NERVA Y TRAJANO
Los asesinos de Domiciano no habían dado tiempo a su víctima de nombrar un heredero. Y el Senado, que no reconoció jamás oficialmente el derecho de los emperadores a designarlo, pero que siempre había aceptado en la práctica su elección, aprovechó la ocasión para hacerlo a su gusto en la persona de uno de sus miembros.
Marco Cocceyo Nerva era un jurista que se deleitaba a ratos perdidos con la poesía, pero que no era ni litigioso como los abogados ni vanidoso como los poetas. Era un hombretón alto y grueso, que no había matado jamás una mosca, no había mostrado ambiciones y que, al final de su reinado, pudo decir con plena razón que no había hecho nada que le impidiese volver a la vida privada sin correr ningún peligro.
Tal vez su elección fue debida no tanto a sus virtudes como a la circunstancia de que ya contaba setenta años y tenía el estómago delicado, lo que permitía prever un reinado de breve duración. En efecto, sólo duró dos años, pero a Nerva le bastaron para subsanar los errores de su predecesor. Llamó a los proscritos, distribuyó muchas tierras a los pobres, liberó a los hebreos de los tributos que Vespasiano les había impuesto y volvió a poner orden en las finanzas. Eso no impidió a los pretorianos, descontentos de aquel nuevo amo que se oponía a sus prerrogativas, sitiarle en su palacio, degollar algunos de sus consejeros y exigir la entrega de los asesinos de Domiciano. Nerva, con tal de salvar a sus colaboradores, ofreció a cambio su propia cabeza. Y, dado que se la respetaron, presentó la dimisión al Senado, que se la rechazó. Nerva no había jamás tomado ninguna decisión sin consultar al Senado o en oposición a éste. También esa vez se avino. Sentía que se aproximaba su fin y el poco tiempo que le quedaba de vida lo empleó en buscarse un sucesor grato al Senado y adoptarle como hijo (suyos no tenía), para evitar que los pretorianos se sintieran tentados a coronar a alguien de su elección. El haber escogido a Traano fue acaso el mejor servicio que Nerva rindió al Estado.
Trajano era un general que a la sazón mandaba un ejército en Germania. Cuando supo que le habían proclamado emperador, no se impresionó mucho. Mandó decir al Senado que agradecía la confianza y que iría a asumir el poder en cuanto tuviese un minuto de tiempo. Pero durante dos años no lo encontró, porque tenía que resolver ciertos asuntos pendientes con los teutones. Había nacido unos cuarenta años antes en España, pero de una familia romana de funcionarios, y funcionario había seguido siendo él mismo, es decir, mitad soldado mitad administrador. Era alto y robusto, de costumbres espartanas y de un valor a toda prueba, pero sin exhibicionismo. Su esposa Plotina se proclamaba la más feliz de las mujeres porque él sólo la engañaba, de vez en cuando, con algún mozalbete; con otras mujeres, nunca. Pasaba por hombre culto porque solía tener a su lado, en su carro de general, a Dión Crisóstomo, un célebre retórico de la época, que le hablaba continuamente de filosofía. Pero un día confesó que jamás había comprendido una sola de las muchas palabras que Dión pronunciaba; es más, que ni siquiera le escuchaba; se dejaba mecer por su sonido argentino pensando en otra cosa: en los gastos, en el plan de una batalla, en el proyecto de un puente.
Cuando por fin dispuso del famoso minuto para ceñir la corona, Plinio
el Joven
quedó encargado de dedicarle un
panegírico
en el que se le recordaba cortesmente que debía su elección a los senadores y que, por lo tanto, debía dirigirse a ellos para cualquier decisión. Trajano subrayó el párrafo con un gesto aprobatorio de la cabeza, al que nadie prestó mucha fe. Pero se equivocaron, pues aquella regla Trajano la observó rígidamente. El poder no se le subió nunca a la cabeza y ni siquiera la amenaza de conjuras bastó para transformarle en un déspota suspicaz y sanguinario. Cuando descubrió la de Licinio Sura, fue a comer a casa de éste y no sólo todo lo que le sirvieron en los platos, sino que después ofreció la cara al barbero del conjurado para que se la afeitase.
Era un formidable trabajador y pretendía que lo fuesen también todos los que le rodeaban. Mandó a muchos senadores perezosos a hacer inspecciones y a poner orden en las provincias, y por las cartas que cruzó con ellos alguna de las cuales se ha conservado, pueden deducirse su competencia y su diligencia. Sus ideas políticas eran las de un conservador ilustrado que creía más en la buena administración que en las grandes reformas y que, aun excluyendo la violencia, sabía recurrir a la fuerza. Por eso no vaciló en declarar la guerra a la Dacia (que corresponde hoy a Rumania), cuando su rey, Decébalo, se interfirió en las conquistas hechas en Germania. Fue una campaña conducida por un brillante general. Derrotado, Decébalo se rindió, pero Trajano le respetó la vida y trono, limitándose a imponerle un vasallaje. Tanta clemencia, desconocida en los anales de la historia romana, estuvo mal recompensada, pues a los dos años Decébalo volvió a rebelarse. Trajano organizó la guerra contra él, derrotó otra vez al perjuro, se apoderó de las minas de oro transilvanas y con este botín financió cuatro meses de juegos ininterrumpidos en el Circo, con diez mil gladiadores, para celebrar su victoria y un programa de obras públicas destinadas a hacer de su reinado uno de los más memorables en la historia del urbanismo, de la ingeniería y de la arquitectura.
Un gigantesco acueducto, un puerto nuevo en Ostia, cuatro grandes carreteras y el anfiteatro de Verona fueron algunas de sus obras más insignes. Pero la más conocida fue el Foro Trajano, debido al genio de Apolodoro, un griego de Damasco, que ya había construido, en pocos días, un maravilloso puente sobre el Danubio, que permitió a Trajano coger de revés a Decébalo. Para levantar la columna que todavía se yergue frente a la basílica Ulpia, fueron traídos de Paros dieciocho cubos de un mármol especial, de cincuenta toneladas cada uno; un milagro, para aquellos tiempos. En ella se grabaron, en bajorrelieve, dos mil figuras, según un estilo vagamente neorrealista, o sea con mucha propensión a la crudeza de las escenas representadas. Columna excesivamente recargada para ser bella, pero interesante desde el punto de vista documental, que fue sin duda lo que agradó a Trajano.
Después de seis años de paz, empleados en esta obra de reconstrucción, Trajano sintió la nostalgia del campamento y aun cuando frisaba ya en la; sesentena, se metió en la cabeza completar la obra de César y de Antonio en Oriente, llevando los confínes del Imperio hasta el océano índico. Lo consiguió tras una marcha triunfal a través de Mesopotamia, Fersia, Siria y Armenia, reduciéndolas todas a «provincias» romanas. Mandó construir una flota para atravesar el mar Rojo. Pero lamentó ser demasiado viejo para embarcarse y emprender la conquista de la India y el Extremo Oriente. Éstos eran países en los que bastaba dejar guarniciones para imponer en ellos un orden duradero. Cuando Trajano se encontraba aún en el camino de retorno, estallaron rebeliones un poco por todas partes. El fatigado guerrero quería volver atrás pan sofocarlas. La hidropesía le retuvo. Mandó en su lugar a Lucio Quieto y a Marcio Turba y reanudó su viaje hacia Roma esperando llegar a tiempo de morir allí Una parálisis le fulminó el año 117 después de Jesucristo, sexagésimo cuarto de su vida. Y a Roma sólo volvieron sus cenizas que fueron enterradas bajo su columna.
Nerva y Trajano fueron, ciertamente, dos grandes emperadores. Pero entre los muchos méritos efectivos que nos los recomiendan a nuestro recuerdo, tuvieron también una suerte; la de granjearse la gratitud de un historiador como Tácito y de un cronista como Plinio, cuyos testimonios habían de ser decisivos para el tribunal de la posteridad.
Tácito, que ha contado la vida de tanta gente, se ha olvidado de decirnos algo de la suya propia. No sabemos con precisión dónde nació y ni siquiera estamos seguros de que fuese hijo de aquel Cornelio Tácito que administraba las finanzas de Bélgica. Su familia debía pertenecer a aquella burguesía adinerada que después entró a formar parte de la aristocracia. Pero más que de la propia, él estaba orgulloso de la estirpe de su mujer, hija de Agrícola, procónsul y gobernador de Britania, que Domiciano había cometido el error de destituir. A este Agrícola le conocemos a través de la biografía que nos ha dejado su yerno, que había de quedar como insuperable maestro de biografías. Pero como que en Tácito se compendian todas las cualidades del gran escritor menos la objetividad, no sabemos si aquel retrato es del todo verídico. Sabemos tan sólo que debía ser sincera la admiración que lo inspiró.
Tácito era un gran abogado. Plinio le consideraba más grande que el mismo Cicerón. Pero nosotros tememos que haya compuesto sus historias un poco con los mismos criterios con los cuales defendía a sus clientes; o sea, más para hacer triunfar una tesis que para consignar la verdad. Comenzó con un libro dedicado al período entre Galba y Domiciano, del que él mismo había sido espectador. Y su vigorosa requisitoria contra la tiranía tuvo tal éxito en los círculos aristocráticos que habían sido las mayores víctimas, que le indujo a remontarse hasta los tiempos de los reinados de Nerón, Claudio, Calígula y Tiberio. Honestamente reconoce haberse tenido que doblegar, en tiempos de Domiciano, a los caprichos satrapescos de este soberano y a avalar, como senador, sus abusos. No resulta difícil deducir de ello que el amor por la libertad debió de nacerle precisamente entonces. Escribió catorce libros de
Historias
, de los cuales cuatro han llegado hasta nosotros, y dieciséis de
Anales
, de los que sobrevivieron doce, además de varios trabajos como el
Agrícola
y un libelo sobre los germanos en el que con extraordinaria habilidad polémica se exaltan las virtudes de este pueblo para denunciar, entre líneas, los vicios del romano.
Tácito debe ser leído con discernimiento. No hay que pedirle análisis sociológicos ni económicos. Hay que contentarse con grandes reportajes, perfectos como técnica narrativa, con
thrill y suspense
, como se dice en la jerga cinematográfica, y animados por personajes probablemente falsos, pero extraordinariamente caracterizados, que se graban en la memoria gracias a un estilo vigoroso que ningún escritor ha vuelto a tener después de él. Sus fuentes son dudosas y acaso no se molestó nunca en buscarlas. Escribe lo que oye decir, recogiendo lo que le acomoda aun siendo falso y tira lo que no le parece bien, aunque sea verdad, con el único objeto de difundir sus tesis favoritas: que el mayor bien es la libertad, y que la libertad queda garantizada solamente por las oligarquías aristocráticas; que el carácter tiene más valor que la inteligencia y que las reformas no son sino pasos hacia lo peor. En conjunto, fue una gran lástima que Tácito se jactase de ser un historiador. De haber tenido ambiciones de novelista, habría sido mejor para él y para nosotros.
Menos genial y brillante, pero más detallista y digno de consideración, es el retrato que de la sociedad de aquel tiempo nos ha dejado Plinio
el Joven
, un gran señor que tuvo todas las fortunas, incluidas las de un tío rico que le dejó nombre y patrimonio, de una esmerada educación, con una esposa virtuosa (que en aquellos tiempos debía de ser una rareza) y dotado de un buen carácter que le hacía ver el lado bello de todo y de todos. Estaba, en suma, en la tradición de Ático: la de los
gentlemen
. Había nacido en Corno y, naturalmente, debutó como abogado. Tácito le propuso compartir consigo el peso y el honor de la acusación contra Mario Prisco, funcionario acusado de malversaciones y de crueldad. Plinio aceptó. Mas en vez de pronunciar un discurso contra el inculpado, hizo un elogio exclamatorio, que duró dos horas, de su colega, quien, cuando llegó su turno, se lo devolvió (y Prisco, en el banquillo, debía, entretanto, frotarse las manos al sentirse completamente olvidado).
Le encomendaron varias misiones. Las cumplió todas con diligencia y honradez. Pero brilló particularmente en las diplomáticas, para las que lo eligió Trajano, gran conocedor de los nombres. Su cualidad fundamental era, efectivamente, el «tacto». Basta leer la carta que escribió a su viejo preceptor Quintiliano, el gran jurista, para excusarse de no poder darle más e cincuenta mil sestercios (algo así como tres millones de liras) para la dote de su hija: parece que pida un favor en vez de ofrecer una limosna. Cuando le enviaban para alguna embajada o inspección, rechazaba honorarios, transportes y dietas, se llenaba las maletas de regalos para las esposas de los gobernar dores, de los generales y de los prefectos y se llevaba consigo, pagándolo de su bolsillo, a alguien con quien hablar de literatura; Suetonio, en general, porque sentía debilidad por él. Como que debido a su manía de escribir a todo el mundo, mantenía los «contactos» (que siempre ha sido una gran astucia en todos los tiempos), las invitaciones, doquiera llegase, le llovían sobre la cabeza. Respondía siempre por escrito:
Acepto tu invitación a comer, amigo, mas a condición de que me despidas pronto y me trates frugalmente. Que en torno a la mesa se trencen conversaciones filosóficas, pero que también de éstas gocemos con moderación
.
Con moderación
: he aquí su ética, su estética y su dietética. Plinio lo hizo todo con moderación: hasta el amor. Y con moderación habló de todo en sus cartas descriptivas al emperador, a los colegas, a los parientes, a los clientes. Estas cartas son lo mejor que nos queda de él y constituyen el testimonio tal vez más valioso de aquella sociedad y de sus costumbres.
ADRIANO
Nos cuesta, lo confesamos, admitir que un episodio tan fausto como el advenimiento al trono del más grande emperador de la Antigüedad, se debiera a una coincidencia fútil y más bien sucia como el adulterio. Y, sin embargo, Dión Casio da por cierto que fue elegido Adriano para ocupar el puesto de Trajano, muerto sin designar herederos, por un título solo: el de amante de la mujer de éste, Plotina.
A los «se dice» hay que darles crédito hasta cierto punto, especialmente en cuestión de cuernos. Pero no cabe duda de que al menos una mano se la echó Plotina a Adriano para coronarle. Eran tía y sobrino, pero no consanguíneos, y, por otra parte, el parentesco, en Roma, no había jamás impedido ningún amor. Trajano y Adriano eran paisanos, pues habían nacido en la misma ciudad de España, Itálica. Y el segundo, que se llamaba Adriano porque su familia procedía de Adria y que era veinticuatro años más joven que su primo, amigo de la familia y tutor, fue a Roma llamado por éste. Era un muchacho lleno de vida, de curiosidad y de interés, que lo estudiaba todo con fervor: matemáticas, música, medicina, filosofía, literatura, escultura, geometría, y aprendía pronto. Trajano le dio por esposa a su sobrina Julia Sabina. Fue un matrimonio respetable y frío, del que no nacieron ni amor ni hijos. Sabina, esculturalmente hermosa pero carente de
sexappeal
, se lamentaba en voz baja de que su marido tuviese más tiempo para sus caballos y sus perros que para ella. Adriano se la llevaba consigo en sus viajes, la colmaba de atenciones, despidió a su propio secretario, Suetonio, porque un día habló de ella con poco respeto, pero de noche dormía solo.