Éstos, tan numerosos eran, desfilaron por aquellos parajes durante seis días seguidos, y, con irrisión, preguntaron a los soldados romanos de centinela en los glacis si querían algún recado para sus esposas que estaban en la patria. Seguían siendo los de tres siglos antes: altos, rubios, fortísimos, valerosísimos, pero sin ninguna noción de estrategia, pues de lo contrario no se nubiesen dejado a las espaldas aquel exiguo enemigo. Y, en efecto, lo pagaron caro. Pocas horas después, Mario se les echó encima y exterminó cien mil de ellos. Plutarco dice que los habitantes de Marsella levantaron empalizadas con los esqueletos, y que, abonadas por tantos cadáveres, las tierras dieron aquel año una cosecha jamás vista.
Tras aquella victoria, Mario regresó a Italia y aguardó a los cimbros cerca de Vercelli, allí donde Aníbal había conseguido su primer triunfo. Como sus hermanos teutones, también aquéllos demostraron más valor que cerebro. Avanzaron fanfarronamente descalzos por la nieve, y se sirvieron de sus escudos como de trineos para deslizarse sobre los romanos a lo largo de las pendientes heladas, alborotando alegremente como si se tratase de un ejercicio deportivo. También allí, como en Aix, más que una batalla tuvo lugar una monstruosa carnicería.
En Roma, Mario fue acogido como un «segundo Camilo». Y, en señal de gratitud, le regalaron todo el botín capturado al enemigo. Con lo que él se hizo riquísimo y propietario de tierras «extensas como un reino». Y por sexta vez consecutiva le eligieron cónsul.
En el juego político que por primera vez le tocaba entonces afrontar, el héroe, como suele acontecer a los héroes, se mostró menos ilustrado que en el manejo de las legiones. Había hecho promesas a sus soldados que ahora había de mantener. Y para mantenerlas, tuvo que coligarse con los jefes del partido popular: Saturnino, tribuno de la plebe, y Glaucia, pretor. Eran dos canallas, expertísimos en todos los embrollos parlamentarios que, a la sombra del popularísimo Mario, querían sencillamente hacer sus negocios. Las tierras fueron efectivamente distribuidas en aplicación de las leyes de los Gracos, pero al mismo tiempo, para ganar votos para su partido, la tasa del trigo, ya bajísima, fue reducida otra vez en nueve décimas. Era una medida absurda que ponía en peligro el presupuesto del Estado. Los más moderados de los propios populares vacilaron, el Senado persuadió a un tribuno para que opusiese el veto, pero Saturnino, en contra de la legislación, presentó la ley de todos modos. Se produjeron incidentes. Para el consulado del año 99, se presentaron candidatos para hacer de colega con Mario, Glaucia por los populares y Cayo Memmio, uno de los pocos aristócratas todavía respetados, por los conservadores. Ambos fueron asesinados por las bandas de Saturnino. Y entonces el Senado, recurriendo a las medidas de emergencia del senadoconsulto para la defensa del Estado, ordenó a Mario que hiciese justicia y restableciese el orden. Mario titubeó. No hacía otra cosa, por lo demás, desde que se había metido en política. Había envejecido, engordado, y bebía mucho. Ahora se trataba de escoger entre una rebelión abierta y la eliminación de sus amigos. Escogió el segundo camino y dejó que Saturnino, Glaucia y sus secuaces fuesen lapidados hasta morir por los conservadores que él mismo capitaneó para la ocasión. Luego, sabedor ya de que estaba mal visto por todos, por la aristocracia, que veía en él a un aliado infiel y por la plebe, que veía en él a un traidor seguro, se retiró lleno de rencor y partió de viaje hacia Oriente.
No habían transcurrido dos años desde que Roma le recibiera triunfalmente como un «segundo Camilo».
Y de haber aceptado con más filosofía aquella ingratitud, habría pasado a la Historia con un nombre inmaculado. Pero, era tosco, pasional, lleno de ambiciones insatisfechas y muy convencido de ser el «hombre que hacía falta». Por lo que, cuando los acontecimientos le reclamaron a escena, volvió a presentarse sin vacilación alguna para interpretar en ella un papel más bien ambiguo.
En 91, Marco Livio Druso fue elegido tribuno. Era un aristócrata, hijo de aquel que se había opuesto a Tiberio Graco y padre de una muchacha que más tarde casaría con un tal Octaviano, destinado a convertirse en César Augusto. Propuso a la Asamblea tres reformas fundamentales; repartir nuevas tierras entre los pobres; devolver el monopolio sobre los jurados al Senado, pero después de haber añadido trescientos miembros más, y conceder la ciudadanía romana a todos los italianos libres. La asamblea aprobó los dos primeros proyectos. El tercero no llegó a discutirse porque una mano asesina suprimió al autor.
Inmediatamente después, toda la península se alzó en armas. Tras siglos de unión con Roma seguía siendo tratada como una provincia conquistada. Se la exprimía con los impuestos y las levas militares. Se la sometía a leyes aprobadas por un Parlamento en el que no tenía ninguna representación. Y el gran esfuerzo de los prefectos romanos en las cabezas de distrito consistió en fomentar en ellas el contraste entre ricos y pobres de manera a tenerles perpetuamente desunidos. Tan sólo algún millonario, intrigando y distribuyendo gratificaciones, obtuvo la ciudadanía romana. Pero en 126 la Asamblea prohibió a los italianos de provincia emigrar a la Urbe y en 95 expulsó a los que ya estaban en ella.
La rebelión se extendió en un abrir y cerrar de ojos, salvo en Etruria y Umbría que permanecieron fieles. Y reclutó un ejército, armado más de desesperación que de lanzas y escudos, especialmente entre los esclavos, que en seguida unieron su suerte a la de los rebeldes. Proclamaron una República federal con capital en Corfinio, que convirtió en «guerra social» esta segunda «guerra servil». Con el pánico que cundió en Roma, donde nadie se hacía ilusiones sobre la venganza que aquellos desheredados debían de incubar hacia quienes les habían oprimido durante tantos siglos, resurgió el mito de Mario, «el hombre que hacía falta». Éste improvisó un ejército con su sistema habitual, y lo condujo de victoria en victoria, pero sin reparar en gastos, devastando y matando por toda la península. Cuando ya hubieron caído más de trescientos mil hombres entre ambas partes, el Senado, con el fin de que depusieran las armas, se decidió a conceder la ciudadanía a los etruscos y a los umbros en premio a su fidelidad, y a todos aquellos que estaban dispuestos a jurarla, para hacerles deponer las armas.
La paz que siguió fue la de un cementerio y poca gloria procuró a quien la impuso. Además, Roma mantuvo su palabra englobando los nuevos ciudadanos en diez nuevas
tribus
, que tenían que votar
después
de las treinta y cinco romanas que formaban los
comicios tributos
; o sea sin ninguna posibilidad de revocar el veredicto de éstos. Para obtener los plenos derechos democráticos, tuvieron que aguardar a César, a quien, efectivamente, abrieron las puertas con mucho entusiasmo, sin darse cuenta de que él significaba el fin de la democracia.
Y he aquí que al año siguiente se reanuda la guerra: no ya «servil», no ya «social», sino
civil
Y esta vez Mario no se limitó a aprovecharse de ella, sino que fue quien la provocó, convencido de seguir siendo «el hombre que hacía falta».
Un hombre continuaba, en efecto y por desgracia, haciendo falta. Pero ya no era él. Era el que, también por casualidad como sucediera a los populares, habían encontrado los conservadores: el antiguo subalterno y cuestor de Mario en Numidia: Sila.
SILA
Sila fue elegido cónsul el año 88 antes de Jesucristo; es decir, poco después de la revolución social y servil que Mario había reprimido tan sanguinariamente. La elección, querida por los conservadores, resultó un poco al margen de la Constitución y de la usanza, por cuanto era la de un hombre que no había seguido un
cursus honorum
regular.
Lucio Cornelio Sila procedía de la pequeña y pobre aristocracia y siempre se había mostrado refractario a las dos grandes pasiones de sus contemporáneos: la del uniforme militar y la de la toga de magistrado. Había tenido una juventud disoluta. Se hizo mantener por una prostituta griega más vieja que él, a la cual engañó y maltrató. No se había ocupado jamás en política ni cosas serias y tal vez ni siquiera cursó estudios regulares. Pero había leído mucho, conocía perfectamente la lengua y la literatura griegas, y tenía un gusto refinado en cosas de arte.
Sus cualidades fundamentales, que eran sobresalientes, acaso no hubiesen surgido nunca si, elegido no se sabe cómo cuestor y destinado con el grado más o menos de capitán en el ejército de Mario en Numidia, no se hubiese encontrado directamente implicado en la liquidación de Yugurta. Fue él, en efecto, quien persuadió al rey de los moros Boceo, a que le entregase al usurpador. Era una brillante operación que coronaba las ya realizadas empuñando la espada. Sila se había mostrado un magnífico comandante, sereno, sagaz, valerosísimo y con gran ascendiente sobre sus soldados. Había tomado interés por la guerra y se divertía en ella porque entrañaba juego y riesgo, dos cosas que siempre le habían agradado. Por esto siguió a Mario también en las campañas contra teutones y cimbros, contribuyendo poderosamente a sus victorias.
De vuelta a Roma en
99
con esos méritos en su activo, hubiera podido muy bien optar a magistraturas más altas. En cambio, nada: se había aburrido. Y durante cuatro años se sumió en la vida de antes entre prostitutas, gladiadores de Circo, poetas malditos y actores sin dinero. Luego de improviso, se presentó candidato a la pretura y fue derrotado. Entonces, roído por el orgullo que en él ocupaba el sitio de la ambición, concurrió como edil, fue elegido y encantó a los romanos ofreciéndoles, en el anfiteatro, el espectáculo del primer combate entre leones. Al año siguiente era, naturalmente, pretor; y como tal tuvo el mando de una división en Capadocia para reponer en el trono a Ariobarzanes, desposeído por Mitridates. Con la vietoria, trajo a Roma un gran botín. Pero más grande parece que fue el que se había embolsado. Estaba cansado de deudas y, antes de depender de un partido, prefería financiarse por su cuenta las campañas electorales. En efecto, no estaba adscrito a ninguno. Habiendo nacido aristócrata, pero pobre, sentía la misma indiferencia y el mismo desprecio por la aristocracia que le había «aupado» que por la plebe que le consideraba de los uyos. Había vivido siempre para sí mismo, en compañía de gentes al margen de la política. Y su litigio con Mario no se debió a cuestiones políticas, sino sólo porque se había hecho regalar por Boceo un bajorrelieve de oro en el que figuraba el rey de los moros entregando Yugurta a él, Sila, en vez de a Mario. Miserias, como se ve.
Sila se presentó al consulado de 88, no para hacer política, sino para tener el mando del ejército que se estaba aprontando contra Mitridates en la misma turbulenta provincia de Asia Menor, donde ya había combatido contra Ariobarzanes de Capadocia. Y ganó a causa, sobre todo, de las mujeres. En efecto, se divorció, cubriéndola de regalos, de su tercera mujer, Clelia, para casarse con una cuarta: Cecilia Metela, viudad de Escauro e hija de Metelo
el Dálmata
, pontífice máximo y príncipe, esto es, presidente del Senado. Por este parentesco con una de sus más poderosa familias, la aristocracia comenzó a ver en Sila a su propio adalid. Y favoreció su elección, asignándole en seguida el codiciado mando.
El tribuno Sulpicio Rufo trató de invalidar este nombramiento y propuso a la Asamblea transferirlo, a Mario quien, pese a sus setenta años, todavía solicitaba puestos, cargos y honores. Pero Sila no era un hombre dispuesto a renuncias. Corrió a Nola, donde se estaba organizando el Ejército. Y, en vez de embarcarlo para Asia Menor, lo condujo sobre Roma, donde Mario había improvisado otro para resistirle. Sila venció fácil y rápidamente, Mario huyó a Africa y Sulpicio fue muerto por un esclavo suyo. Sila expuso la cabeza decapitada en las rostras y recompensó al asesino libertándolo primero a cambio del servicio prestado y matándole después a cambio de la traición cometida.
Después de esta primera restauración no hubo represalias, o fueron pocas. Con sus treinta y cinco mil hombres acampados en el Foro, Sila proclamó que en adelante ningún proyecto de ley podía ser presentado a la Asamblea sin el previo consenso del Senado y que el voto en los comicios tenía que ser dado por centurias, según la vieja Constitución servia-na. Después, tras haberse hecho confirmar el mando militar con el título de procónsul, permitió la elección de dos cónsules para el despacho de los asuntos en la patria; el aristócrata Cneo Octavio y el plebeyo Cornelio Cinna. Y partió para la empresa que le atraía.
No avistaba todavía las costas griegas, cuando ya Octavio y Cinna andaban a la greña. Y detrás de ellos, entraban en liza por las calles los conservadores,
optimates
, de una parte, y los demócratas o
populares
, de la otra. La guerra social y servil de dos años antes desembocaba en la guerra civil. Octavio venció y Cinna huyó, pero en un solo día se habían amontonado sobre los empedrados de la Urbe más de diez mil cadáveres.
Mario se dispuso a regresar precipitadamente de Africa para unirse a Cinna, que recorría las provincias para incitarlas a la sublevación. Melodramáticamente se presentó con una toga hecha jirones, sandalias deterioradas, barba larga y las cicatrices de sus heridas bien a la vista. Y en un abrir y cerrar de ojos reunió un ejército de seis mil hombres, casi todos esclavos, con los que marchó sobre la capital, quedada ya sin defensa. Fue una matanza. Octavio aguardó la muerte con calma, sentado en su sillón de cónsul. Las cabezas de los senadores, izadas en picas, fueron paseadas por las calles. Un tribunal revolucionario condenó a millares de patricios a la pena capital. Sila fue declarado desposeído del mando, todas sus propiedades quedaron confiscadas y todos sus amigos, fueron muertos. Se salvó solamente Cecilia porque logró huir y reunirse con su marido en Grecia. Bajo el nuevo consulado de Mario y Cinna, el terror continuó implacable durante un año. Buitres y perros se comían por las calles los cadáveres a los que se les. negaba sepultura. Los esclavos liberados siguieron saqueando, incendiando y robando hasta que Cinna, con un destacamento de soldados galos, los aisló, rodeó y degolló a todos. Por primera vez en la historia de Roma se emplearon tropas extranjeras para restablecer el orden en la ciudad.
Fueron éstas las últimas hazañas de Mario que murió en plena carnicería, roído por el alcohol, los rencores, los complejos de inferioridad y las ambiciones defraudadas que se la habían inspirado. Lástima, para un capitán tan grande, que, antes de sumirla en la guerra civil, había salvado muchas veces a la patria.