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Authors: Indro Montanelli

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Historia de Roma (24 page)

BOOK: Historia de Roma
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Quedaba Cinna, ahora prácticamente dictador, pues Valerio Flaco, elegido para el puesto de Mario, fue enviado con doce mil hombres a Oriente para deponer a Sila.

Incomunicado con la madre patria, éste se encontraba sitiando Atenas que se había aliado con Mitrídates, el cual venía de Asia con un ejército cinco veces mayor. Era una situación casi desesperada, que podía convertirse en sin salida, si él se dejaba sorprender bajo las murallas de la ciudad por Mitrídates y por Flaco a un tiempo. Mas en Sila, decía quien le conocía, dormitaban juntos un león y un zorro, y el zorro era mucho más peligroso que el león. Cierto número de «milagros», que él mismo había expresamente provocado, habían convencido a sus soldados de que era un dios y, como tal, infalible. Era tan sólo, se comprende, un formidable general que conocía perfectamente a los hombres y los medios para explotarles, con frío y lúcido cálculo, la fuerza y las debilidades. Quedado sin ayuda de dinero, se había allegado la soldada para sus tropas, permitiendo que éstas saquearan Dlimpia, Epidauro y Delfos. Pero siempre acto seguido, había restablecido la disciplina. La inexpugnable Atenas fue tomada por sorpresa al asalto. Y Sila recompensó a sus soldados dejándoles la ciudad a su merced.
No se sabe cuánta gente mataron
—dice Plutarco—.
Pero la sangre corrió a ríos por las calles e inundó los suburbios
.

Después de días y más días de matanza, Sila, que con todo su amor por Grecia, su cultura y su arte asistió a ella con absoluta indiferencia, dijo que en nombre de los muertos había que perdonar a los supervivientes. Reagrupó las falanges y las condujo contra el ejército de Mitrídates que avanzaba sobre Queronea y Orcómenos. Le derrotó en una magistral batalla, y persiguió los restos a través del Helesponto hasta el corazón del Asia. Y cuando se disponía a aniquilar definitivamente las últimas fuerzas enemigas, sobrevino Flaco con la orden de sustituirle en el mando.

Los dos generales celebraron una entrevista. Y al final de la conversación, Flaco no sólo había renunciado a cumplir las órdenes, sino que se puso espontáneamente bajo las de Sila. Su lugarteniente Fimbria intentó rebelarse. Y entonces Sila ofreció una ventajosa paz a Mitrídates, garantizándole respetar su reino dentro de los antiguos confines, y exigiendo solamente, como indemnización, ochenta naves y dos mil talentos, con los que pagar a la tropa y conducirla de nuevo a la patria. Luego marchó hacia Lidia al encuentro de Fimbria, mas no tuvo necesidad de luchar con él, pues la tropa, apenas le vio, se unió a la suya, tal era ya el prestigio del nombre de Sila. Y Fimbria, al verse solo, se mató.

Sila volvió sobre sus pasos sin descuidar el saqueo de tesoros ni de exprimir dinero en todas las provincias por que pasaba. Atravesó Grecia, embarcó su ejército en Patrás y el año 83 llegó a Brindisi. Cinna, que se precipitó a su encuentro para detenerlo, fue muerto por sus soldados. En Roma estalló la revolución.

Sila traía al Gobierno un pingüe botín; quince mil libras de oro y cien mil de plata. Pero el Gobierno, todavía en manos de los populares guiados por el hijo de Mario, Mario
el Joven
, le proclamó enemigo público y mandó a su encuentro un ejército para combatirle. Muchos aristócratas huyeron de la Urbe para unirse a Sila. Uno de ellos, Cneo Pompeyo, considerado como el más brillante adalid de la «juventud dorada», le aportó un pequeño ejército personal, compuesto exclusivamente de amigos, clientes y siervos de la familia.

En combate, Mario
el Joven
fue estrepitosamente derrotado. Mas, antes de huir a Preneste, dio orden a sus partidarios de que mataran a todos los partídarios que todavía quedaban en la capital. El pretor convocó al Senado, como era su derecho. Y los senadores señalados en la «lista negra» fueron degollados en sus sillones. Después, los asesinos desalojaron la ciudad para reunirse con Mario y las demás fuerzas populares que se disponían a jugar la última carta contra Sila. La batalla de la Puerta Colina fue una de las más sangrientas de la Antigüedad. De los cien mil y pico de hombres de Mario, más de la mitad yacieron sobre el terreno. Ocho mil prisioneros fueron degollados sin discriminación. Y las cabezas decapitadas de los generales, izadas en picas, fueron llevadas en procesión bajo los muros de Preneste, último bastión de la resistencia popular, que poco después se rindió. Mario se había matado, ya. También su cabeza fue cortada, mandada a Roma e izada en el Foro.

El triunfo que la capital dispensó a Sila el 27 y 28 de enero del 81 fue inmenso. El general iba seguido por el cortejo entusiasta de los proscritos por Mario, todos con coronas de flores en la cabeza, que le aclamaban como padre y salvador de la patria. Y los soldados no se mofaban esa vez de su capitán; lanzaban hosannas. Sila celebró los sacrificios de ritual en el Capitolio y después arengó a la muchedumbre en el Foro refiriendo con hipócrita modestia la increíble serie de éxitos que le habían conducido hasta allí y atribuyéndolos solamente a la suerte, en honor de la cual pidió, o, mejor impuso, que se le reconociese el título de
felix
, que, literalmente, quería decir feliz, pero que en aquel caso significaba besado por el destino, ungido por el Señor, en una palabra «el hombre de la Providencia». El pueblo se inclinó y, en gratitud, decidió erigirle la primera estatua ecuestre, de bronce dorado, que se había visto en Roma, donde jamás se toleró que nadie fuese representado más que a pie.

No fue ésta la única novedad que Sila introdujo para subrayar lo absoluto de sus poderes. Fue el verdadero inventor del «culto a la personalidad». Hizo acuñar nuevas monedas con su perfil e introdujo en el calendario, como obligatorias, las «fiestas de la victoria de Sila». Desde lo alto de su totalitarismo de dictador, trató a Roma como a una ciudad cualquiera conquistada, dejándola bajo la guardia de su ejército en armas y sometiéndola a la más feroz represión. Cuarenta senadores y dos mil seiscientos caballeros que se habían puesto de parte de Mario fueron condenados a muerte y ajusticiados. Premios de hasta cinco millones de liras fueron otorgados a quienes entregaban, vivo o muerto, un proscrito fugitivo. El Foro y las calles se adornaron con cabezas decapitadas, alegremente, como hoy se hace con globos de colores.
Maridos
—dice Plutarco—
fueron degollados en brazos de sus mujeres e hijos entre los de sus madres
. Hasta muchos de los que trataron de contemporizar sin tomar partido por nadie fueron suprimidos o deportados, especialmente si eran ricos; Sila tenía necesidad de sus patrimonios para cebar a sus soldados. Uno de los sospechosos era un jovenzuelo llamado Cayo Julio César, que, sobrino de Mario por parte de la mujer de éste, rehusó renegar de su tío. Algunos amigos se interpusieron y el joven salió del paso con una condena a confinamiento. Al firmar la sentencia, Sila dijo, como para sus adentros: «Cometo una tontería, porque en ese chico hay muchos Marios.» A pesar de lo cual, la firmó igualmente.

Pocos días después de haberse instalado definitivamente en el poder, Sila se enfrentó, en una ceremonia pública, con el gesto de insubordinación de uno de sus más fieles lugartenientes, Lucrecio Ofelia, el conquistador de Preneste, un bravo soldado, pero fanfarrón e indisciplinado. Delante de las tropas, que, sin embargo, le adoraban, Sila le hizo apuñalar por un guardia, como Hitler habría de hacer, dos mil años más tarde, con Roehm y Stalin, con docenas de amigos suyos. Era la señal de la «normalización».

Sila gobernó como autócrata durante dos años. Para colmar los vacíos provocados por la guerra civil en la ciudadanía, concedió ese derecho a extranjeros, sobre todo españoles y galos. Distribuyó tierras a más de cien mil veteranos, especialmente en Cumas, donde él mismo poseía una finca. Para desanimar el urbanismo, abolió las distribuciones gratuitas de trigo. Rebajó el prestigio de los tribunos y restableció la regla de los diez años de intervalo para quien concurriera por segunda vez al consulado. Dio sangre nueva al Senado, vaciado por las matanzas, con trescientos nuevos miembros de la gran burguesía fieles a él; y le restituyó todos los derechos y privilegios de que había gozado antes de los Gracos. Era verdaderamente una «restauración aristocrática». La llevó a fondo y licenció al Ejército, decretando que a partir de entonces ninguna fuerza armada podía apostarse más en Italia. Después, considerando concluida su misión, y en medio del pasmo general, volvió a poner sus poderes en manos del Senado, restableciendo el gobierno consular. Y, como un particular cualquiera, se retiró a su villa de Cumas.

A la sazón, Cecilia Metela había muerto ya. Enfermó poco después del triunfo de su marido, quien, como se trataba de una dolencia infecciosa, la hizo trasladar a otra casa donde dejó que reventara como un perro sarnoso.

Poco antes de la abdicación, Sila, ya sobre la sesentena, había conocido a Valeria, una hermosa muchacha de veinticinco años. El azar la puso a su lado, en el Circo. Ella vio un pelo en la toga del dictador y se lo quitó. Sila se volvió a mirarla, asombrado primeramente por su osadía y después por su primorosa belleza. «No te preocupes, dictador —le dijo ella—, también yo quiero participar, aunque sea por un pelo, de tu suerte.» Al parecer, fue el único amor desinteresado y verdadero de Sila, demasiado egoísta para alimentar esos sentimientos. Casóse con ella poco después y nadie puede saber cuánto influyó sobre los propósitos de abdicación el deseo de gozar plenamente de aquella joven y bella esposa.

El día en que, depuesto el poder y las insignias de mando, volvió a casa como un particular cualquiera, en medio del aterrorizado y empavorecido silencio de los transeúntes, uno de éstos se puso a seguirle, injuriándole. Sila no se volvió, ni menos cuando el marrano le dirigió un grosero ademán. Sólo dijo a los pocos amigos que le acompañaban: «¡Qué imbécil! después de ese ademán, no habrá ya dictador en el mundo dispuesto a abandonar el poder.»

Pasó los últimos dos años de su vida haciendo el amor con Valeria, cazando, discuriendo de filosofía con los amigos y escribiendo sus
Memorias
, que nos han llegado sólo a trozos. El «feliz» parece ser que lo fue de veras en aquel crepúsculo de su existencia, que había sido plena y sin decepciones ni lamentos (no era capaz de remordimientos), tal como la habla soñado al asomarse a ella. Entre sus veteranos de Cumas, permaneció lúcido y vigoroso hasta el último día, dirimiendo sus controversias con su habitual manera imperiosa y expedita. Cuando un tal Granio le desobedeció a propósito de no sé qué bagatela, le hizo acudir a su habitación y estrangular por los siervos, como en los tiempos en que era dictador. Su orgullo y su prepotencia no menguaron ni siquiera cuando se vio cara a cara con la muerte, que llamaba a su puerta en forma de una úlcera maligna que tal vez fuese cáncer. Con sus ojos celestes y fríos bajo la cabellera dorada, con aquel rostro pálido que semejaba «una baya de morera salpicada de harina», como decía Plutarco, siguió ocultando sus sufrimientos bajo una sonrisa alegre y palabras jocosas. Antes de expirar, dictó su propio epitafio:

«Ningún amigo me ha hecho favores, ningún enemigo me ha inferido ofensa, que yo no haya devuelto con creces.»

Era verdad.

CAPÍTULO XXII

UNA CENA EN ROMA

La restauración de Sila tenía un defecto fundamental: era precisamente, una «restauración», o sea algo que negaba las exigencias o, como se diría hoy, las «instancias» que habían provocado la revolución. Para llevar a cabo una obra vital y duradera, le faltó a su autor lo más necesario: la confianza en los hombres. Los cuales no se la merecen, pero la exigen en aquellos que se proponen guiarles. Sila no creía en nada y mucho menos en la posibilidad de mejorar a sus semejantes. El amor que tenía por sí mismo era tan grande que no le quedaba para ellos. Les despreciaba y estaba convencido de que la única cosa a hacer era mantenerles en orden. Por esto creó un formidable aparato policíaco y lo dejó en arriendo a la aristocracia: no porque la estimase, sino porque estaba convencido de que los otros, los populares, eran aún más despreciables y de que cada reforma suya habría empeorado las cosas.

La consecuencia fue que diez años después de sa muerte su obra política estaba hecha añicos.

Los patricios, que se encontraron de nuevo con todo el poder en sus manos, en vez de usarlo para poner de nuevo orden en el Gobierno y en la sociedad, lo aprovecharon para robar, corromper y matar. Todo, entonces, no era más que cuestión de dinero. Comprar la elección a un cargo era una operación normal, y había una industria apropiada para procurar votos con técnicos especilizados, los
intérpretes
, los
divisores
y los
embargadores
. Para conseguir la elección de su amigo Afranio, Pompeyo invitó en su palacio a los jefes de tribu y contrató sus sufragios como si fue» sen sacos de manzanas. En los tribunales ocurrían cosas peores. Léntulo Sura, absuelto por los jueces por dos votos de mayoría, dijo, dándose una palmada en la frente; «Mala suerte, he comprado uno de más. ¡Y al precio que me han salido…!»

Puesto que todo dependía del dinero, el dinero se había convertido en la única preocupación de todos. En la burocracia había aún, se comprende, funcionarios competentes y honrados. Mas la mayoría eran ladrones incompetentes que, por ejercer un cargo en la administración de una provincia, no sólo renunciaban a los honorarios, sino que los pagaban, seguros de que en un año se resarcirían sobradamente. Y, en efecto, se resarcían; con los impuestos, con la rapiña, con la venta de los habitantes como esclavos. César, cuando le fue asignada España, debía a sus acreedores algo así como quinientos millones de liras. En un año lo devolvió todo. Cicerón se ganó el titulo de «hombre de bien» porque en su año de gobierno en Cilicia, puso de lado tan sólo sesenta millones y, en sus cartas, lo pregonó a todos como un ejemplo.

Los militares no se comportaban mejor. De sus empresas en Oriente, Lúculo volvió millonario a su casa. Pompeyo trajo de las mismas regiones un botín de seis o siete mil millones al tesoro del Estado y de quince mil al suyo particular. Era tal la facilidad de multiplicar el capital cuando se tenía el suficiente para comprarse un cargo, que los banqueros se lo prestaban a quien no lo tenía al tipo de un cincuenta por ciento de interés. El Senado prohibió a sus miembros practicar esa innoble usura. Pero la prohibición fue soslayada con nombres prestados. Incluso hombres de gran dignidad como Bruto estaban asociados con usureros que administraban su dinero prestándolo en aquellas condiciones. En manos de una clase dirigente tan corrupta, Roma se había convertido ya en una bomba que aspiraba dinero en todo su Imperio para permitir a una categoría de sátrapas una vida cada vez más fastuosa y un lujo cada vez más insolente.

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