Por primera vez, con Septimio subía al trono un africano de origen hebreo. Roma no lo había elegido; al contrario, el Senado se declaró partidario de otro general, Albino. Pero no le sentó mal Septimio cuando hubo ganado la partida, tras haber eliminado a sus oponentes y transformado definitivamente el Principado en una monarquía hereditaria de cuño militar. Era triste que se hubiese llegado a este punto. Era triste una vez alcanzado, y no ciertamente por culpa de Septimio; éste no podía proceder de otra manera. Se requería una mano de hierro para poner un dique a la catástrofe, y Septimio la tuvo. Era un hombre cincuentón, robusto, excelente estratega, conversador ingenioso, pero comandante de una pieza. Procedía de una familia acomodada, había estudiado Filosofía en Atenas y Derecho en Roma, pero hablaba latín con marcado acento fenicio. No tenía ciertamente las cualidades morales de un Antonino o de un Marco Aurelio, ni la complejidad de un Adriano. Antes bien era un cínico, pero recto y honrado, con un claro sentido de la realidad. Su única rareza era la astrología, a la que debía un matrimonio que no trajo suerte, a Roma. Se encontraba en Siria cuando murió su primera esposa, que era una mujer buena y sencilla. El viudo, que en seguida interrogó a los astros, supo que uno de éstos, probablemente un meteorito, había caído en las cercanías de Emesa. Acudió allí, y sobre aquel fragmento de cielo halló erigido un templo, donde se veneraba la reliquia, atendida por un sacerdote y su hija, Julia Donna, quien, más que nada, era un encanto de chica. Al verla, fue fácil para Septimio convencerse de que aquélla era la esposa que los astros le ordenaban. Y hasta aquí, nada de malo. Convertida en emperatriz, Julia le hizo varias malas pasadas a su marido, que tenía demasiado quehacer para darse cuenta. Y también ésta fue una desventura, sí, más de carácter privado. Julia era una mujer inteligente y culta, que reunió un salón literario y aportó a él las maneras y las modas de Oriente. Desgraciadamente, sin embargo, trajo al mundo a Caracala y a Geta.
Septimio gobernó diecisiete años, casi siempre guerreando y dirigiéndose al Senado sólo para darle órdenes. Introdujo una importante y peligrosa novedad: el servicio militar obligatorio para todos, a excepción de los italianos, a los cuales, por el contrario, les estaba vedado. Era el reconocimiento de la decadencia guerrera de nuestro país y de que ya no tenía remedio. A partir de entonces estuvo a merced de las legiones extranjeras. Con ellas, Septimio emprendió una serie de guerras afortunadas, no sólo para reforzar las fronteras, sino también para mantener adiestradas a las guarniciones. Y estaba llevando a cabo una enésima, cuando la muerte le sorprendió en Britania, en 211 después de Jesucristo. Aquel que había criticado a Marco Aurelio por haber designado sucesor a Cómodo, designó a Caracala y a Geta. ¿Porque era padre también, o porque no conocía a sus hijos, de los que siempre estuvo alejado? Tal vez porque no le importaba nada. A un lugarteniente suyo le dijo: «He sido todo lo que he querido. Y me doy cuenta de que no valía la pena.» Y a sus dos herederos les recomendó: «No escatiméis el dinero con los soldados y burlaos siempre de todo lo demás.»
Recomendación superflua; Caracala y Geta se burlaron tanto de todo lo demás, que, incluyendo también a su padre, ordenaron a los médicos que apresurasen su muerte.
De los dos, el primero fue el Cómodo de turno y no tardó en demostrarlo. Fastidiado de tener que compartir el poder con su hermano, le hizo asesinar, condenó a muerte a veinte mil ciudadanos sospechosos de ser partidarios de aquél y, recordando las instrucciones de su padre, aplacó el mal humor de los soldados llenándoles los bolsillos de sestercios. No era un chico incapaz: era, sencillamente, un amoral. Cada mañana, al levantarse quería un oso vivo con el que medirse para conservar los músculos en forma, se sentaba a la mesa con un tigre por comensal y se acostaba con un león, durmiendo entre sus garras. No recibía a los senadores que se agolpaban en su antesala, pero era cordial con los soldados, a los que colmaba de favores. Extendió la ciudadanía a todos los varones del Imperio, pero sólo para aumentar el importe de los impuestos de sucesión, al que solamente los ciudadanos estaban obligados.
De política se ocupaba poco. Prefería dejarla a su madre que entendía de ello, pero que naturalmente la hacía a lo mujer, o sea basándose en simpatías o antipatías. Era ella quien despachaba la correspondencia y recibía en audiencia a ministros y embajadores. En Roma decían que se había procurado esta posición cediendo a los incestuosos apetitos de su hijo. Probablemente no era verdad. Caracala era bastante serio por ese lado, y su verdadera pasión eran las guerras y los duelos. Un día alguien le habló de Alejandro Magno. Se entusiasmó y quiso imitarle. Reclutó una «falange» armada como las del héroe y dirigióse a Persia, pero en los combates se olvidaba de ser general porque se divertía más haciendo de soldado y provocando al enemigo en luchas singulares cuerpo a cuerpo. Hasta que un día los legionarios, cansados de marchas y de aquel guerrear sin pies ni cabeza, y sobre todo sin botín, le apuñalaron.
Julia Donna, deportada a Antioquía tras haberlo perdido todo, marido, trono e hijos, se negó a comer hasta que murió. Pero dejó detrás a una hermana» Julia Mesa, que la igualaba en cerebro y ambición. Tenía dos nietos, hijos de dos de sus hijas: uno se llamaba Vario Avito y hacía con el seudónimo de
Heliogábalo
, que quiere decir dios-sol, de sacerdote en Emesa, de donde la familia de la emperatriz era oriunda; el otro se llamaba Alexiano y era aún un niño.
Mesa difundió la voz de que Heliogábalo era hijo natural de Caracala, y los legionarios, que allí en Siria se habían convertido a la religión local y respetaban en aquel clérigo de catorce años al representante del Señor, le proclamaron emperador y, con la abuela y la madre, le condujeron triunfante a Roma.
Un día de primavera del 219 después de Jesucristo, la Urbe vio llegar al más extraño de los
Augustos
: un muchacho vestido de seda colorada, con los labios pintados de carmín, las pestañas teñidas con
henné
, un collar de perlas, brazaletes de esmeraldas en muñecas y tobillos, y una corona de brillantes en la cabeza. Pero le aclamó lo mismo. Ya no le escandalizaba ninguna mascarada.
Otra vez más el verdadero emperador fue una mujer: la abuela Mesa, hermana de la precedente. Paca Heliogábalo el trono era un juguete y lo compró como tal. En su infantil inocencia, aquel chiquillo era hasta simpático como un cachorrito. Su diversión favorita consistía en gastar bromas a todos, pero bromas inocentes: tómbolas y loterías con sorpresas, burlas, juegos de cartas. Pero también era un sibarita, quería lo mejor de todo, y gastaba montones de dinero en ello. No viajaba con menos de quinientos carros de séquito y por un frasquito de perfume estaba dispuesto a pagar millones. Cuando un adivino le dijo que moriría de muerte violenta, vació las cajas del Estado para proveerse de todos los instrumentos de suicidio más refinados: una espada de oro, un arsenal de cuerdas, cajitas cuajadas de brillantes para la cicuta… De vez en cuando, al recordar su pasado sacerdotal, tenía crisis místicas. Un día se circuncidó; otro, intentó castrarse, y aun otro se hizo enviar de Emesa el famoso meteorito de su bisabuelo materno, hizo construir encima un templo y propuso a hebreos y cristianos reconocer sus religiones como oficiales, si unos aceptaban sustituir a Jehová y otros a Jesús por aquel pedrusco suyo.
Abuela Mesa comprendió que aquel nietecito ponía en peligro a la dinastía. Le convenció de que adoptase al primito Alexiano y le nombrase César con el imponente nombre de Marco Aurelio Alejandro Severo. Y con el desenfado característico de la familia, le hizo asesinar con su madre, que además era su hija.
Es curioso ver nacer, de un degüello tan horrendo, el reino de un santo, Alejandro Severo, que tenía catorce años y hacía honor a su nombre: había estudiado con diligencia, dormía sobre un duro camastro, comía sobriamente, tomaba duchas frías incluso en invierno, vestía como uno cualquiera, y de su predecesor sólo heredó una cosa: la imparcialidad hacía todas las religiones, con pronunciada simpatía por la regla moral de los hebreos y de los cristianos. Su precepto: «No hagas a los demás lo que no quieras que te sea hecho» fue esculpido por él en muchos edificios públicos. Discutía imparcialmente con los teólogos y hasta, presionado por su madre, Mamea, que había tomado el puesto de Mesa, fallecida ya, y que se inclinaba hacia el cristianismo, tuvo una debilidad por Orígenes, un asceta que aportaba a la nueva fe una vocación de estoico.
Mientras Alejandro se ocupaba ante todo del Cielo, Mamea gobernaba bien la Tierra, asistida por los consejos de Ulpiano, que había sido tutor de Alejandro, Condujo una hábil política económica, redujo la influencia de los militares y devolvió al Senado parte de sus poderes. Sólo cometió injusticias con su nuera porque, después de haberla dado por esposa a su hijo, se puso celosa de ella y la hizo expulsar. También las emperatrices son mujeres y madres. Pero cuando los persas empezaron de nuevo a amenazar, partió con su hijo al frente del ejército para rechazarlos. Antes de presentar batalla, Alejandro envió una carta al rey enemigo en la que trataba de convencerle de no luchar. El otro lo tomó como un signo de debilidad, atacó y fue batido. El emperador, que no amaba la guerra, intentó evitar, al menos, batirse con los germanos. Y habiendo encontrado en la Galia a sus emisarios, les ofreció un tributo anual si aceptaban retirarse.
Fue tal vez su único error y lo pagó cara. Los legionarios ya no estaban ansiosos por batallar, pero todavía no estaban dispuestos a comprarse las paces. Indignados, se rebelaron, mataron a Alejandro, bajo la tienda, con su madre y todo el séquito y aclamaron emperador al general del ejército de Panonia, Julio Maximino.
Corría el año 235 después de Jesucristo.
DIOCLECIANO
La anarquía que siguió a la muerte de Alejandro Severo duró cincuenta años, o sea hasta el advenimiento de Diocleciano, y ya no formaba parte de la historia de Roma, sino de la descomposición de su cadáver. Resulta incluso difícil seguir la sucesión al trono, y no cabe la esperanza de que el lector, por mucha voluntad que ponga, pueda recordar los nombres de todos los que se fueron turnado, cada uno degollando regularmente a su predecesor. Limitémonos a un «memorial».
Maximino debía haberse llamado Maximión porque medía más de dos metros, con su tórax a proporción y dedos tan gruesos que usaba por anillos los brazaletes de su mujer. Era hijo de un campesino de Tracia, tenía el complejo de inferioridad de su propia ignorancia y en sus tres años de remado no quiso poner el pie en Roma que, en efecto, jamás le vio. Prefirió quedarse entre los soldados con los que había crecido, y para financiar las guerras, que constituían su única diversión y en las que alcanzaba bonísimos logros, impuso tales tributos a los ricos que éstos atizaron contra él la rivalidad de Gordiano, procónsul de Africa, señor culto y refinado, pero ya octogenario. Maximino le mató al hijo en combate y Gordiano se suicidó.
Los capitalistas se dirigieron entonces a Máximo y a Balbino, proclamándoles conjuntamente emperadores. Maximino estaba a punto de derrotarles a ambos, cuando fue asesinado por sus soldados. Sus adversarios no pudieron gozar de aquel triunfo gratuito porque sufrieron inmediatamente la misma suerte por obra de los pretorianos, que instalaron en el trono a su hombre, otro Gordiano. Los legionarios le mataron cuando les conducía contra los persas y aclamaron a Filipo
el Árabe
, que a su vez fue liquidado por Decio, en Verona.
Decio logró ser emperador dos años, que por aquellos tiempos era casi una hazaña, y emprendió algunas reformas serias, entre ellas el restablecimiento de la antigua religión, en perjuicio del cristianismo que él quería destruir. Pero fue derrotado y muerto por los godos. A Decio le sustituyó Galo, que también murió asesinado por sus soldados, que aclamaron a Emiliano, a quien eliminaron pocos meses después.
Subió al trono Valeriano, ya sesentón, que se encontró con cinco guerras simultáneas a cuestas: contra los godos, los alemanes, los francos, los escitas y los persas. Fue a combatir a los enemigos de Oriente dejando los de Occidente al cuidado de su hijo Galieno; pero cayó prisionero y Galieno se quedó como único emperador. Tenía menos de cuarenta años, valor, decisión e inteligencia. En otros tiempos hubiera sido un magnífico soberano. Pero no existía ya fuerza humana para detener la catástrofe. Los persas estaban en Siria, los escitas en Asia Menor y los godos en Dalmacia. La Roma de César, por no decir la de Escipión, hubiera podido hacer frente a esas catástrofes simultáneas. La de Galieno era una embarcación a la deriva, en espera sólo de algún milagro para salvarse.
Uno se produjo en Oriente, cuando Odenato, que gobernaba Palmira por cuenta de Roma, batió a los persas, se proclamó rey de Cicilia, Armenia y Capadocia, murió, y dejó el poder a Zenobia, la más grande reina del Este. Era una criatura que, al nacer, se equivocó de sexo. En realidad tenía el cerebro, el valor y la firmeza de un hombre. De mujer sólo tenía la sutileza diplomática. Oficialmente actuó en nombre de Roma, y como representante suya se anexionó también a Egipto. En realidad, el suyo fue un reinado independiente que se formó en el corazón del Imperio, pero que al mismo tiempo actuó de dique contra los invasores sármatas y escitas que descendían en masa del Norte y habían invadido ya a Grecia. Galieno logró batirles con dificultad y sus soldados, en agradecimiento le asesinaron. Su sucesor, Claudio II, se los volvió a encontrar delante más fuertes que antes. También logró batirles dificultosamente en un encuentro que, si lo hubiese perdido, habría significado el fin de la misma Roma. De aquella carnicería se propagó la peste, y él mismo murió. Era el 270 después de Jesucristo.
Y he aquí, finalmente, que subió al trono un gran general. Domicio Aurelio, hijo de un pobre campesino de Iliria, llamado por sus soldados «mano sobre la espada». No había sido más que militar, pero tenía también fuste de hombre de Estado. Comprendió en seguida que no podía combatir contra todos aquellos enemigos, por lo que pensó ganarse alguno con diplomacia y cedió Dacia a los godos, que eran los más peligrosos, para que se estuvieran tranquilos. Después atacó separadamente a vándalos y germanos, que ya invadían Italia, y les dispersó en tres batallas consecutivas. Pero se daba cuenta de que con aquellas victorias no se evitaba la catástrofe, sino que sólo se retrasaba, por lo que recurrió a una medida que era el sello de la muerte de Roma y el comienzo del Medievo; ordenó a todas las ciudades del Imperio que se amurallasen y que en adelante cada una confiase en sus propias fuerzas. El poder central abdicaba.