Tenía cuarenta años apenas cuando subió al trono y su primera medida fue acabar rápidamente con las pendencias militares dejadas por Trajano. Había sido siempre contrario a las empresas bélicas de su tutor, por lo que al ocupar su puesto se apresuró a retirar los ejércitos de Fersia y de Armenia, con gran disgusto de sus comandantes, que creían que una estrategia puramente defensiva conduciría a la muerte del Imperio o al final de la carrera, de las medallas y de las «dietas» para ellos. No se ha sabido jamás con exactitud cómo fue que cuatro de aquellos comandantes, los más valerosos y de más autoridad, fuesen eliminados poco después sin proceso. A la sazón, Adriano se hallaba en el Danubio en busca de una solución definitiva con los dados que descartara ulteriores conflictos. Volvió precipitadamente a Roma. El Senado asumió todas las responsabilidades de las eliminaciones, diciendo que los generales se habían mancillado conspirando contra el Estado. Mas nadie creyó en la inocencia de Adriano, que se la compró distribuyendo a los ciudadanos mil millones de sestercios, liberándoles de sus deudas al fisco y divirtiéndoles durante semanas enteras con magníficos espectáculos en el Circo.
Esos comienzos hicieron temer a muchos romanos un retorno neroniano. Y los recelos parecían justificados por el hecho de que Adriano, como Nerón, cantaba, pintaba y componía versos. Pero después, se vio que en estas sus ambiciones artísticas no había nada patológico. Adriano se entregaba a ellas sólo a ratos perdidos, para descansar de sus trabajos de escrupuloso y habilísimo administrador. Era un hombre guapo, alto, elegante, de pelo rizado y barba rubia que todos los romanos quisieron imitar, ignorando tal vez que él se la había dejado crecer sólo para ocultar unas desagradables manchas azuladas que tenía en las mejillas. Mas no era fácil entender su carácter complejo y contradictorio. Habitualmente se mostraba amable y de buen humor, pero a veces se comportó con una dureza rayana en la crueldad. En privado se mostraba escéptico, mofándose de los dioses y oráculos. Pero cuando ejercía sus funciones de Pontífice Máximo, ¡ay de quien daba señales de irreverencia! Personalmente no se sabe en qué creía.
Tal vez en los astros, pues de vez en cuando hacía horóscopos y estaba lleno de supersticiones sobre los eclipses y las mareas. Pero como consideraba a la religión como un puntal de la sociedad, no permitía ofensas públicas a aquélla, y personalmente trazó el proyecto del Templo de Venus en Roma, tras haber hecho matar a Apolodoro que había contestado a su invitación con una negativa despreciativa.
Intelectualmente, propendía al estoicismo y era admirador de Epicteto, a quien había estudiado con atención. Pero en la práctica no se esforzó nunca en aplicar sus preceptos. Tomó el placer dondequiera lo encontró según un gusto refinado, pero sin avergonzarse ni sentir remordimientos. Se enamoraba indistintamente de guapos chicos y de guapas muchachas, pero ni unos ni otras le hicieron perder la cabeza. Le gustaba comer bien, pero detestaba los banquetes; y a las orgías prefería cenitas con algunas personas selectas que, más que beber, supiesen conversar. Incluso instituyó una universidad para procurárselas, llamando para enseñarlas a los más sabios profesores de la época, especialmente griegos. Éstos y sus discípulos eran sus huéspedes habituales. En las discusiones era buen jugador; aceptaba el debate y la crítica. En una ocasión reprochó a Favorito, un intelectual galo, que le diese la razón demasiado a menudo. «Pero un nombre que basa sus argumentos sobre treinta divisiones en armas tiene siempre razón», respondió ingeniosamente el joven filósofo. El emperador volvió a contar la historieta en el Senado, divirtiéndole y divirtiéndose.
Su rasgo más extraordinario fue no considerarse «necesario»; por el contrario, hacía todo lo posible para no serlo y no ser confundido en el consabido «hombre providencial» como creen y aspiran a ser considerados todos los monarcas absolutos. Se esforzó constantemente en poner en marcha una organización burocrática a la que bastase la supervisión del Senado para cumplir su cometido. Tenía la vocación del orden y trató de instaurarlo simplificando las leyes que se habían acumulado en un caos inextricable. En esta obra, que confió a Juliano, fue precursor de Justiniano.
A esa racional división del trabajo, que permitía al aparato estatal cierta mecánica de funcionamiento, tendía también Adriano por razones egoístas: porque tenía la pasión de los viajes y quería emprenderlos sin la preocupación de que todo, durante su ausencia, se fuese al traste. En efecto, los realizó larguísimos, que duraron hasta cinco años, para conocer de cerca el Imperio desde todos los ángulos. ¿Escrúpulos del deber? ¿Curiosidad? Un poco de cada cosa. Cuatro años después de la coronación partió para una cuidadosa inspección de la Galia. Viajaba como un particular cualquiera, con un séquito compuesto casi exclusivamente de técnicos. Gobernadores y generales le veían presentarse ante ellos de improviso, y tenían que someterse a sus indagaciones acerca de la administración. Adriano ordenaba construir un nuevo puente o una nueva carretera, concedía un ascenso o decretaba una destitución, y, si se terciaba, tomaba el mando de una legión, él, el nombre de la paz, para delimitar con una batalla alguna frontera imprecisa. Al frente de la infantería, recorría a pie hasta cuarenta kilómetros diarios y no se perdió jamás una escaramuza.
De la Galia pasó a Germania, donde reorganizó las guarniciones, estudió a fondo las costumbres de los indígenas, cuya fuerza virgen admiró con precaución, descendió el Rin en una embarcación, zarpó hacia Britania y ordenó la construcción de aquella especie de Línea Maginot que fue el famoso
Limes
. Después volvió a la Galia y pasó a España. En Tarragona fue agredido por un esclavo. Como era fuerte, le desarmó y lo entregó a los médicos que le declararon loco. Adriano aceptó esta coartada y le indultó. Bajó basta África, a la cabeza de un par de legiones, sofocó una revuelta de moros y continuó hacia Asia Menor.
En Roma estaban un poco inquietos por las manías peripatéticas de aquel emperador que nunca volvía.
Y comenzaron los chismorreos malignos cuando se supo que había embarcado en una nave que remontaba el Nilo con un nuevo huésped llamado Antínoo, de ojos aterciopelados y pelo rizado.
Parecía un destino, desde César en adelante: en cuanto arribaban a Egipto, los jerarcas romanos tropezaban con alguna desgracia sentimental. De qué naturaleza era, para Adriano, la encarnada en Antí-noo, no se sabe. Sabina, que acompañaba al emperador, no protestó, al parecer, de la presencia del muchacho. Sea como fuere, no se ha esclarecido nunca por qué murió ahogado en el río, según parece. Para Adriano fue un golpe terrible.
Lloró
—dice Sparciano—
como una mujerzuela
, hizo erigir un templo en honor del pobre difunto, y en torno al templo hizo construir una ciudad, Antinópolis, que adquirió importancia en la época de Bizancio. Según una leyenda, tal vez posterior a los acontecimientos, Antínoo. se mató porque había sabido por los oráculos que los planes de su protector solamente se realizarían si él moría. Ciertamente, desapareciendo, aquel muchacho le hizo un favor; el de dejar la sucesión al trono abierta a un monarca de las aptitudes de Antonino. De haber vivido, tal vez Roma le habría tenido que aguantar como emperador.
El hombre que volvió a Roma después de aquella desdicha no era ya el brillante, alegre y jovial soberano que había partido de ella. Adriano se había vuelto un poco misántropo y, así como antes abandonaba la mesa de trabajo con alivio, feliz de poderse tomar un poco de descanso y sabiendo muy bien cómo utilizarlo, ahora parecía tener miedo de aquellas horas vacías y las llenaba escribiendo. Una gramática, algunas poesías y una autobiografía fueron el fruto de su soledad. Pero lo que más ocupado le tenía eran los planes de reconstrucción. Adriano tenía la enfermedad de la piedra, acompañada de fantasía y de gusto. Rehízo el Panteón, que edificó Agripa y el fuego destruyó, según el estilo griego, que él prefería al romano. Y no cabe duda de que se trata del monumento mejor conservado de la Antigüedad. Cuando el papa Urbano VII desmanteló el techo del pórtico, sacó bronces para construir más de cien cañones y el baldaquín que figura en el altar mayor de S. Pedro.
Otra obra maestra de su arquitectura fue la villa a cuyo alrededor nació Tívoli. Había de todo: templos, hipódromo, bibliotecas y museos, donde durante dos mil años han ido a saquear ejércitos de todo el mundo y siempre han encontrado algo. Pero apenas se hubo instalado en ella, una dolencia comenzó a consumirle. Su cuerpo se hinchaba y tenía abundantes hemorragias nasales. Sintiéndose próximo al fin Adriano llamó y adoptó como hijo, para prepararlo a la sucesión, a su amigo Lucio Vero, que falleció poco después.
La elección de Adriano recayó entonces en Antonino, a quien, reteniendo para sí el título de
Augusto
, confirió el de
César
, que a partir de entonces fue adoptado por todos los herederos al trono.
Sus sufrimientos eran tan intensos que ya no aspiraba más que a la tumba. Se la hizo construir al otro lado del Tíber con un puente exprofeso, el puente Elio, para llegar a ella: que es ese gran mausoleo que hoy se llama Castel Sant'Angelo. Un día, cuando el edificio ya estaba terminado, el filósofo estoico Eufrates fue a pedirle el permiso de suicidarse. El emperador se lo dio discutió con él la inutilidad de la vida y cuando Eufrates hubo bebido la cicuta, pidióla también para seguir su ejemplo, pero nadie quiso dársela. Se lo ordenó a su médico y éste, para no desobedecerle, se mató. Rogó a un criado que le proporcionase una espada o un puñal, mas el criado huyó.
«He aquí un hombre —exclamó— que tiene poder para hacer morir a quienquiera, salvo a sí mismo.»
Finalmente, a los sesenta y dos años, después de veintiuno de reinado, cerró los ojos. Pocos días antes había compuesto un pequeño poema sobre el recuerdo del tiempo ido, que constituye tal vez la más exquisita obra maestra de la lírica latina:
Animula vagula, blandida hospes comesque corporis
…
Con él murió no tan sólo un gran emperador, sino también uno de los hombres más complejos, inquietantes y cautivadores de la historia de todos los tiempos y acaso el más moderno entre los del mundo antiguo. Como Nerva, se despidió de Roma haciéndole el más insigne de los favores: el de designar el sucesor más calificado para que no le echaran de menos.
MARCO AURELIO
El título de
Pío
fue dado a Antonino, a
posteriori
por el Senado, que le llamó asimismo
Óptimus princeps
, el mejor de los príncipes. Su sucesor Marco Aurelio le definió como «un monstruo de virtud» y, cuando no sabía qué resolución tomar, se recomendaba a sí mismo: «Haz lo que en este caso hubiera hecho Antonino.» Precepto, a decir verdad, más fácil de enunciar que de seguir porque el problema estribaba precisamente en saber lo que Antonino habría hecho.
No era ya muy joven cuando en 138 después de Jesucristo> subió al trono, pues había rebasado ya la cincuentena. Sin embargo, si se le hubiese preguntado a uno de los muchos romanos que saludaban gozosamente su advenimiento por qué razones estaban todos tan contentos, se le habría puesto en un apuro. Antonino, hasta aquel momento, no había hecho nada glorioso. Era un buen abogado, pero, por tener más bien ojeriza a la retórica, ejercía poco, y este poco gratuitamente porque era riquísimo. Era la suya una familia de banqueros venida de Francia un par de generaciones antes, y Antonino recibió una educación de gran burgués. Había estudiado filosofía, mas sin ahondar mucho en ella y prefiriendo siempre, como sostén, la religión. No era beato, pero sí respetuoso: tal vez fue uno de los últimos romanos que creyó sinceramente en los dioses, o por lo menos el que se comportó como si creyese en ellos. Versado en literatura protegió a muchos escritores, pero tratándoles un poco desde arriba y guardando las distancias con indulgencia, como si se tratase de elementos decorativos de la sociedad que no había que tomarse muy en serio. Sin embargo, todos le querían y le tenían simpatía por su cara bondadosa y serena, plantada, sobre los anchas espaldas, por su gentileza, por su sincera preocupación en los asuntos ajenos y por la discreción con que supo ocultar las propias sin molestar a nadie. Aquel hombre sin enemigos tuvo uno en casa: su mujer. Faustina era bella, pero, por no decirlo de otro modo, vivaracha. Aun rebajando la tara de lo que se decía de ella, quedaba todavía de qué sacar de quicio a cualquier marido. Antonino quiso lograrlo todo. Tuvo dos hijas de ella: una murió y la otra salió a su madre y a estilo de ésta trató a su marido Marco Aurelio. Antonino sobrellevó sus decepciones en silencio. Cuando murió Faustina, instituyó un templo en su honor y un fondo para la educación de muchachas pobres, después de haberla reprendido una sola vez en la vida: cuando ella, sabiéndose emperatriz, había insinuado algunas pretensiones de lujo. «¿No te das cuenta —le dijo— que ahora hemos perdido el que teníamos?»
No era retórica, porque el primer gesto de Antonino emperador fue ingresar su inmensa fortuna en la caja del Estado. A su muerte, su patrimonio personal estaba reducido a cero y el del Imperio se elevaba a dos mil setecientos millones de sestercios, cifra jamás alcanzada. Llegó a este resultado gracias a una administración juiciosa, pero sin tacañerías. Revisó y redujo el programa reconstructivo de Adriano, pero no lo revocó. Y por cada gasto, hasta por los más insignificantes, pedía autorización al Senado a quien rendía cuentas al céntimo. Siempre con su consentimiento, llevó adelante la reordenación. Por primera vez, los derechos y los deberes de los cónyuges fueron equiparados, la tortura casi enteramente abolida y la muerte de un esclavo declarada delito.
Al revés del inquieto y curioso Adriano, el gran vagabundo, tenía un temperamento sedentario, de burócrata puntual. Y, efectivamente, no parece que se haya alejado ni por un día más allá de Lanuvio, donde tenía una villa e iba a pasar el
week-end
pescando o cazando en compañía de amigos. Desde qué enviudó, tomó una concubina, que le fue más fiel de lo que le había sido su esposa. Pero la mantenía apartada, sin mezclarla en los asuntos del Estado, Quiso la paz. Acaso la quiso un poco demasiado, es decir, hasta a costa del prestigio del Imperio, por ejemplo en Germania, donde se mostró excesivamente dúctil con lo que alentó la osadía de los rebeldes. Pero no existe escritor extranjero de la época que no haya ensalzado la tranquilidad y el orden que el mundo gozó bajo él. Según Apiano, Antonino se veía materialmente asediado por embajadores de todos los países que pedían ser anexionados al Imperio. Como todos los. reinados felices, el suyo si bien duró veintitrés años, discurrió sin historia, es decir, sin acontecimientos.
El ideal
—dice Renan—
parecía conseguido: el mundo estaba gobernado por un padre
.