Pero Atila no era Alarico. No sólo no mostró gran entusiasmo por Honoria, sino que, además, reclamó una dote exorbitante: la Galia. Era la más hermosa provincia del Imperio y si bien la soberanía imperial era tan sólo teórica, la corte de Rávena no podía renunciar a ella. Atila la desbordó lo mismo y Aecio tuvo que salir a guerrear con él. Mas, para procurarse un ejército adecuado, se vio obligado, con un milagro de diplomacia, a asociar a la empresa al rey de los visigodos, Teodorico. La gigantesca batalla se desarrolló en los Campos Cataláunicos, cerca de Troves.
Y los romanos vencieron, aunque de romanos sólo tenían la etiqueta. Bárbaros eran los que derrotaban a otros bárbaros, y un bárbaro romanizado era su propio comandante en jefe. Este quedóse dueño del campo, pero no persiguió al enemigo que se retiraba ordenadamente. ¿No contaba con suficientes fuerzas o esperaba hacer de él un aliado, como hiciera Estilicón con los godos?
En 452 reapareció Atila. Pero esta vez no atacaba la Galia, sino la misma Italia. Valentiniano que, muerta su madre, había asumido el poder efectivo, no quiso repetir el indecoroso error de Honorio abandonando Roma a su destino. Y contra el parecer de Aecio, que le aconsejaba huir a Oriente, aunque para desembarazarse de él, se trasladó a la Urbe para compartir su suerte. Y allí se puso de acuerdo con el Papa, León I, para mandar una embajada de senadores a Atila, que Va había acampado a orillas del Mincio.
La leyenda quiere que Atila se hubiese espantado ante la amenaza de ser excomulgado si se atrevía a atacar Roma. Pero, siendo pagano, no vemos en verdad qué podía significar para él la excomunión. Sea como fuere, en vez de jasar los Apeninos volvió a cruzar los Alpes, y el año siguiente murió. Del vasto y efímero Imperio que se había erigido desde Rusia hasta el Po, no quedó nada, ni siquiera el pueblo que se fraccionó en numerosísimos pedazos y quedó rápidamente fagocitado por las poblaciones eslavas y germánicas entre las cuales se había instalado como dueño.
El fin de aquel peligroso enemigo fue un alivio para Italia y Europa, pero un mazazo en la cabeza para Aecio, que, encerrado en Rávena, no había prestado la menor colaboración. Valentiniano, que siempre había soportado mal a aquel servidor con ceño de amo, vio una buena ocasión para deshacerse de él, como Honorio había hecho con Estilicón. Y lo hizo con su propia mano, atravesándole con la espada, un día que se disputaron. Otro error fatal porque, de golpe, todos los bárbaros que, acampados en las provincias del Imperio, habían aceptado un teórico vasallaje, se pusieron en ebullición y uno de ellos se cargó al propio Valentiniano en el Campo de Marte. Genserico, el rey de los vándalos, que ya eran dueños de Africa, llegó con su ejército proclamándose como vengador del emperador. En realidad quería que ocupase el puesto Hunerico, su propio hijo, casándole con la hija del difunto, Eudoxia. El matrimonio se efectuó. Pero mientras los soldados lo festejaban saqueando concienzudamente la ciudad y dando así a la palabra «vándalos» el significado que todos sabemos, el nuevo rey de los visigodos, Teodorico II hacía elegir en la Galia a otro emperador de su confianza, Avito.
Genserico volvió corriendo a África, pero con un hermoso botín; la nuera, la consuegra viuda de Valentiniano con la otra hija Placidia, y algunos miles de romanos bien situados, entre ellos algunas docenas de senadores, como para decidir que, en adelante, Roma era cosa suya. Llegado a casa, preparó una nota con la que ocupó Sicilia, Córcega y la Italia meridional. Pero Avito tenía un gran general, bárbaro, claro está, pero del fuste de Estilicen y de Aecio: Ricimero. Éste derrotó al enemigo en una gran batalla naval, después depuso a Avito que se consoló en la fe y se hizo consagrar obispo de Placencia, y no te nombró sucesor más que cuatro años después, en 457, escogiéndole en la persona de Mayoriano.
Lo hizo sólo con objeto de llamar al orden a los vándalos, los visigodos y todos aquellos otros bárbaros que habían aprovechado la falta de un emperador para proclamarse también formalmente independientes. Pero sirvió de poco. Pues siguieron actuando a su gusto. Mayoriano intentó una expedición contra Genserico, que le destruyó a traición la nota, y Ricimero, indignado de que quisiera gobernar en serio, le hizo despedazar, para sustituirle por Libio Severo, hombre más manejable. Pero Genserico pensaba de otro modo. Habiendo renunciado a hacer subir al trono a su hijo Hunerico, marido de Eudoxia, volvía a poner sus esperanzas en el senador Anicio Olibrio, a quien habría dado por esposa a la hermana de su nuera, Placidia. Y comenzó otra guerra, es decir, que continuó con más vigor lo que hacía ya años que llevaba a cabo contra Roma.
Para defenderla, Ricimero tuvo una buena idea: la de ofrecer, a la muerte de Severo, el trono a un hombre de confianza de Constantinopla y asegurarse así su ayuda. Se llamaba Procopio Antemio. Llegó a Italia en 467, se coronó, armó una escuadra de mil naves con cien mil hombres a las órdenes del general Basilisco y la envió hacia las costas tunecinas. Apenas hubo desembarcado, Basilisco no supo hacer nada mejor que conceder una tregua de cinco días a Genserico, quien atacó por sorpresa a los bajeles y los incendió. Se habló de traición del general. En realidad, la traición la había hecho la corte de Constantinopla, que, subrepticiamente, concluyó un pacto de alianza con el rey de los vándalos. El cual reanudó la ofensiva, desembarcó en Italia y entró a saco en Roma por tercera vez. Ricimero aceptó a Olibrio como nuevo emperador, pero ambos murieron en aquel mismo año de 472.
Los vándalos trataron de imponer en el trono a Glicerio. Pero Constantinopla no lo reconoció, y nombró en su lugar a Julio Nepote y, para ponerle a seguro de Genserico, compró a éste una paz desastrosa, reconociéndole el señorío no sólo de toda África, sino también de Sicilia, Cerdeña, Córcega y las Baleares. Al año siguiente, el rey de los visigodos, Eurico, a cambio de la neutralidad, obtuvo España. Burgundios, alamanes y rugios se repartieron el resto de las Galias. Nepote dio al general Orestes la orden de licenciar el Ejército que ya no podía mantener. Los bárbaros que lo componían se amotinaron. Orestes tomó su mando y Nepote huyó para unirse en Dalmacia con aquel Glicerio que él mismo había confinado allí tras haberle usurpado el trono.
Orestes proclamó soberano a su hijo, Rómulo Augusto. Un hado irónico quiso dar a aquel chico, destinado a ser el último emperador de Roma, el nombre del primero. Mas los soldados bárbaros, embriagados por la victoria, reclamaron ahora tierras en el mismo corazón de la península, y unos querían la llanura del Po, otros, la Emilia y otros, la Toscana. Uno de sus oficiales, Odoacro, encabezó la revuela, atacó a Orestes en Pavía, le derrotó y le mató. Rómulo Augusto, al que después la historia ha llamado «Augústulo», o sea «Augusto el pequeño» para distinguirle del grande, fue depuesto V confinado en el Castel dell'Uovo, en Nápoles, con una pingüe pensión. Odacro devolvió al emperador de Oriente, Zenón, las insignias del Imperio y declaró que en adelante gobernaría Italia como lugarteniente suyo.
Esta vez era el fin, no sólo de hecho sino también efectivamente. Las águilas habían volado. Comenzaba la Edad Media.
CONCLUSIÓN
Aquí termina nuestra historia. Como todos los grandes Imperios, el romano no fue abatido por el enemigo exterior, sino roído por sus males internos.
Y su acta de defunción fue firmada no por la deposición de Rómulo Augústulo, sino por la adopción del cristianismo como religión oficial del Estado y por el traslado de la capital a Constantinopla. Con este doble acontecimiento comienza, para Roma, otro capítulo.
La mayoría de estudiosos sostiene que aquella catástrofe fue provocada sobre todo por dos hechos: el cristianismo y la presión de los bárbaros que caían del Norte y de Oriente. Nosotros no lo creemos. El cristianismo no destruyó nada. Se limitó a enterrar un cadáver: el de una religión en la que ya no creía nadie, y en llenar el vacío que ésta dejaba. Una religión cuenta no porque construya templos y desarrolle ciertos ritos, sino porque proporcione una regla moral de conducta. Esa regla, el paganismo la había proporcionado. Pero cuando Cristo nació, estaba ya en desuso, y los hombres, consciente o inconscientemente, esperaban otra. No fue la aparición de la nueva fe lo que provocó el declinar de la vieja, antes al contrario. Tertuliano, que veía claro, lo escribió abiertamente. Para él, todo el mundo pagano estaba en liquidación. Y cuanto antes se le enterrase tanto mejor sería para todos.
En cuanto a los enemigos exteriores, Roma estaba habituada hacía años a tenerlos, combatirlos y vencerlos. Los visigodos, los vándalos y los hunos que se asomaban a los Alpes no eran más feroces y expertos guerreros que los cimbros, los teutones y los galos que César y Mario habían afrontado y destruido.
Y nada nos permite creer que Atila fuese un general más grande que Aníbal, que ganó diez batallas contra los romanos y después perdió la guerra. Sólo encontró un ejército para cortarle el paso, compuesto exclusivamente de germanos, incluyendo a los oficiales, porque Galeno había prohibido el servicio militar hasta a los senadores. Roma estaba ya ocupada y vigilada por una milicia extranjera. La llamada «invasión» no fue más que un cambio de guardia entre bárbaros.
Pero también la crisis militar no era más que el resultado de una decadencia más compleja, antes que nada biológica. Había comenzado por las altas clases de Roma (porque, como dicen en Nápoles, «el pescado empieza a apestar por la cabeza»), con el relajamiento de los vínculos familiares y la difusión de las prácticas maltusianas y abortivas. La vieja y orgullosa aristocracia, que fue acaso la más grande clase dirigente que el Mundo ha visto, y que durante siglos dio ejemplo de integridad, valor, patriotismo, en suma, de «carácter», después de las guerras púnicas, y más aún después de César, comenzó a darlo de egoísmo y de vicio. Las familias que la componían fueron, sí, diezmadas por las guerras, donde sus vástagos caían generosamente, pero sobre todo se extinguieron por falta de descendencia. Grandes reformadores como César y Vespasiano trataron de remplazaría con estirpes más sólidas de burgueses provincianos o campesinos. Pero éstos se corrompían a su vez, y a la segunda generación eran ya «chochos» blandengues que no acababan en Cinecita solamente porque Cine-citá aún no existía.
Aquel mal ejemplo cundió pronto, y ya en tiempos de Tiberio se previeron subvenciones a los campesinos para animarles a tener hijos. Evidentemente, aparte las siegas de pestes y guerras, también el campo practicaba el maltusianismo y se despoblaba. Pertinax ofrecía gratuitamente las granjas abandonadas a quien se comprometía a cultivarlas. Y en aquel vacío material, consecuencia del moral, se infiltraban los extranjeros, especialmente de Oriente, en dosis tan masivas que Roma no llegó a tiempo de absorberles en una nueva y vital sociedad. Este proceso de asimilación funcionó hasta César, que llamó a los galos a participar en la vida de la Urbe, haciéndoles ciudadanos, funcionarios, oficiales y aun senadores. Mas esto se volvió imposible con los germanos, más refractarios a la civilización clásica, y se resolvió en una catástrofe con los orientales que se insinuaron en ella, sí, mas para corromperla.
Consecuencia de todo eso fue, en el plano político el despotismo al que Tiberio dio la salida, y que sólo en algunos casos fue «ilustrado». Pero es tonto tomarlo por blanco de las críticas y hacerle cargar con las culpas de la catástrofe. El despotismo es siempre una dolencia. Pero hay situaciones que lo hacen necesario. Roma se hallaba en una de esas situaciones cuando César lo instauró. Bruto, que le asesinó, si no un vulgar ambicioso, era sin duda un pobre diablo que creía sanar al gran enfermo eliminando no el bacilo, sino la fiebre. Incluso el experimento social y planificador de Diocleciano fue una dolencia y no resolvió ningún problema. Pero las circunstancias lo imponían como postrer y desesperado remedio.
Mirando las cosas desde arriba y tratando de darles una explicación, puede decirse que Roma nació con una misión, la cumplió y con ella acabó. Esa misión fue la de reunir las civilizaciones que la habían precedido, la griega, la oriental, la egipcia, la cartaginesa, fusionándolas y difundiéndolas en toda Europa y la cuenca del Mediterráneo. No inventó gran cosa en Filosofía, ni en Artes, ni en Ciencias. Pero señaló los caminos a su circulación, creó ejércitos para defenderlas, un formidable complejo de leyes para garantizar su desarrollo dentro de un orden, y una lengua para hacerlas universales. No inventó siquiera formas políticas: monarquía o república, aristocracia y democracia, liberalismo y despotismo habían sido ya experimentados. Pero Roma hizo modelos de ellos, y en cada uno brilló su genio práctico y organizador.
Abdicando con Constantino, entregó su estructura administrativa a Constantinopla que vivió de ella otros mil años. Y el mismo cristianismo, para triunfar en el Mundo, tuvo que hacerse romano. Pedro había comprendido muy bien que sólo encaminándose por la Apia, la Casia, la Aurelia y todas las demás vías romanas, no por las angostas pistas que conducían al desierto, los misioneros de Jesús conquistarían la Tierra. Sus sucesores se llamaron Sumos Pontífices, como los que habían presidido los asuntos religiosos de la Urbe pagana. Y contra la austera regla hebraica introdujeron en la nueva liturgia muchos elementos de la pagana: la pompa y la espectacularidad de ciertas ceremonias, la lengua latina y hasta una vena de politeísmo en la veneración de los santos.
Así, no ya como centro político de un Imperio, sino como cerebro director de la cristiandad, se preparó a volver a ser
Caput mundi
y siguió siéndolo hasta la Reforma protestante.
Jamás ciudad del mundo tuvo una aventura más maravillosa. Su historia es tan grande que hace parecer pequeñísimos hasta los gigantescos delitos que la siembran. Tal vez una de las desdichas de Italia sea ésta precisamente; tener por capital una ciudad desproporcionada, por su nombre y su pasado, con la modestia de un pueblo que, cuando grita: «¡Aupa, Roma!», alude tan sólo a un equipo de fútbol.
AB URBE CONDITA