de riquillo y pobre con posibles. Los verdaderamente ricos adquirieron armas y contrataron guardaespaldas, lo que los convirtió en más poderosos todavía frente a sus conciudadanos pobres. El pobre no tuvo más remedio que hacerse cliente de algún poderoso, es decir, obedecerlo y satisfacer su exigencia en diezmos o tributos a cambio de su protección.

Con el tiempo, las fórmulas de clientela evolucionaron hasta llegar a la
devotio
ibérica, tan admirada por los autores grecolatinos: el guerrero contraía la obligación de suicidarse si su jefe perecía en combate. El régulo, que comienza de matón de barrio, cuando el tiempo y el dinero lo pulen, da en fundador de una monarquía hereditaria convenientemente legitimada por el brujo o sacerdote de la tribu, el gran embaucador capaz de convencer a la comunidad de que la institución se funda en el derecho divino. La mitología nos transmite noticias de tres grandes reyes: Gárgoris, Habis y Gerión. Leemos en Justino (XLIV, 3, 1 ss.):

«En las serranías de los tartesios [luego veremos que esto debe caer por sierra Morena] habitaban los curetes, cuyo antiquísimo rey Gárgoris inventó el uso de la miel. Avergonzado de la deshonra de su hija, que había parido un nieto ilegítimo, procuró suprimirlo.» El niño se llamaba Habis. Su abuelo lo intentó todo para quitárselo de encima: lo abandonó a la intemperie, lo dejó en un sendero pecuario para que lo pisara el ganado, lo arrojó sucesivamente a perros hambrientos, a cerdos glotones y al mar. Todo en vano. El coriáceo mamoncete no sólo sobrevivía a todos los peligros, sino que, además, era alimentado por los animales salvajes y, como no le hacía ascos a ninguna leche, ya fuera de loba, de cierva, de vaca, de perra o de cerda, se estaba criando con lustre envidiable. Al final, el abuelo se dio por vencido y, reconociendo la intervención de los dioses en la milagrosa supervivencia del niño, lo llamó a su lado y lo proclamó heredero.

Habis creció en edad y sabiduría, y fue un héroe civilizador, que promulgó leyes y enseñó a uncir los bueyes y a sembrar en surco.

Por cierto, el mito del abandono, de la crianza por fieras y de la sabiduría del gobernante se repite en otros grandes fundadores de la antigüedad: Rómulo y Remo, Ciro y Moisés.

Veamos ahora la historia de Gerión. Según los textos antiguos, este rey extendía sus dominios en la otra parte de Hispania, formada por islas, es decir, el litoral gaditano y las marismas del Guadalquivir, entonces un laberinto de islas, penínsulas y esteros. Gerión había nacido cerca de las fuentes del Guadalquivir, en un abrigo rocoso, lo que parece aludir a uno de los santuarios prehistóricos de sierra Morena, quizá al Collado de los jardines, junto a Despeñaperros, como indica Blanco Freijeiro. Era Gerión un gigante de tres cuerpos. Con aquel físico singular, se podía haber ganado cómodamente la vida en un circo, pero escogió el sosegado ejercicio de apacentar bueyes en las marismas. Hércules lo mató para robarle el rebaño.

Las crecientes diferencias sociales se reflejan en los rituales de enterramiento. Sí, ya entonces había entierros de primera, de segunda y hasta de tercera. Mientras algunos individuos no tenían dónde caerse muertos, otros se hacían sepultar en dólmenes megalíticos (de las palabras griegas
mega,
«grande», y
litos,
«piedra», y de la bretona
dolmen,
«mesa»).

Los dólmenes eran tumbas colectivas, posiblemente municipales o comarcales más que familiares. Suelen constar de una cámara central precedida de una especie de corredor adintelado, todo ello sepultado bajo un túmulo artificial. De su mera presencia deducen los historiadores la existencia de una autoridad central, el régulo o reyezuelo de la comarca, capaz de allegar el dinero y los obreros que requiere una obra tan costosa e improductiva. El pretexto era religioso, pero en el fondo se trataba de demostrar el poderío del constructor y de perpetuar su memoria, lo mismo que en el caso de las pirámides, el panteón de El Escorial, el Valle de los Caídos, etcétera.

El más hermoso dolmen español es la cueva de Menga, en Antequera, una gran nave formada por enormes losas de piedra caliza. En la parte más ancha, las piedras que componen el techo están sostenidas por tres pilastras centrales. Cuando los estudiosos la descubrieron, en 1905, la cueva no contenía ya ningún enterramiento, pues hacía siglos que servía de vivienda. Su nombre actual, Menga, procede de una leprosa llamada Dominga, que fue uno de los últimos inquilinos.

En la necrópolis de Los Millares se han descubierto unas setenta tumbas megalíticas de corredor, cubiertas por sendos túmulos de tierra. En sus ajuares destacan numerosas plaquitas con la imagen del ídolo, lejano antecedente de las medallas que hoy acompañan a muchos creyentes en la vida y en la muerte.

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