Aprovechando aquel éxito que dejó boquiabierta a toda la Galia, César le pidió que se uniera a él bajo su mando para protegerse en adelante de otras invasiones. Pero los galos estaban dispuestos a todo, menos a ponerse de acuerdo entre ellos. Muchas tribus se rebelaron y pidieron ayuda a los belgas, que acudieron. César les derrotó, después venció a los que les habían llamado y anunció a Roma, más bien prematuramente, que toda la Galia quedaba sometida. El pueblo se regocijó, la Asamblea prorrumpió en aclamaciones, pero el Senado torció el gesto. César olfateó que los conservadores le estaban preparando alguna mala pasada, volvió a Italia y convocó a Pompeyo y a Craso en Lucca para consolidar con ellos, en defensa común, el triunvirato.
Desde que César había dejado el Consulado, Roma era, en efecto, presa de convulsiones. Hasta aquel momento, el adalid de los aristócratas había sido Catón, un reaccionario más bien obtuso, pero hombre de bien. Tal vez hubiera tenido hasta ideas más abiertas de no haber llevado el nombre de su abuelo, el gran Censor, que las tuvo cerradísimas. Aquel nombre le arruinó, obligándole a interpretar un papel en el que tal vez no creía. Para defender la austeridad de las antiguas costumbres, se paseaba descalzo y sin túnica, rezongando siempre contra las nuevas. Lo había hecho también el primer Catón, pero mezclando a sus murmuraciones francas y ruidosas risotadas, sarcasmos punzantes, panzadas de judías y tragos de chianti. Su nieto tenía un rostro ceñudo y picajoso, una tez ictérica de pastor protestante y una boca acerba de solterona obsesionada por pecados no cometidos. Acaso rompía tanto los cascos a los demás porque se rompía también los suyos al ejercer constantemente aquella profesión de aguafiestas. Pero además era un moralista a su manera, que no encontró nada que objetar, por ejemplo, al hecho de que su mujer Marcia, aburrida también de un marido tan aburrido (¿y quién podría culparla, pobre mujer?), tomase como amigo al abogado Hortensio, rival de Cicerón, que era guapo y facundo como un Giovanni Porzio joven. Es más cuando se enteró, dijo al adúltero: «¿La quieres? Te la presto» (así al menos lo cuenta Plutarco). Y eso no es todo. Pues cuando poco después murió Hortensio, Catón volvió a admitir a Marcia y siguió viviendo con ella como si nada hubiese ocurrido.
Este curioso hombre tenía, sin embargo, sus cualidades. Era, ante todo, honesto. Y esto explica por qué, en una época en que todo estaba en venta, pero especialmente los votos de los electores, no logró rebasar en su carrera el grado de pretor. Los senadores, cuyo monopolio político defendía y a quienes no les importaba la honestidad, hubiesen preferido que él luchase con armas más adecuadas a la general corrupción y al enemigo que entonces tenía enfrente: aquel Clodio que, tras la partida de César, se había hecho el dueño de Roma y que, entre otras cosas, obtuvo de la Asamblea que Catón fuese enviado como alto comisario a Chipre. Catón obedeció y los conservadores se encontraron sin jefe (la cabeza la habían perdido hacía ya varios años).
Afortunadamente para ellos Clodio era, más que un gran político, un gran demagogo y, por tanto, no tenía el sentido de la mesura. En su ciego odio contra Cicerón se puso a perseguirle, obligándole a huir a Grecia, confiscó su patrimonio y mandó arrasar su palacio del Palatino.
Ahora bien, Cicerón no era en Roma lo que creía ser. Pero como, sin embargo, representaba una especie de institución nacional, César y Pompeyo fueron los primeros en desaprobar aquellas medidas. No obstante, Clodio no se dio por entendido, se rebeló contra sus dos poderosos amos, formó una partida de la porra y se puso a aterrorizar a la ciudad. Quinto, hermano de Cicerón, que había pedido a la Asamblea que reclamase al proscrito, fue objeto de un atentado y se salvó de milagro. Mas para que su petición fuese acogida, Pompeyo tuvo que contratar a su vez a una pandilla de delincuentes comunes al mando de Annio Milón, un aristócrata con pocos cuartos y ningún escrúpulos como Clodio, con el cual armó guerra. Roma se convirtió entonces en lo que hace cuarenta años era Chicago.
Cicerón, acogido a su regreso con grandes festejos, tornóse entonces en abogado de los triunviros que te habían salvado, apoyó su causa frente al Senado e hizo conceder a César nuevos fondos para sus tropas de la Galia y a Pompeyo un comisariado con plenos poderes por seis años para resolver el problema alimenticio de la península. Pero en 57, Catón volvió de Chipre, donde había llevado a cabo brillantemente su misión, y bajo su guía los conservadores reemprendieron la lucha contra los triunviros. Calvo y Catulo llenaron Roma de epigramas contra ellos. Al presentarse candidato al Consulado del 56, el aristócrata Domicio basó su campaña electoral en la renovación de las leyes agrarias de César. Cicerón olfateó, como de costumbre, el viento, creyó que soplaba a favor de las derechas, se puso de parte de Domicio y denunció, por malversaciones, a Pisón, suegro de César.
Para poner arreglo a todo esto los triunviros se reunieron en Lucca, donde se decidió que Craso y Pompeyo se volviesen a presentar para el Consulado y, después del triunfo, confirmasen a César gobernador de la Galia por otros cinco años. Expirado el plazo, Craso obtendría Siria, y Pompeyo, España. Así, entre los tres, serían dueños de todo el Ejército.
El plan funcionó porque las riquezas de Craso y de Pompeyo, aumentadas por la contribución de César que ahora tenía en mano la cartera de toda la Galia, bastaron para comprar una mayoría. Y así el procónsul pudo volver a sus provincias, donde mientras tanto se insinuaba una nueva invasión germánica. César destrozó a los intrusos rechazándolos allende el Rin, luego atravesó el canal de la Mancha con un pequeño destacamento y por primera vez los romanos pisaron con él suelo inglés. No se sabe con precisión por qué fue allí; acaso tan sólo para ver qué era. Permaneció pocos días, venció a las pocas tribus que halló en su camino, tomó algunas notas y se volvió atrás. Mas el año siguiente intentó de nuevo la aventura con fuerzas mayores, derrotó a un ejército indígena conducido por Casivelauno, avanzó hasta el Támesis, y tal vez habría seguido más allá de no haber recibido la noticia de que había estallado una revuelta en la Galia.
César lo consideró de momento como un episodio de orden administrativo. Desembarcó en el Continente, desbarató a los eburones que habían tomado la iniciativa revolucionaria y dejó en las provincias septentrionales, para guarecerlas, el grueso de su ejército, volviendo con una pequeña escolta a Lombardía. Pero a poco de llegar supo que toda la Galia, unida por primera vez a las órdenes de un hábil jefe, Vercingetórix, era un hervidero. César le conocía: era un guerrero de Auvernia, tierra de soldados montaraces y robustos, hijo de un tal Celtillo que había aspirado a convertirse en rey de toda la Galia y por esto los suyos le mataron. Tal vez el joven alimentaba las mismas ambiciones que su padre y había esperado recibir la investidura de César, del cual se mostrara amigo. Decepcionado, se rebeló. Pero, más juicioso que los otros, hizo un llamamiento al sentimiento nacional asegurándose el apoyo de los
druidas
, que le comunicaron su aprobación.
A la sazón Vercingetórix disponía de poderosas fuerzas entre César al Sur y el ejército de éste en el Norte. La situación no podía ser peor. César la afrontó con su audacia habitual. Con sus mermados pelotones, volvió a cruzar los Alpes y se puso a remontar Francia, país entonces totalmente enemigo. Al frente de sus soldados, caminó a pie día y noche entre las nieves de las Cévennes, en dirección a la capital enemiga. Vercingetórix acudió a ella para defenderla. César dejó el mando a Décimo Bruto y con una escolta de pocos jinetes se infiltró entre las líneas enemigas hacia el grueso de sus fuerzas. Las reunió, derrotó separadamente a los ávaros y los cenabios saqueando sus ciudades, pero ante Gergovia hubo de retirarse, acosado por los eduos, a quienes había considerado los más fieles de sus aliados y que ahora le abandonaban.
Se dio cuenta de que estaba solo, uno contra diez en un país hostil y se consideró perdido. Jugándose el todo por el todo, marchó sobre Alesia, donde Vercingetórix habla reunido su ejército, y la sitió. En seguida acudieron los galos de todas partes para liberar a su capitán. Eran doscientos cincuenta mil los que se concentraron contra las cuatro legiones romanas. César ordenó a los suyos que levantaran dos empalizadas: una hacia la ciudad asediada y otra frente a las fuerzas que acudían en su auxilio. Y entre los dos bastiones situó a los suyos con las escasas municiones y vituallas que todavía poseían. Tras una semana de desesperada resistencia en dos frentes, los romanos estaban hambrientos, pero los galos a su vez habían caído en la anarquía y comenzaron a retirarse en desorden. César cuenta que si hubiesen insistido un día más habrían vencido.
Vercingetórix en persona salió de la ciudad extenuada a pedir gracia. César la concedió a la ciudad, mas los rebeldes pasaron a la propiedad de los legionarios, que les revendieron como esclavos haciendo su negocio. El desventurado capitán fue conducido a Roma, donde al año siguiente siguió encadenado al carro del triunfador, que le «sacrificó a los dioses», como se decía en aquellos tiempos.
César quedóse aún aquel año en la Galia para liquidar los restos de la revuelta. Lo hizo con una severidad que no era habitual en él, que siempre se mostró generoso con el adversario vencido. Pero una vez infligido el castigo con la supresión de los jefes, volvió a sus métodos de clemencia y de comprensión.
Y así, dosificando con sabiduría la mano dura con la caricia, convirtió a los galos en un pueblo respetuoso y adicto a Roma, como se vio durante la guerra civil contra Pompeyo, cuando ni siquiera intentaron liberarse del vacilante yugo que les tenía sujetos.
Roma no comprendió la grandeza del don que su procónsul le había hecho. Sólo vio en la Galia una nueva provincia que explotar, dos veces mayor que Italia y poblada por cinco millones de habitantes. Cierto que no podía suponer que César había fundado una nación destinada a perpetuar y difundir la civilización y la lengua de Roma en toda Europa. Además, en aquel entonces, empeñada como estaba en sus discordias, no tenía tiempo de ocuparse en aquellos asuntos.
Craso, después del Consulado, había partido para Siria, según se acordó en Lucca; en su manía de gloria militar declaró la guerra a los partos, fue derrotado por ellos en Carres y mientras trataba con el general vencedor, éste le mató y mandó su cabeza cortada a adornar en un teatro una escena de Eurípides. Pompeyo, en cambio, que consiguió le concedieran un ejército para gobernar España, se quedó con él en Italia en una actitud que no dejaba presagiar nada bueno. El vínculo más fuerte que le unía a César había desaparecido con la muerte de Julia. César le ofreció remplazaría con su sobrina Octavia. Y habiendo rehusado el viudo, se ofreció a sí mismo como esposo de su hija en el puesto de Calpurnia de la que se divorciaría. Pero Pompeyo rechazó también esta proposición: no le interesaba un parentesco con César, porque finalmente, se había puesto de acuerdo con los conservadores convirtiéndose en su caudillo. Sabiendo que el Proconsulado de César terminaría en 49 se hizo prorrogar el suyo hasta el 46. Así quedaría él sólo de los dos en tener un ejército.
La democracia, bajo los golpes de Clodio y de Milón. que la habían reducido a una cuestión de garrotazos, agonizaba. Finalmente Milón mató a Clodio, que poco antes le había incendiado la casa. La plebe tributó al difunto honores de mártir, llevó su cadáver al Senado y pegó fuego al palacio. Pompeyo llamó a sus soldados para aplacar el tumulto y así logró hacerse dueño de la ciudad. Cicerón saludó en él al «cónsul sin colega» y la fórmula agradó a los conservadores, que la adoptaron porque permitía atribuir a Pompeyo los poderes de dictador evitando la desagradable palabra. Pompeyo acuarteló en Roma a todo su ejército, a la sombra del cual la Asamblea tuvo sus sesiones y los tribunales celebraron sus procesos. Entre éstos, el famoso de Milón que fue condenado por el asesinato de Clodio, pese a la defensa de Cicerón, que después publicó su alegato. Cuando Milón, huido a Marsella, la leyó, exclamó: «¡Oh, Cicerón, si tú hubieses pronunciado de verdad las palabras que has escrito, yo no estaría comiendo aquí pescado!» Lo que nos hace abrigar muchas dudas sobre la correlación de los escritos del gran abogado con sus discursos auténticos.
Pompeyo volvió a proponer la ley que exigía la presencia en la ciudad para concurrir al Consulado. La Asamblea, guarnecida por sus tropas, la aprobó. Era la exclusión de César, que no podía volver antes del día fijado para el triunfo. Corría el año 49, el cargo de César expiraba el 1 de marzo, pero Marco Marcelo sostuvo que era necesario anticipar la fecha. Los tribunos de la plebe opusieron el veto, pero el veto presuponía una legalidad democrática que ya no existía. Y Catón aumentó la dosis proclamando que César debía ser procesado y expulsado de Italia.
Como agradecimiento por la conquista de la Galia, no estaba mal.
EL RUBICÓN
Los titubeos de César antes de desencadenar la guerra civil han constituido el gozo de muchos escritores y la fortuna de un riachuelo del que, de otro modo, nadie conocería el nombre; el Rubicón Éste marcaba, cerca de Rímini, la frontera entre la Galia Cisalpina, donde el procónsul tenía derecho de apostar sus soldados, y la verdadera Italia, donde la Ley le vedaba conducirlos; y fue en sus orillas que los historiadores describieron a César meditabundo y roído por las dudas. Pero el hecho es que cuando César llegó allí, había tomado ya la decisión o, mejor dicho, se la habían impuesto ya.
Con tal de evitar una lucha entre romanos, había aceptado todas las proposiciones presentadas por Pompeyo y por el Senado, que ya no eran más que una sola cosa: mandar una de sus escasas legiones a Oriente para vengar a Craso y devolver otra a Pompeyo que se la había prestado para las operaciones en la Galia. Pero cuando el Senado le contestó definitivamente impidiéndole concurrir al Consulado y poniéndole en el dilema: o dispersar al Ejército, o ser declarado enemigo público, comprendió que, de escoger la primera alternativa, se entregaba inerme en manos de un Estado que quería su pellejo. Presentó otra propuesta más, que sus lugartenientes Curión y Antonio fueron a leer, en forma de carta, en el Senado; él licenciaría a ocho de sus diez legiones si se le prolongaba la gobernación de la Galia hasta el 48. Pompeyo y Cicerón se pronunciaron a favor, pero el cónsul Léntulo echó de la sala a los dos mensajeros y Catón y Marcelo pidieron al Senado, que asintió a desgana, que otorgase a Pompeyo los poderes necesarios para impedir que «se causara perjuicio a la cosa pública». Era la fórmula de aplicación de la ley marcial. Que ponía definitivamente a César entre la espada y la pared.