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Authors: Clark Ashton Smith William Beckford

Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah (3 page)

BOOK: Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah
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Inmediatamente corrió en busca de Abzenderud. Pero este fiel servidor de Alá había salido de casa muy temprano, marchando de madrugada hacia los prados donde acostumbraba a llevar a cabo sus pías investigaciones sobre el crecimiento de las plantas y la vida de los insectos. Una palidez mortal se apoderó de su rostro cuando vio a Shaban precipitándose sobre él como un cuervo de mal agüero, y cuando le oyó decir, con palabras entrecortadas, que el Emir no le había prometido nada, y que hasta él mismo podía llegar demasiado tarde para obligarle a cumplir las piadosas condiciones que con tanto ahínco había ponderado. Aun así, el Imán no perdió el coraje y en poco tiempo se presentó en el palacio de mi padre; pero por desgracia llegó tan cansado que no tuvo más remedio que echarse en un sofá, en el que permaneció cerca de una hora, jadeante y sin respiración.

Mientras los eunucos hacían todo lo posible por revivir al santo hombre, Shaban había ido rápidamente hacia la cámara elegida para los placeres de Taher Achmed; pero su empeño se vio disminuido cuando descubrió que la puerta se hallaba custodiada por dos eunucos negros que, sable en mano, le informaron de que si subía un solo escalón más, su cabeza rodaría entre sus pies. Así que no pudo hacer otra cosa mejor que volver junto a Abzenderud, cuyos resoplidos distinguió mientras entornaba los ojos con tristeza, lamentando el instante en el que se le ocurrió traer a Ghulendi Begum a los dominios del Emir.

A pesar de los cuidados que mi padre prestaba a las estancias de la nueva Sultana, algo había escuchado de la disputa entre Shaban y los dos eunucos negros, y tenía una idea bastante clara de lo que estaba pasando. De modo que, en cuanto lo creyó conveniente, fue al encuentro de Abzenderud en el Salón de las Rejillas Doradas, acompañado de Ghulendi Begum, y aseguró al santo hombre que, mientras esperaban su llegada, él, el Emir, la había hecho su esposa.

Ante estas palabras, el Imán profirió un grito lastimero y agudo que dejó al descubierto la contrariedad que albergaba en su pecho; y tornando la mirada en un gesto horrible, dijo a la nueva Sultana:

—Mujer desdichada, ¿acaso no sabes que los actos irresponsables y mezquinos terminan siempre de forma miserable? Tu padre te habría procurado un futuro feliz, pero no has esperado el fruto de sus esfuerzos, aunque tal vez el Cielo se mofe de todas las previsiones humanas. No quiero saber nada más acerca del Emir; ¡que disfrute contigo y con sus jeroglíficos como más le plazca! Presiento que sobrevendrán males indecibles; mas no seré testigo de ellos. Regocijo pasajero, contaminado por el placer. En cuanto a mí, ¡invoco en mi ayuda al Ángel de la Muerte, y espero que en el plazo de tres días pueda descansar en paz en el regazo de nuestro gran Profeta!

Una vez pronunciadas las últimas palabras, se puso en pie, tambaleante. Su hija intentó sujetarle en vano por la espalda, pero él dio un tirón a su túnica, arrancándosela de sus temblorosas manos. Ghulendi cayó abatida al suelo, y mientras el Emir la cogía distraído por la espalda intentando devolverle la consciencia, el obstinado Abzenderud salió de la habitación murmurando.

En un principio se pensó que el santo hombre no cumpliría su juramento, que sufriría en silencio hasta encontrar un consuelo; pero no fue así. En cuanto llegó a casa se taponó los oídos con algodón, de forma que le resultase imposible escuchar la algarabía y el clamor de sus amigos; acto seguido, sentándose sobre los cojines de su celda, con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos, permaneció inmutable en aquella postura, sin hablar ni requerir comida alguna; y por fin, al cumplirse los tres días, expiró tal y como había jurado. Fue enterrado con gran pompa, y durante las exequias Shaban no dejó de manifestar su pesar azotándose sin piedad el cuerpo y manchado la tierra con pequeños regueros de sangre; después de lo cual, y una vez aplicado bálsamo a sus heridas, retornó a las labores de su oficio.

Mientras tanto, el Emir se desvelaba intentando mitigar la desesperación de Ghulendi Begum y con frecuencia maldecía los jeroglíficos que habían sido el motivo de su primer interés. Por fin tantas atenciones conmovieron el corazón de la Sultana. Cambió su estado habitual de ánimo y se quedó embarazada; y todo volvió a la normalidad.

El Emir, siempre influenciado por la grandeza de los antiguos Faraones, construyó a estilo de aquéllos un palacio con doce pabellones, con la idea de instalar en ellos lo antes posible a cada uno de sus hijos. Por desgracia sus esposas no le daban más que niñas. Maldecía en cada parto, rechinando los dientes, acusando a Mahoma de ser el motivo de sus desgracias, y habría sido por completo intratable si Ghulendi Begum no hubiese encontrado la manera de aplacar su mal comportamiento. Se las arreglaba para que visitase todas las noches sus aposentos, donde gracias a ingenuos y variados ardides lograba introducir un soplo de aire fresco, mientras en otras partes del palacio la atmósfera era sofocante.

Durante el embarazo mi padre nunca dejó el estrado donde ella se reclinaba. Aquel estrado se hallaba en una larga y espaciosa galería que miraba sobre el Nilo, así dispuesta para contemplar el nivel de la corriente, y tan cerca de ella que cualquiera que se asomara al borde podría arrojar directamente a sus aguas las pepitas del fruto que estuviese comiendo en esos momentos. Los mejores danzarines, los más relevantes magos, rondaban el palacio a todas horas. Por las noches tenían lugar representaciones a la dorada luz de un millar de lámparas, emplazadas sobre el piso para destacar así la agilidad y la gracia con la que se movían los pies de los bailarines. Éstos le costaban a mi padre inmensas fortunas, ya que calzaban babuchas perladas de oro y sandalias cubiertas de joyas; y, desde luego, cuando se movían todos juntos el efecto era sobrecogedor.

Pero, a pesar de estas demostraciones y lujos, la Sultana pasó días muy infelices en su estancia. Con la misma indiferencia con la que un desgraciado insomne, atormentado por la falta de sueño, contempla el relucir de las estrellas, así veía ella pasar ante sus ojos el discurrir de los espléndidos bailes. Pronto empezó a pensar en el juramento, que parecía profético, de su venerable padre; pronto comenzó a temer su extraño e indiscernible fin. Cientos de veces interrumpía las melodías de los cantores gritando: «¡La fatalidad ha decretado mi ruina! ¡El Cielo no me concederá un hijo y mi esposo jamás querrá volver a verme!» El tormento de su mente intensificó el dolor y la inquietud propios de su estado. Mi padre llegó a estar tan preocupado que, por primera vez en toda su vida, apeló al Cielo e hizo ofrendas en todas y cada una de sus mezquitas. No se olvidó tampoco de las obras de caridad, de forma que ordenó se hiciera público que todos los mendigos deberían acudir al patio más grande del palacio, donde se les serviría la cantidad de arroz que tuvieran a bien tomar de acuerdo a sus apetitos individuales. De esta manera llegó a acumularse ante las puertas del palacio tal aglomeración de gente que los recién llegados eran difícilmente satisfechos. Los mendigos venían de todas partes, por el río y por tierra. Pueblos enteros llegaron remontando el río en barcazas. Y el hambre de todos ellos era insaciable; los edificios que había levantado mi padre, su constante búsqueda de jeroglíficos y el mantenimiento de los Sabios habían causado verdaderos estragos en la región.

De entre todos aquellos que habían llegado desde tan lejos destacaba un hombre, de edad extrema y gran singularidad, llamado Abú Gabdolle Guehaman, el ermitaño del Gran Desierto de Arena. Sus dos metros y medio de altura eran tantos y estaban tan mal repartidos que parecía un esqueleto, y su mera contemplación daba miedo. Sin embargo, aquella lúgubre y olvidada pieza de la mecánica humana poseía el espíritu más benevolente y religioso del Universo. Con voz de trueno proclamó el poder del Profeta, y dijo abiertamente que era una verdadera lástima que un príncipe que daba arroz a los pobres en tan ingente cantidad fuera un amante de los jeroglíficos. La gente se arremolinaba a su alrededor; los Imanes, Mullahs y Muecines no decían nada, pero admiraban sus palabras. Sus pies, aún cubiertos por la arena de su desierto nativo, eran besados libremente. Y aún más, los mismísimos granos de arena que impregnaban sus pies eran recogidos y atesorados en cajas de ámbar.

Un día proclamó la verdad y el horror de las ciencias malignas, con voz tan alta y resonante que incluso temblaban los grandes estandartes desplegados ante palacio. El terrible sonido penetró en el interior del harén. Las mujeres y los eunucos se desmayaban en el Salón de las Rejillas Doradas; los danzarines se quedaban inmóviles con un pie en el aire; los músicos dejaban caer sus instrumentos al suelo; y Ghulendi Begum se sentía morir de pánico mientras yacía recostada en el dosel.

Abú Taher Achmed parecía anonadado. Su conciencia le castigaba por cuantos actos idólatras había ejecutado, y durante breves instantes de arrepentimiento pensó que el Angel Vengador había venido para convertirlo en piedra; y no sólo a él, sino también a todos aquellos que estaban a su servicio.

Tras permanecer algún tiempo rígido, con los brazos caídos, en la Galería de los Doseles, llamó a Shaban y le dijo:

—El sol no ha perdido su resplandor, el Nilo fluye apaciblemente por su cauce, ¿qué es, pues, ese grito sobrenatural que aún resuena en mi palacio?

—Señor —respondió el piadoso eunuco—, esa voz es la voz de la Verdad, y os es comunicada a través de la boca del venerable Abú Gabdolle Guehaman, el ermitaño del Gran Desierto de Arena, el más ferviente, el más celoso servidor del Profeta, que durante nueve días ha viajado trescientas leguas para probar vuestra hospitalidad y mostraros los conocimientos de los que está inspirado. No desdeñéis las enseñanzas de un hombre que en sabiduría, piedad y estatura sobrepasa al más lúcido, al más devoto y al más gigantesco de los habitantes de la tierra. Toda su gente le escucha fascinada. El quehacer diario queda en suspenso. Los habitantes de su ciudad aguardan para escucharle, olvidando sus acostumbradas reuniones en los jardines públicos. Los contadores de historias se han quedado sin oyentes en las rotondas de las fuentes públicas. Ni tan siquiera el mismísimo Yussuf es tan admirado como él ni tiene su enorme visión del futuro.

Ante estas últimas palabras, al Emir le surgió un repentino deseo de consultar a Abú Gabdolle acerca de sus problemas familiares y, sobre todo, acerca de los grandes proyectos que tenía para el futuro de los hijos que aún no habían nacido. Se consideró afortunado de poder consultar a un profeta vivo, pues con anterioridad las únicas relaciones que había podido mantener con tales inspirados personajes habían sido a través de sus momias. Decidió, por tanto, traer a su presencia, o mejor, a su propio harén, a aquel extraordinario ser. ¿Acaso los Faraones no habían tratado con los nigromantes de su época, y no estaba predestinado él mismo a seguir, en cualquier circunstancia, el ejemplo de los Faraones? Así que ordenó alegremente a Shaban que le trajera al santo hombre.

Shaban, henchido de alegría, corrió a comunicar la invitación al ermitaño quien, sin embargo, no se mostró tan impresionado por tales requerimientos como por la gente que le rodeaba. Estos últimos llenaron el aire con sus vítores mientras Abú Gabdolle permanecía inmóvil, con las manos unidas y los ojos mirando al Cielo en un trance profético. De vez en cuando hurgaba las entrañas de las más profundas visiones y, después, permaneciendo largo tiempo en un éxtasis de santa contemplación, aulló con su voz de trueno:

—¡Que sea la voluntad de Alá! ¡Tan sólo soy su criatura! Estoy dispuesto a seguirte, eunuco. Mas deja que las puertas del palacio sean echadas abajo. Los sirvientes del Altísimo no tienen por qué inclinar sus cabezas ante nadie.

La muchedumbre no necesitó que se repitiera la orden. Todos ellos comenzaron a trabajar con tesón, y en un instante la puerta, una pieza de la más admirable ornamentación, fue totalmente destruida.

Al estruendo que se produjo mientras las puertas se rompían, le respondieron agudos gritos dentro del harén. Abú Taher Achmed comenzó a arrepentirse de su curiosidad. De cualquier manera, guiado por el orgullo, ordenó que los pasillos que conducían al harén permaneciesen abiertos al santo gigante, pues temía que los entusiastas seguidores del profeta pudieran llegar hasta los salones ocupados por las mujeres, donde se guardaban los tesoros principescos. Sin embargo, aquellos temores eran, con toda seguridad, infundados, pues el santo hombre había dejado atrás a sus devotos admiradores. Me han contado que cuando la gente se arrodillaba ante él para recibir sus bendiciones, les decía, con tono profundo
y
solemne:

—Retiraos, quedad en paz en vuestras moradas y estad seguros de que, pase lo que pase, Abú Gabdolle Guehaman está preparado para cualquier eventualidad.

Acto seguido, volviéndose ante el palacio, gritó:

—¡Oh, cúpulas de brillantes reflejos, recibidme y no permitáis que nada empañe vuestro esplendor!

Mientras tanto, todo quedó preparado en el harén. Los biombos habían sido cuidadosamente ordenados, las cortinas de las puertas se habían echado, así como los amplios tapices que colgaban ante los doseles de la galería que recorría el interior del edificio, ocultando de esta manera a las sultanas, a las princesas y a sus hijas.

Tan elaboradas preparaciones habían causado la excitación general; la curiosidad de todos llegó a su punto más elevado cuando el ermitaño, hollando con sus pies los restos de la destrozada puerta, penetró majestuoso en el Salón de las Rejillas Doradas. La fastuosidad y lujo de palacio no le robaron ni una mirada fugaz, sus ojos permanecían lúgubremente fijos en el pavimento que se extendía ante él. Penetró por fin en la gran galería destinada a las mujeres. Todas aquellas que no estaban acostumbradas a la visión de criaturas tan flacas, estiradas y gigantescas, lanzaron gritos penetrantes y solicitaron en voz alta que se trajeran licores y esencias para poder recuperarse de la aparición de semejante fantasma.

El ermitaño no manifestó el más mínimo interés por el tumulto que le rodeaba. Seguía avanzando con gravedad cuando apareció el Emir, quien, cogiéndole por la manga de la túnica, le llevó ceremoniosamente a los divanes de la galería que miraba sobre el Nilo. Se sirvieron con frecuencia bandejas llenas de dulces y licores ortodoxos pero, aunque Abú Gabdolle Guehaman parecía estar muerto de hambre, rehusó tomar ninguno de estos refrigerios, afirmando que durante noventa años tan sólo se había alimentado del rocío del cielo y de los saltamontes del desierto. El Emir, que pensaba que aquella dieta tan conformista era la única que podía esperarse de un profeta, no insistió más, pero en cuanto pudo se concentró en los asuntos que atormentaban su corazón, y le manifestó cuánto dolor le causaba no tener un heredero masculino, a pesar de todas las oraciones ofrecidas a tal efecto y de las esperanzas que los Imanes le habían dado.

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