Historia de un Pepe (12 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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Como para buscar refugio contra sus malos pensamientos y ponerse a cubierto de aquellas asechanzas tentadoras dispuso Gabriel ir a ver a Rosalía; pero quiso hablar antes con su huésped y pedirle alguna explicación sobre los misterios de la casa, y particularmente acerca del extraordinario incidente del ojo del jugador.

Encontró a don Ramón dejando la capa y el sombrero pues acababa de entrar, después de haber visto en las calles el paseo. Luego que hubieron hablado de la función y elogiado Pedrera el garbo con que Gabriel había manejado su magnífico caballo, hizo éste rodar la conversación sobre el asunto que deseaba esclarecer. Preguntó a don Ramón, como por pura curiosidad, qué significaba aquel torno que estaba en el extremo del corredor y si se habría equivocado al creer que oía de vez en cuando una voz de mujer en el segundo patio de la casa.

—No se ha engañado usted —respondió el escribano con mucha naturalidad—; está allí una mujer, una pobre loca, criada antigua de la casa a quien ha sido preciso encerrar, porque suele tener accesos de furor muy peligrosos.

Gabriel tuvo que conformarse con la explicación, por más que no lo dejara enteramente satisfecho.

—¿Y podré saber —dijo enseguida—, por qué se llama el cuarto del ahorcado la pieza que yo habito?

A esa pregunta contestó don Ramón, con su risa acostumbrada y luego dijo:

—¿Será usted capaz, señor cadete de la segunda compañía del Fijo, de tener miedo a los muertos? Si tal hubiera yo imaginado, le habría destinado otro cuarto. El nombre que ha llamado la atención de usted, se refiere a una historia muy antigua ya. Habitó esa pieza un caballero que fue huésped mío, como usted lo es ahora. El pobre señor tenía pesares ocultos, había sufrido grandes contrariedades en la vida, y una mañana amaneció colgado de una viga, precisamente en el lugar donde está la cama de usted. Eh, eh, eh, y se rió con aquella risa que tanto había chocado a Gabriel al principio, y que ahora, sin saber por qué, ie ocasionaba un calofrío muy desagradable.

—¿Y pudiera usted decirme —preguntó el joven—, por qué he visto una pupila humana en el agujero que tiene en el ojo izquierdo la figura de uno de los jugadores en el cuadro que está en mi cuarto?

—¿Qué ha visto usted un ojo humano en ese agujero? exclamó don Ramón con asombro—. Usted se equivoca, amigo don Gabriel. Esa debe ser una ilusión de su fantasía y nada más.

—Estoy seguro, señor —dijo Gabriel con seriedad—. Aquel ojo tenaz clavó en mí su mirada y siguió todos mis movimientos. Levanté el cuadro y no encontré agujero alguno en el tabique, ni nada que pudiera explicar tan extraño incidente.

—Ya usted lo ve —replicó el escribano con naturalidad—. Nada había; ni ¿qué podría haber?

—Dígame usted, esa pieza contigua a mi cuarto que se mantiene siempre cerrada. . .

—Esa pieza está ocupada con una estantería que contiene mis protocolos, los de mi padre y los de mi abuelo, que eran escribanos, como yo. Cuando quiera usted verlo lo llevaré a ella.

Gabriel vio que nada podría sacar de aquel hombre, impenetrable y frío como el destino, y dejó al tiempo el cuidado de aclarar aquellos misterios.

CAPÍTULO XII
El sarao

A
las ocho de la noche del día 22 la espaciosa casa del regidor que había desempeñado las funciones de alférez real en la fiesta de Santa Cecilia, abría sus puertas a lo más florido de la sociedad. El salón principal, preparado para el sarao, estaba cubierto de un artesón abovedado de cedro con arabescos negros, construcción que no era rara en aquella época y que daba a las salas de recibimiento un aspecto más elegante que el que presentáhoy, con nuestros pobres cielos rasos planos, de tela blanqueada. Tres grandes arañas de plata, cargadas de bujías y candelabros del mismo metal en consolas de madreperla y carey, iluminaban la pieza, cuyas paredes habían sido decoradas para la ocasión con un cortinaje de damasco de seda, amarillo carmesí. Los sofás y las sillas eran de nogal, con asientos y espaldares de vaqueta de Rusia, con clavos dorados, y el pavimento desaparecía bajo una alfombra roja, sembrada de lentejuelas de oro. Jarrones de la China y del Japón sosteniendo enormes ramos de flores naturales, y espejos con marcos azogados completaban el adorno del salón, que nos describían muchos años después personas que conservaban entre los recuerdos más gratos de su juventud, la memoria del brillante sarao del 22 de noviembre de 1810. La orquesta, poco numerosa y no tan adelantada como hoy, ejecutaba rigodones, minués, paspiés y el vals, baile de origen alemán y que pasando por Francia y por España, era en aquella época de muy reciente introducción en Guatemala. Se ejecutaban con figuras diferentes que hacían con los brazos los que bailaban y cada una de las cuales tenía su denominación. Lacayos con librea azul y plata y pelucas empolvadas circulaban por el salón, llevando en grandes azafates sorbetes y dulces que servían a la concurrencia.

Don Pedro Espinosa de los Monteros, en uniforme de regidor y ostentando la cruz roja de Santiago, recibía con cortesana atención a señoras y caballeros, desempeñando igual deber su esposa y su hija, la incomparable Matilde, verdadera reina de aquella hermosa fiesta. Lucía el espléndido traje de terciopelo cerezo en que se había superado a sí misma la habilidad de la hija del capitán Matamoros. El corpino de tisú de plata, las grandes mangas abiertas descendían hasta abajo de los muslos que estaban*guarnecidas interiormente de la misma tela del talle; la riquísima blonda de Malinas que rodeaba el escote cuadrado y se levantaba por la parte de atrás hasta tocar con la cabeza; el peinado, adornado con plumas blancas y cargado de joyas de gran precio; todo, hasta el zapato de raso color de perla con rosetas de brillantes y palillos rojos, era rico y de buen gusto en aquella joven, cuya belleza escultural atraía las miradas y se imponía a la admiración de los concurrentes.

A las diez el sarao estaba en su mayor animación. Bailaban los jóvenes, las personas de edad formaban grupos en que se comentaban las últimas noticias de la península o los incidentes de la fiesta y en la pieza inmediata a la del baile se veían cuatro o cinco mesas, en que se jugaba a la malilla o al tresillo. Había allí funcionarios civiles y militares, propietarios, comerciantes y algunas señoras que también jugaban.

Matilde parecía impaciente y dirigía miradas furtivas a la puerta principal del salón. A las diez y cuarto dos jóvenes de uniforme blanco atravesaron los grupos y se dirigieron al estrado, para saludar a la señora y a la hija de Espinosa. Eran el teniente don Luis de Hervías y el cadete don Gabriel Fernández de Córdoba, que fue objeto de la atención general.

Una verdadera lucha había tenido que entablar don Luis para convencer a Gabriel de que no debía desairar la invitación del alférez, a quien había acompañado en el paseo. Cediendo al fin a las instancias de su amigo, se decidió Gabriel, cuando iban a ser las diez, a ponerse el uniforme y concurrir al baile, proponiéndose no permanecer sino un breve rato, por no mostrarse descortés.

Matilde acogió a los dos amigos con atención; pero sin que se advirtiera que hiciese la menor diferencia entre el uno y eI otro. La conversación rodó sobre cosas generales, expresándose la joven con sencillez y naturalidad. "La semidiosa se digna descender un escalón de su elevado pedestal", pensó Gabriel, que no cambiaba la idea desfavorable que tenía formada de la protectora de su novia.

—Hervías —dijo de repente Matilde, volviéndose al joven teniente—, ¿quisiera usted hacerme el favor de bailar ese vals con la hija del secretario del presidente? No he visto que haya tomado parte en la danza hasta ahora.

—Yo me prometía —contestó don Luis—, pedir a usted la distinción de aceptarme por compañero; pero usted sabe, Matilde, que la menor indicación de su parte es una orden para mí.

El galante oficial hizo una inclinación de cabeza y fue a invitar a la hija del secretario.

Matilde y Gabriel quedaron casi solos en un extremo del salón. Era la primera vez que el joven se veía obligado a sostener una conversación con aquella mujer que le inspiraba, como lo hemos dicho, una antipatía que apenas acertaba a disimular bajo las fórmulas de la urbanidad. Maldecía en su interior a la casualidad que lo ponía en el caso inexcusable de sostener aquella plática y formaba el propósito de ponerle término tan pronto como pudiese hacerlo, sin faltar de un modo marcado a la cortesía.

Creyó que iba a presentarse la deseada ocasión, pues no habrían pasado dos

minutos desde que se había separado Hervías, cuando se acercó a Matilde el abogado bizco y de cabello rojo, don Diego de Arochena, y la invitó para el vals.

—Gracias, don Diego —contestó la joven—, estoy muy fatigada y no bailo esta pieza.

El letrado comprendió que Matilde deseaba continuar la conversación con el cadete; se mordió los labios y se retiró.

—¿Qué me dice usted de nuestro pobre amigo, el capitán Matamoros? —dijo la hija del alférez—; ¿lo ha visto usted hoy?

—Sí, señorita —contestó Gabriel—. Don Feliciano mejora y creo que pronto estará completamente restablecido.

—Es una fortuna que se haya salvado —observó Matilde—. El capitán deberá la vida, después de Dios, a la esmerada asistencia de Rosalía. Esa criatura es un ángel.

La mirada profunda de la joven se clavó, al pronunciar estas palabras, en los ojos de Gabriel, como si hubiera querido leer la impresión que causaba aquel nombre en el alma del cadete.

—Rosalía —replicó él sin alterarse—, ha cumplido como buena hija, pero el enfermo debe también no poco a los cuidados que la bondad de usted le ha prodigado.

—Es amiga mía y esto basta. Quiero al capitán porque es su padre, y cuando Rosalía se case, veré a su marido como si fuera mi propio hermano.

—¿Cuando Rosalía se case? —replicó Gabriel, y luego añadió en tono sarcástico; pero entonces, señorita, perderá usted su costurera; y eso será muy pronto.

Sin aguardar respuesta, hizo una profunda reverencia a la joven y le volvió la espalda, yendo a confundirse entre los grupos de los caballeros.

Matilde se puso pálida de despecho. La impertinente conducta del cadete le hirió en lo más vivo; pero, ¡ay! la sensación dolorosa que experimentó en aquel momento le reveló lo que ella misma no había querido comprender aún. El frío y casi insolente desdén de aquel joven, del cual hizo muy poco caso al principio, había venido a ser el más cruel torcedor para aquel corazón tan altivo como apasionado. Una lágrima de ira. . . y de amor quizá, rodó por la mejilla de Matilde, sin que lo advirtieran más que aquél que se había constituido en su vigilante centinela, el abogado del cabello rojo, que no la había perdido de vista durante aquella escena.

La orgullosa doncella enjugó inmediatamente aquella lágrima y tomando el brazo del primero que llegó a invitarla para bailar, se lanzó como poseída de un vértigo.

Gabriel Fernández, el héroe del día, aquél que había venido a hacerse el ídolo de las jóvenes, la envidia de los galanes y objetivo, como se dice ahora, de las madres,desapareció. Había cumplido, dejándose ver en el sarao, y se volvió a su casa.

Entretanto, la animación del baile iba creciendo, a medida que avanzaban las horas. Aquella juventud, tanto más ávida de goces cuando tenía menos oportunidades de proporcionárselos, se embriagaba con las emociones de la fiesta. Todos aspiraban a torrentes el placer en aquella reunión en que se confundían en las figuras de una elegante contradanza, las casacas bordadas de oro y plata de los caballeros con los vistosos trajes de terciopelo, de tisú, y de seda de la China de las damas. Todos gozaban, con excepción de tres personas: la reina de la fiesta, humillada, contrariada en lo más recóndito de su alma; el desdichado don Luis de Hervias, para quien no tuvo Matilde una mirada, una palabra desde que desapareció Gabriel, como si quisiera castigarlo por no haberlo retenido, y el maligno don Diego de Arochena, que buscaba alguna oportunidad para dar rienda a su despecho.

En uno de esos momentos que suele haber en los bailes en que las parejas y la orquesta se dan una ligera tregua para descansar y cobrar nuevas fuerzas, hizo el astuto licenciado ciertas evoluciones calculadas para hacerse encontradizo con Matilde. Parecía ésta profundamente preocupada, y sin darse cuenta de lo que hacía, trituraba con sus menudos dientes la orilla de un riquísimo abanico que acaba de recibir de Francia.

Acercósele el abogado del cabello rojo y le dijo en voz baja:

—Parece que hay jóvenes que dan pruebas de mejor gusto en materia de caballos y pajes que no en punto a la elección de las personas a quien hacen señoras de sus pensamientos. ¿Qué opina usted, Matilde?

—Ignoro lo que usted quiere decir —contestó la joven en voz alta y en tono desdeñoso.

—Pues la cosa es clara —replicó Arochena, riéndose—. Preferir una costurera, la hija de un espadachín, o maestro de armas, a.. . a alguna otra dama de calidad y verdadero méritó, me parece que sólo puede hacerlo un hombre de inclinaciones muy bajas.

—Caballero —dijo Matilde, con altiva dignidad—, necesito recordar que es usted en este momento nuestro huésped, para no contestar como debiera a esas palabras con que pretende agraviar a una joven a quien no conoce, y que si ha nacido en una clase humilde, no por eso es menos estimable que otras. Permítame usted le recuerde que la hija del capitán Matamoros, a quien usted parece aludir, sea cual fuere su origen y su posición, es amiga mía y que cualquier agravio que se le haga, lo recibo como si fuera dirigido a mí misma.

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