Conmovido por estas palabras que su madre, llorando, ha pronunciado, Brenio obedece con ánimo sosegado y, quitándose el yelmo, se dirige al encuentro de su hermano. Belino, que lo ve llegar en son de paz, arroja sus armas y se funde con él en un abrazo. La amistad ha vuelto a reinar entre ellos, y, con sus tropas desarmadas, se encaminan a Trinovanto. Allí deciden preparar una expedición conjunta contra las provincias de Galia, a fin de someterlas a su poder.
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Un año después, pasan el estrecho y comienzan a devastar el país. Cuando los reyezuelos de los Francos lo saben, se reúnen y, saliéndoles al encuentro, les presentan batalla. La victoria se inclina del lado de Belino y Brenio, y los Francos, desbaratadas sus catervas, huyen por todas partes. Britanos y Alóbroges persiguen, en su triunfo, a los vencidos Galos hasta que, capturando a sus caudillos, los obligan a rendirse. Destruyen luego, una por una, las murallas de las ciudades fortificadas, sometiendo en un año el reino entero.
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Conquistada la Galia, marchan sobre Roma, talando a su paso los campos de Italia y saqueando sus ciudades. En aquel tiempo gobernaban en Roma los cónsules Cabio y Porsena, quienes, al ver que no había pueblo
capaz
de resistir el empuje feroz de Belino y Brenio, salieron a su encuentro, con el consentimiento del senado, para pedir la paz. Les ofrecieron muchas ofrendas de oro y de plata, y se comprometieron a pagarles un tributo anual, con tal de conseguir su amistad. Consintieron en ello los Britanos y, tomando rehenes para asegurar lo pactado, condujeron sus tropas a Germania. Sin embargo, tan pronto como vieron al enemigo devastando un nuevo país, se arrepintieron los Romanos del infamante tratado y, tornando al valor, acudieron en auxilio de los Germanos. Mucho se enojaron los reyes al saberlo y, al instante, celebraron consejo para determinar cómo lucharían contra ambos pueblos, pues se encontraban en un grave aprieto al verse así atacados por una multitud tan grande de Italianos. Decidieron que Belino, con sus Britanos, se quedara en Germania, plantando cara al enemigo, y que Brenio marchase contra Roma con su ejército para vengar la ruptura del tratado. Se enteran los Romanos y, abandonando a los Germanos, se dirigen a Roma a marchas forzadas, para llegar antes que su enemigo. Pero cuando este plan le fue comunicado a Belino, convocó de nuevo a sus hombres y, poniéndose velozmente en camino con el alba, alcanzó cierto desfiladero por donde los Romanos tenían que pasar, se ocultó en él y aguardó la llegada del enemigo. Al amanecer del día siguiente, los Italianos, en su marcha hacia el sur, llegaron a aquel lugar y, al ver cómo resplandecía el valle con las armas de sus enemigos, se quedaron estupefactos, pensando que se trataba de Brenio y sus Galos Senones
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. Tan pronto como el enemigo estuvo a la vista, Belino ordenó cargar contra ellos y los acometió con saña. Tomados de improviso, los Romanos, que marchaban desordenadamente y sin armas, no tardaron en abandonar el campo y huyeron. Belino los siguió, acuchillándolos sin piedad, hasta que las tinieblas de la noche le impidieron completar la matanza. Después de esta victoria se reunió con Brenio, que estaba ya asediando Roma desde hacía tres días. En cuanto se juntaron ambos ejércitos, asaltaron por todas partes la ciudad, intentando abrir brechas en la muralla. Levantan, además, horcas frente a las puertas de la ciudad para aterrorizar a los sitiados, diciéndoles que colgarán en ellas a los rehenes que les habían entregado si no se rinden sin condiciones. Los Romanos, empero, perseverando en su propósito, no se apiadan de hijos ni de nietos y se obstinan en defenderse: por un lado, destruyen las máquinas de los sitiadores con ingenios opuestos o similares; por otro, los rechazan de las murallas con dardos y venablos de todo tipo. Cuando los hermanos ven esto, ardiendo en cólera violenta, ordenan que se ahorque a veinticuatro de los rehenes más nobles a la vista de sus parientes. No ceden los Romanos por ello, persistiendo con redoblados ánimos en su defensa, y, confiados en un mensaje que han recibido de los cónsules Gabio y Porsena, en el que éstos afirman que al día siguiente acudirán en auxilio de la ciudad, resuelven llevar a cabo una salida y combatir con los sitiadores. Y mientras ordenan diestramente sus tropas, he aquí que los citados cónsules, después de reunir a sus hombres dispersos, llegan con ánimo de luchar. Avanzando en compacta formación, atacan de improviso por detrás a Britanos y Alóbroges, y sus compatriotas de la ciudad colaboran en un principio, con su salida, a sembrar no pequeña matanza. Sin embargo, los hermanos, inquietos ante el desconcierto que ha producido tan repentino ataque en sus compañeros de armas, comienzan a animar a sus camaradas, rehacen las filas y, atacando una y otra vez, obligan a retroceder al enemigo. Finalmente, después de haber caído muchos miles de combatientes por ambas partes, la victoria se inclina del lado de los hermanos. Muerto Gabio y prisionero Porsena, se apoderan de la ciudad y reparten con largueza los tesoros ocultos de los ciudadanos entre sus compañeros de armas.
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Obtenida así la victoria, permaneció Brenio en Italia, afligiendo al pueblo con inaudita tiranía. Pero de sus demás hazañas y de su muerte, puesto que las historias romanas las refieren, no me ocuparé yo aquí; si lo hiciese, introduciría en mi obra una excesiva prolijidad y, al dar cuenta de aquello de lo que otros han tratado ya, me alejaría de mi propósito. Por su parte, Belino regresó a Britania y gobernó en paz su reino durante el resto de sus días. Las ciudades que, construidas hacía tiempo, se encontraban en ruinas las restauró, y fundó muchas nuevas. Entre ellas, mandó edificar una sobre el río Usk, junto al golfo del Severn, que se llamó durante mucho tiempo Kaerusk
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, la ciudad madre de la Demecia
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. Cuando vinieron los Romanos, le quitaron ese nombre y la llamaron Ciudad de las Legiones, a causa de las legiones romanas que tenían allí sus cuarteles de invierno. En Trinovanto, Belino construyó una puerta de admirable factura a orillas del Támesis, a la que todavía hoy llaman Belinesgata
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—de su nombre— los ciudadanos. Dominaba la puerta una altísima torre, con un puerto a sus pies donde las naves atracaban. Renovó las leyes de su padre a lo largo y ancho del reino, complaciéndose siempre en la equidad y en la justicia. Tanta prosperidad alcanzó Britania en su reinado como no había gozado nunca ni conseguiría igualar. Finalmente, cuando el día supremo lo arrebató de esta vida, su cuerpo fue incinerado y sus cenizas recogidas en una urna de oro que, con maravilloso artificio, colocaron en la parte más alta de la antedicha torre, en Trinovanto
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.
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A Belino lo sucedió su hijo Gurgüint Barbtruc, hombre moderado y prudente que, imitando a su padre, amó la paz y la justicia, pero que, cuando sus vecinos se rebelaban contra él, tomando ejemplo del valor de su progenitor, no dudaba en presentarles cruel batalla y en reducirlos a la sumisión debida. Entre otras cosas, aconteció durante su reinado que el rey delos Daneses, que había pagado tributo en tiempos de su padre, rehusó pagárselo a él, negándole la debida sumisión. Gurgüint no podía tolerarlo, y condujo una escuadra a Dinamarca, donde, después de afligir al pueblo danés con crudelísimos combates, mató a su rey y devolvió el país a su antiguo yugo.
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En aquel tiempo, cuando volvía a casa tras la victoria, encontró, a su paso por las islas Oreadas, treinta naves llenas de hombres y mujeres, y, cuando preguntó el motivo de su llegada allí, se dirigió a él el caudillo de aquella gente, llamado Partoloim, y, rindiéndole pleitesía, le rogó gracia y paz. Había sido expulsado —dijo— de las tierras de Hispania, y recorría aquellos mares en busca de un lugar donde establecerse Le pedía, por tanto, una pequeña parte de Britania para habitar en ella y no errar por más tiempo a través del odioso mar, pues había transcurrido ya un año y medio desde que, desterrado de su patria, surcaba el océano con sus compañeros. Cuando Gurgüint Barbtruc supo que venían de Hispania, que eran llamados Basclenses
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y cuál era el objeto de su petición, envió hombres con ellos a la isla de Hibernia, que por entonces estaba desierta, sin un solo habitante, y se la concedió. Partoloim y los suyos crecieron allí y se multiplicaron, y en esa isla continúan hoy sus descendientes. En cuanto a Gurgüint Barbtruc, cuando hubo terminado en paz los días de su vida, rué sepultado en Ciudad de las Legiones, a la que, tras la muerte de su padre, había embellecido con edificios y murallas.
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Tras él, fue Güitelino quien recibió la corona, gobernando en todo momento con sobriedad y benevolencia. Su esposa era una noble mujer, llamada Marcia, instruida en todo género de artes; entre otras muchas inauditas invenciones, imaginó la ley que los Britanos llamaron Marciana y que el rey Alfredo tradujo, junto con otras, llamándola
Merchenelage
(leyes de Mercia) en lengua sajona. Cuando Güitelino murió, el timón del reino quedó en manos de la antedicha reina y del hijo de ambos, llamado Sisilio.
Tenía entonces Sisilio siete años, y su corta edad no aconsejaba abandonar los destinos de Britania en sus manos. Por ello, su madre, que tenía una rara habilidad para los asuntos de gobierno, ostentó el poder en toda la isla. Cuando dejó este mundo, Sisilio tomó la corona y empuñó el timón del estado. Tras él, obtuvo el reino su hijo Kimaro. A éste lo sucedió su hermano Danio.
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A su muerte, fue coronado rey Morvido, hijo de Danio y de su concubina Tangustela. Hubiera conseguido altísima fama por su bravura, si no se hubiese extralimitado en crueldad: no respetaba a nadie en su cólera, sino que lo mataba en el acto si tenía alguna arma a mano. Por lo demás, era hermoso de aspecto y liberal en el reparto de favores, y no había nadie de tanta fuerza en todo el reino que pudiese enfrentarse con él en singular combate.
Durante su reinado, un rey de los Morianos
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desembarcó en Nortumbria con gran hueste y comenzó a talar el país. Morvido, reuniendo a todos los jóvenes de sus dominios, le salió al encuentro y entabló batalla con él. Mejores resultados obtiene él solo en el combate que el resto del ejército que acaudilla. Cuando consigue la victoria, no concede cuartel a nadie: manda que sean conducidos a su presencia los prisioneros uno por uno, y los degüella con sus propias manos, saciando así su sed de sangre; y cuando, fatigado, interrumpe por un instante su tarea, no deja de ordenar que los que quedan sean desollados vivos y, una vez desollados, arrojados al fuego. En medio de estas y otras crueldades, le sucedió cierta desgracia que puso fin a su iniquidad. Cierto monstruo, en efecto, de inaudita ferocidad había llegado del mar Hibérnico y sembraba sin cesar el estrago entre los habitantes del litoral. Cuando la fama de la bestia llegó a oídos del rey, éste marchó a su encuentro y se enfrentó solo con ella. Pero todos sus dardos resultaron inútiles contra el monstruo, que acabó devorándolo como si se tratase de un pececillo.
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Morvido había engendrado cinco hijos, de los que el primogénito, llamado Gorboniano, sucedió a su padre en el trono. No hubo en aquel tiempo hombre más justo, ni más amante de la equidad, ni que gobernase a su pueblo con mayor diligencia. Fue siempre su costumbre rendir a los dioses los honores debidos e impartir a su pueblo la más alta justicia. Restauró aquellos templos de los dioses que precisaban de ello en todas las ciudades del reino de Britania, y no dejó de construir otros muchos nuevos. En sus días, la isla abundó en una tal cantidad de riquezas que no podían comparársele las naciones vecinas. Exhortó a los campesinos a cultivar los campos, protegiéndolos él de los rigores de sus amos. Repartió con largueza oro y plata entre sus jóvenes guerreros, de suerte que ninguno de ellos tuviese necesidad de hacer violencia a nadie. En medio de estas y otras muchísimas acciones, testigos de su innata bondad, pagó su deuda con la naturaleza y, dejando la luz de este mundo, fue sepultado en Trinovanto.
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Tras él, fue su hermano Artgalón quien tomó la corona regia, siendo en todos sus actos distinto de su predecesor. Se empeñó por doquier en arruinar a los nobles y ensalzar a los viles; arrebató a los ricos sus bienes, acumulando así infinitos tesoros.
Los barones del reino se negaron a soportarlo por más tiempo y, sublevándose contra él, lo despojaron de la realeza. Después nombraron rey a su hermano Elidur, que, a causa de la piedad que después mostraría hacia su hermano, sería llamado el Piadoso.
En efecto, al cabo de cinco años de reinado, mientras se encontraba cazando en el bosque de Calaterio, topó Elidur con su hermano, el que había sido depuesto. Artgalón había recorrido varios reinos vecinos en demanda de ayuda para recuperar la dignidad perdida, pero no la había encontrado en ningún lugar, y, como no podía soportar por más tiempo la pobreza que le había sobrevenido, optó por regresar a Britania, acompañado tan sólo de diez caballeros. Atravesaba el antedicho bosque, dirigiéndose en busca de los que otrora habían sido sus amigos, cuando lo divisó su hermano Elidur de forma totalmente inesperada. Nada más verlo, Elidur corrió a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos, y, tras deplorar largo tiempo su miseria, lo condujo consigo a la ciudad de Alclud y lo ocultó en su propia cámara. Después fingió sentirse enfermo y envió mensajeros por todo el reino a sugerir a aquellos príncipes que eran vasallos de la corona, que al rey le complacería mucho que fueran a visitarlo. Cuando llegaron todos a la ciudad en que se encontraba, les pidió que entrasen en su cámara uno por uno y sin hacer ruido, pues afirmaba que el sonido de muchas voces sería perjudicial para su cabeza si entraban en grupo. Creyendo lo que decía, todos siguieron sus indicaciones, entrando uno por uno en el palacio. Entretanto, Elidur había dado orden a sus criados de que estuvieran listos para capturar a cada uno de los que entrasen y cortarle la cabeza, si no juraba de nuevo fidelidad a su hermano Artgalón. Así se hizo, uno por uno, con todos, y todos, por miedo a morir, se reconciliaron con Artgalón. Debidamente confirmado el pacto, Elidur llevó a Artgalón a Eboraco y, tomando la corona de su propia cabeza, la depositó sobre la cabeza de su hermano. Se le otorgó por ello el sobrenombre de Piadoso, por haber demostrado con su hermano la antedicha piedad. Reinó Artgalón diez años, ya curado de su anterior iniquidad, de tal modo que ahora abatió a los viles y ensalzó a los generosos, dejando a cada uno lo suyo y ejerciendo la más alta justicia. Finalmente, languideció y murió, siendo enterrado en la ciudad de Kaerleir.