Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah (9 page)

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Authors: Clark Ashton Smith William Beckford

BOOK: Historia de la princesa Zulkaïs y el príncipe Kalilah
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Entre caricia y caricia, nos hicimos el uno al otro un centenar de preguntas, contándonos con todo lujo de detalles lo que nos había sucedido desde el día de nuestra separación. Kalilah se impresionó mucho cuando supo los pormenores de mi visita al palacio subterráneo y la promesa que había hecho, por su causa, al Yinn.

—¡Ay! —dijo—, temo que todo esto haya sido preparado, y no con buenos propósitos. Los leones que me atacaron tenían un tamaño y una furia sobrenaturales. No tengo ninguna duda de que eran los mismísimos Yinns de los que Omultakos te ha hablado, y que, después de asesinar con sus garras a mis acompañantes y dejarme inconsciente, me trajeron aquí. Y tú, Zulkaïs, debido al amor que me profesas, has caído en la trampa. Sin embargo, debemos intentar olvidarlo. No importa cuán precaria y tenebrosa sea nuestra situación si al menos tenemos el consuelo de estar juntos.

—Todo lo que he hecho no es nada —repliqué—. Me sometería alegremente a Eblis un millar de veces si con ello te salvase la vida.

Las horas transcurrieron conversando de aquella manera y pronto empezamos a extrañarnos por la larga ausencia de Omultakos, que se había desvanecido entre las columnas del tesoro y no había vuelto a aparecer. Nos había dejado sin aclararnos sus intenciones acerca de nuestro futuro, y parecía haberse olvidado de nosotros. Además, no nos había suministrado ningún tipo de provisión, excepto las lámparas y braseros encendidos. Gracias a la luz de aquellas vasijas, comenzamos a discernir las grietas que se abrían en los tapices colgantes y la gran antigüedad de los divanes, que parecían proceder de palacios largo tiempo enterrados en las arenas del desierto. Notamos, de igual modo, que las lámparas y los braseros rezumaban una sustancia gris verdosa. El humo que salía de las vasijas, aromático y mohoso al mismo tiempo, como los aromas que se exhalan en las ceremonias de los Faraones, nos turbaba. A ratos oíamos sonidos inquietos y escurridizos, cuya procedencia no éramos capaces de situar. Además comencé a sentir hambre, pero en la habitación no había nada comestible. Por fin me acordé de la fruta que había puesto en mi regazo después de utilizarla para revivir a Kalilah. Olvidando las advertencias del Yinn, la cogí. La habría compartido con Kalilah, pero él, dándose cuenta de mi apetito, la rechazó. La devoré con ansiedad, encontrando su pulpa de sabor extraño y picante.

Casi inmediatamente experimenté una sensación de insoportable calor, un intenso ardor de vida creció dentro de mí, como si se incendiaran los confines de mi corazón. La cámara parecía resplandecer con una luz que no procedía de las lámparas encendidas. Mis sentidos estallaron en un caos confuso de deseos, la locura se apoderó de mí, y perdí la percepción de Kalilah, como si fuese una sombra más de la habitación. Entonces pensé que una bola de fuego, impregnada de un centenar de cambiantes colores, surgía de la nada flotando en el aire ante mis ojos. Me embargó el extraño deseo de poseer aquella bola y salté intentando agarrarla, pero el globo me esquivó y siguió volando suavemente, y yo, sin atender a los gritos de Kalilah, corrí tras él. Atravesé un pequeño portal en un extremo de la habitación y recorrí un laberinto de corredores cavernosos que, excepto por la luz que emanaba del globo, estaban totalmente a oscuras. Mi único interés consistía en atrapar la brillante bola y no tenía la más mínima noción de lo que me rodeaba ni la ruta que seguía. Por fin la luz desapareció, dejando tan sólo un débil destello, como las ascuas del sol al ocultarse, y me encontré al borde de un abismo. Muy abajo, la bola retrocedía, hundiéndose en las profundidades, de las que me llegaba el sordo y eterno rugido de unas aguas olvidadas. Y sin embargo, en mi delirio, me habría lanzado en pos del globo si al cabo de un rato no hubiese parecido volver a mí desde las profundidades. Aguardé, dispuesta a cogerlo, pero mientras subía me di cuenta de su fuente verdadera. Se trataba de Omultakos, que escalaba por la pared del precipicio con agilidad, ayudándose de las pequeñas fisuras que se abrían en la roca.

En un instante estuvo ante mí, y dijo con aires de reproche:

—Princesa, ¿a qué viene este deseo de arrojarte en el río subterráneo que fluye eternamente hacia las regiones de Eblis? La hora de tu partida, siguiendo el curso perezoso del río, todavía no ha llegado. Afortunadamente, encontré a tu hermano, que estaba buscándote en la oscuridad de las cavernas. Al darme cuenta de lo que sucedía, vine sin demora por otro camino distinto del tuyo para interceptarte. Kalilah, en justo pago a esta ayuda, ha jurado también pleitesía al Príncipe del globo fiero y los corazones llameantes. Volvamos con él, pues temo que aún vague perdido y sin rumbo en la oscuridad. En cierta manera, soy culpable de lo que ha sucedido. Apartado de vosotros por las tareas que reclama el cuidado de mis tesoros —tareas que a veces son muy exigentes—, he olvidado las obligaciones propias de un anfitrión y no os he proveído de vuestras necesidades habituales. Si hubiese cumplido con mis cometidos, el hambre jamás te habría obligado a comer la fruta que despertó tu delirio.

Mi locura se aplacó. Seguí a Omultakos, y mientras caminábamos pude fijarme en los horrorosos laberintos de cavernas que el globo de los miles de colores me había ocultado. A cada esquina surgían huesos amontonados y esqueletos que posiblemente pertenecieron a sujetos que se habían perdido en aquel laberinto y habían muerto de hambre. Algunos de los esqueletos yacían muy juntos, pero no sabría decir si la intimidad de sus posturas se debía al amor humano o al canibalismo. Omultakos no me aclaró este punto y yo no quise preguntarle. Por fin encontramos a Kalilah, cuya alegría fue un poco menos extravagante que el delirio que me había llevado en pos de la esfera flotante.

—Debo abasteceros más adecuadamente para vuestra estancia —dijo Omultakos—. Eblis me permite alojaros aquí durante un tiempo. Mi jardín subterráneo no se encuentra lejos, y allí se alza un pabellón que podéis ocupar. Se os servirá comida y bebida regularmente, en cantidades abundantes, y espero que, en vista de lo ocurrido, nada os haga volver a probar la fruta que crece de mis árboles.

Nos condujo a través de un corto pasadizo, desde donde emergimos a una inmensa caverna de techo púrpura como la noche y que estaba salpicada con relucientes piedras preciosas que simulaban los planetas y constelaciones. Desde allí contemplamos el jardín del que nos había hablado. Estaba cubierto de árboles fantásticos que se inclinaban por el peso de las distintas frutas y flores que colgaban, y aparecían iluminados astutamente por unas lamparitas que apenas se podían distinguir de los frutos en sí mismos. En el centro se alzaba un pequeño pabellón de mármol moteado en rosa y negro. Estaba amueblado con lujosos divanes y una mesa en la que se habían dispuesto para nuestro solaz deliciosas viandas y vinos del color del rubí y el topacio. Omultakos, después de brindarnos de nuevo su hospitalidad, suplicó que le disculpásemos y se marchó con la misma rapidez que caracterizaba todos sus movimientos.

En el pabellón en el que nos había alojado, Kalilah y yo moramos durante un período de tiempo que no sabríamos calcular. Aquellos momentos, sin embargo, a pesar de ciertos presagios, fueron los más felices que había conocido desde los días de nuestra niñez, cuando el Emir aún estaba dispuesto a dejarnos juntos sin imposiciones. En aquel lugar no había diferencia entre el día y la noche; las lámparas ardían eternamente sobre las ramas cargadas de frutas, y las piedras preciosas que brillaban como estrellas relucían sin cesar en el techo sobre nuestras cabezas. Con frecuencia vagabundeábamos por el jardín, que poseía una extraña belleza, aunque no nos dedicábamos, después de algunos descubrimientos indiscretos, a explorar sus más recónditos lugares. El perfume de los capullos, más rico que el de la mirra y el sándalo, nos provocaba una agradable languidez; y mientras el Yinn continuase aprovisionándonos con aquellas sabrosas y variadas comidas, y con aquellos vinos más delicados que los del príncipe de Persia, no nos importaba dejar sus frutos en paz. Felices de volver a estar juntos, y con todo lo necesario a nuestra disposición, nos olvidamos completamente del juramento que habíamos hecho. Tampoco estábamos excesivamente preocupados por el hecho de que los sirvientes que nos atendían fueran invisibles y sólo dieran muestras de su presencia por el sonido que producían, un ruido semejante al aletear de grandes murciélagos. De la misma manera, y casi siempre, éramos capaces de ignorar un triste murmullo que prevalecía continuamente sobre el jardín, y que parecía surgir de aguas subterráneas que se hallasen a una distancia indeterminada y en una dirección de la que nunca estuvimos seguros. En verdad, nos acostumbramos de tal manera a aquel sonido tan monótono y amenazador que nos parecía una característica más del silencio en el que estábamos inmersos.

Nuestro anfitrión, que indudablemente estaba muy ocupado con el mantenimiento de sus nuevas adquisiciones y el tesoro que los reyes brujos le habían confiado, no volvió a visitarnos. Nos sorprendió su negligencia, pero dadas las circunstancias no le echamos de menos.

Pero, ¡ay!, aunque no lo sabíamos, o tratábamos de olvidarlo, las malignas fuerzas que guiaban nuestros destinos no dejaban de trabajar. Nuestro retiro en el jardín de Omultakos nos tenía reservado un terrible desenlace. Por virtud de la fidelidad que habíamos jurado ambos al Señor del Mal, debíamos compartir, en el plazo señalado, la fatalidad de todos aquellos que también se habían condenado a sí mismos. Y aun así —ansiosos de volver a revivir aquellas horas felices—, yo, y también Kalilah, volveríamos a repetir el mismo juramento sin vacilación. No soñéis que estamos arrepentidos.

Estábamos haciendo nuevos votos de fidelidad, como tantas otras veces, echados sobre un sofá del pabellón, cuando llegó la fecha de nuestra perdición. Se presentó sin anunciarse, excepto por el bramido insoportable de un trueno que pareció resquebrajar los cimientos del mundo. Fuimos zarandeados como si de un terremoto se tratase, el aire se oscureció y el suelo se abrió a nuestros pies. Abrazados el uno al otro, tuvimos la sensación de caer, junto con el pabellón, en un profundo abismo. Entonces cesó el trueno, el vértigo de nuestro descenso decreció y oímos por todas partes el triste y furioso bramido de las aguas batientes. Una luminosidad melancólica se cernió sobre nosotros, y de esta forma vimos que el pabellón se había convertido en un montón de serpientes atrapadas juntas en las cuerdas de unas redes que sobresalían de la tumultuosa oscuridad de un río. Las serpientes, tan largas y rígidas como palos de madera, aún conservaban en su piel el moteado blanco y rosa del mármol, y estaban entrelazadas entre sí formando una figura geométrica a nuestro alrededor, como la superestructura del pabellón. Y mientras seguíamos cayendo, emitían un siniestro y profundo siseo que se sumaba al sonido de las rugientes aguas.

De esta manera horrible fuimos transportados a través de fantasmagóricas cavernas, cada vez mas profundas, hacia los reinos malditos de Eblis. La noche acabó por engullirnos y no fuimos capaces de volver a distinguir el más mínimo destello de luz. Abrazados fuertemente el uno al otro, intentábamos mitigar con nuestro contacto el miedo que nos producía el espantoso sisear de los reptiles y el terror de nuestra situación. De esa manera nos pareció viajar durante un período de tiempo equivalente a muchos días.

Por fin una luz despuntó sobre nuestras cabezas, lánguida y melancólica, y el rugir del río se hizo más profundo, como el tronar de unas poderosas cataratas que se abriesen ante nosotros. Estábamos completamente seguros de que la torrentera nos arrojaría sobre alguna ribera fatal, pero en aquel momento las serpientes que nos envolvían comenzaron ondular con desesperación y, nadando vigorosamente, nos hicieron tomar tierra en los salones de Eblis, no lejos del lugar donde el Sultán Solimán escucha por toda la eternidad el tumulto de la cascada, esperando el momento de su liberación, que sólo llegará cuando aquellas aguas dejen de fluir. Después de aquello, las serpientes se separaron, entraron de nuevo en el río y nadaron cada una por su lado de vuelta al jardín de Omultakos. Ahora, señor, esperamos, como vos, el momento en el que nuestros corazones sean prendidos con el fuego inconsumible y ardan con tanto fulgor como la cola del mandril; pero, ¡ay!, indecible será la angustia, como la del corazón de todos los mortales, que obtendremos de esa llama en la que se esconde el éxtasis de los demonios.

Notas

[1]
La bíblica Reina de Saba, llamada así en la tradición musulmana. Balkis visitó a Salomón en el siglo X antes de Cristo. Gérard de Nerval narra la visita de Balkis a Salomón en su magnífico relato
Historia de la Reina de la Mañana y de Solimán, Príncipe de los Genios
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[2]
La Ciudad de las Mil Columnas,
de H. P. Lovecraft, por cuyas ruinas se paseó Abdul Alhazred. Clara referencia de Clark Ashton Smith a la obra del escritor de Providence.
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