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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (7 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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Entre tanto, su pobre hija se afanaba a fin de que nada faltara a sus hermanos y que la casa estuviera en el mejor orden posible. No tenía un momento desocupado. Los que no consagraba a coser cosas ajenas o a hacer cigarros, que ponía a vender, los empleaba en lavar y en remendar la ropa del capitán y la de sus hermanitos. De quien menos se acordaba era de su persona, que no le merecía algún cuidado, sino cuando había concluido con los demás. Tal había sido la vida de Rosalía durante seis años, desde la muerte de su madre, a quien tuvo que suplir en el manejo de la casa cuando no contaba más que doce. A las cinco de la mañana estaba en pie, y a las once o doce todavía velaba por su padre, temiendo no fuese a sucederle alguna desgracia por efecto de la embriaguez.

Don Feliciano quería y casi respetaba a su hija; pero lo único en que no había podido ser deferente a sus ruegos era en abandonar aquella funesta habitud, harto arraigada en el viejo militar. Jamás se dio caso de que dijera a su hija una expresión impropia, ni que se mostrara impaciente con ella; pero tampoco dejó de beber, por más que ella le hiciese las reflexiones más respetuosas y sensatas.

Para los niños, Rosalía no era una hermana, era una madre. Su gravedad natural le había hecho fácil aquel papel, desde que tuvo que comenzar a desempeñarlo, siendo ella misma una niña todavía.

No es preciso decir que los jóvenes oficiales que frecuentaban la casa no se habían mostrado insensibles a las gracias de la hija del maestro de armas. Cada discípulo que llegaba a recibir lecciones, comenzaba por hacer la corte a Rosalía; pero la amable seriedad de ésta ponía término a los dos días al galanteo, y el cortejo lo dejaba, llevando un sentimiento de estimación y de simpatía hacia la joven, pero con la convicción profunda de que su alma era insensible al amor. Tal fue la idea que corrió entre las vecinas, y Rosalía misma, a fuerza de oir que era fría, llegó a creer que era así. Nunca le había hecho joven alguno otro efecto que el que le hacía una hermosa pintura. Le halagaba al sentido de la vista y nada más.

Gabriel Fernández, lo hemos dicho ye, no era un buen mozo; era un joven agraciado a quien no sentaba mal el uniforme blanco. Rosalía veía diariamente oficiales, más o menos interesantes, con uniformes blancos; y así esas circunstancias no hubieran sido bastantes a hacer en aquella alma seria y grave una impresión que durara más de cinco minutos.

Pero Rosalía no había sido hasta entonces más que objeto de galanteos frivolos y pasajeros y ninguno de aquéllos jóvenes orgullosos habría sido capaz, ni por chanza, de ofrecer su corazón y su mano a la hija de aquel capitán a medio sueldo, oscuro, pobre, dominado por una funesta inclinación al licor y medianamente ridículo con sus pretensiones nobiliarias y con los recuerdos medio fabulosos de sus proezas militares.

Cuando aquel cadete desconocido, pero que tenía cierto aire de distinción en su persona y en sus modales, hizo vibrar en el corazón de Rosalía los acentos apasionados de un amor que, no por ser súbitamente concebido, dejaba de ser profundo, experimentó ella una sensación nueva y extraña, un sentimiento que no se atrevió a analizar, tal vez porque tembló de descubrir lo que no quisiera confesarse a sí misma.

Ello es que cuando volvió la espalda a Gabriel, después de haberle dado aquella respuesta que impresionó tan desagradablemente al enamorado joven, experimentó ella, no aquel sentimiento de tranquila satisfacción que hace nacer la conciencia del deber cumplido, sino una especie de remordimiento por la dureza con que había rechazado una declaración que tenía el sello de la más completa sinceridad. Pasó el resto de aquel día y el siguiente, distraída, intranquila, y por la primera vez en su vida desde la muerte de sú madre, tuvo algunos rasgos de impaciencia con sus hermanos y aun con su padre mismo. Ya lo habéis comprendido, ioh jóvenes lectoras! El amor comenzaba a hacer sentir su dolorosa, su dulce, su irresistible presión en aquella alma tanto más dispuesta a un sentimiento serio, cuanto más había tardado en experimentar sus efectos.

Tres días después de haber visto a Gabriel por la primera vez, Rosalía amaneció, sin saber por qué, con la idea fija de que iría a su casa el joven cadete, cuyo nombre no sabía bien aún, pues no se había atrevido a preguntárselo a su padre. Aquella alma de Dios, que hasta entonces no había pensado más en el adorno de su persona, que no tenía siquiera un espejo, hizo aquella mañana dos cosas extraordinarias y que habrían alborotado a las vecinas, si no hubiera ella procurado que las vecinas no advirtieran aquellos dos actos, que casi le parecían un delito. La primera fue haber buscado en una gaveta donde guardaba algunas prendas de su difunta madre, un pedazo de listón encarnado, y la segunda, ir de punta de pie y sin que lo advirtiera el capitán, a sacar un espejito que servía a éste cuando vestía de grande uniforme y en el que iba contemplando, por partes, el garbo marcial de su ínclita persona. Y, como está escrito:

¡Ay! que el delito engendrará delito..., como dijo un poeta sudamericano, no paró en eso el extraordinario procedimiento de la joven, sino que se ató el listón encarnado en la cabeza y se vio al espejo. Su frente y sus mejillas estaban más rojas que la cinta. Pero, ved lo que es nuestra dañada naturaleza. Pasada la primera vergüenza que le causó el encontrarse así adornada, una voz interior, que salía sin duda de lo más recóndito de su alma, le dijo que no estaba fea. Volvió a verse otra vez en el espejo y se sonrió con cierta complacencia. Tuvo después, ¿por qué negarlo?, una violenta tentación de ir a cortar un precioso botón de rosa blanca que pendiente del tallo se balanceaba en una maceta que ella misma cuidaba; pero ¿qué dirían las vecinas si por desgracia la veía alguna con una cinta roja y un botón de rosa en la cabeza?

Rosalía no se equivocó. A las once de aquella mañana llegó el joven cadete, a quien ella tuvo necesidad de recibir. ¿Qué había de hacer? Su padre no estaba en aptitud de dejarse ver de nadie. Decir que había salido, habría sido una mentira. Le fue, pues, preciso resignarse. Eso sí, procuró rodearse de sus hermanos, y hasta el menor, que no contaba más que seis años, entró a formar parte de la guardia de corps de la tímida doncella. Nunca habría ella pensado en llevar aquella mañana a su lado al nene, si hubiera podido prever la mala partida que había de jugarle.

Fue el caso que, agotados los lugares comunes de una conversación de primera visita, Gabriel, tan novicio como (a dama, no sabiendo ya qué hacer ni qué decir, comenzó a acariciar al mocito y a dirigirle algunas preguntas. Una de ellas fue si quería mucho a su hermana mayor, a lo que contestó el muchacho:

—Sí, cuando es buena conmigo, y me da lo que le pido.

—Y qué —le dijo Rosalía—, ¿no soy buena siempre, desagradecido, y no tienes cuanto quieres?

—No —replicó el nene—; hace tres días que ya no me haces caso, ni quieres jugar conmigo, ni me das nada. Desde que vino este oficial y dijo papá que quería casarse contigo, ya no me hablas, ni a mis hermanas tampoco, si no es para regañarnos. Esta mañana, por estar componiéndote y viéndote en el espejo, te olvidaste de ver mi almuerzo y se lo comió el gato.

La pobre joven se puso más encarnada que cuando se ató la cinta en la cabeza, y no encontró una palabra para desmentir a aquel imprudente que vendía así sus secretos. Turbada, conn.ovida, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, y haciendo una inclinación de cabeza a Gabriel, se retiró, llevándose al niño y seguida de sus hermanos.

El joven sabía cuanto necesitaba saber por lo pronto: era amado. Aquella idea halagadora inundó su alma del júbilo más puro, y por la primera vez, después de su conversación con Urdaneche, se sintió con fuerzas para aguardar el permiso de su padre y poder casarse con Rosalía. La negra desesperación que atormentaba su alma, hizo lugar a un sentimiento más dulce y más tranquilo. Al salir a la calle, el sol le pareció más brillante, el cielo más sereno, el aire más refrescante; los árboles que asomaban sus copas sobre las paredes de las huertas, más verdes y frondosos; el mundo todo, mejor de lo que había sido en los tres días anteriores. Habría querido abrazar a cuantas personas encontraba y hacer partícipes a todos de su felicidad. Acertó a pasar a su lado un mendigo y le pidió limosna. Echó mano al bolsillo, sacó cuatro duros y se los dio. Le habría dado el Potosí, si lo hubiera tenido en aquel momento en la bolsa.

Después de aquella escena en que Rosalía vio inesperadamente descubierto el secreto de lo qué pasaba en su corazón, se esforzó todavía la pobre en luchar con su amor; pero inútilmente. La imagen de Gabriel la asediaba a toda hora, dormida o despierta, y embargaba por completo las potencias de su alma. Los dos amantes volvieron a verse varias veces sin testigos ya, pues Rosalía cuidó de alejar a sus hermanos cuando la visitaba el joven cadete. ¿Qué pasó en aquellas entrevistas? Lo que acontece siempre en casos semejantes entre dos jóvenes apasionados, pero tímidos, contenidos por el respeto y por la estimación mutua dentro de los límites del deber. Entregada a sí misma, Rosalía supo conservar su dignidad y Gabriel, no obstante la vehemencia de su amor, se contentó con aquellos favores insignificantes en sí; pero a los cuales da el afecto el más subido precio.

Vosotros los que guardáis en el fondo de vuestras almas como un valioso tesoro el recuerdo de vuestro primero e inocente amor, verdadera poesía de la vida, podréis comprender los goces inefables de aquellos dos corazones que con estrecho y al parecer indisoluble nudo, um'a un sentimiento puro y delicado, de ésos que con inmortales rasgos han sabido pintar Saint-Pierre y Chateaubriand.

¡Desdichado el que no haya probado, una vez al menos, un amor semejante, y que no pueda, evocando su recuerdo, dulcificar con esa gota de miel el amargo cáliz que en decadentes años nos hace apurar el infortunio!

Pasaron los días, que se deslizaban para los jóvenes amantes como las aguas de un arroyo que corren sobre un techo de flores. Su vida, en los cinco meses subsiguientes a la revelación del amor de Rosalía, hubiera podido compararse a una de esas espléndidas mañanas del mes de mayo, en que no vemos cruzar la más ligera nube sobre la azulada atmósfera, saturada de luz y de perfume. Pero, iay! ¡cuántas veces observamos, cuando el sol ha pasado el meridiano, un ligero vapor blanquecino que va condensándose poco a poco en un extremo del lejano horizonte, y que, convertido luego en negro y gigantesco nubarrón, cargado de electricidad, descorre su oscuro manto y cubre, de un extremo a otro, el firmamento! Es la tempestad que cierne ya sus alas pavorosas y que con estruendo horrísono, va a lanzar sobre la tierra la cárdena espiral del rayo.

CAPÍTULO VIII
Semidiosa

U
na tarde, sentados Gabriel y Rosalía junto al balcón de la casa de ésta, se repetían por la cienmilésima vez el juramento de amarse eternamente, y contaban los días, (que debían ser muy pocos ya), que faltaban para que se recibiese la ansiada respuesta del padre del apasionado joven. No dudando que sería favorable, porque siempre se cree lo que se desea, Gabriel trazaba a su amada con rasgos halagüeños el cuadro de su futura felicidad, cuando fue repentinamente interrumpida aquella conversación por el ruido de un coche, que se detuvo a la puerta de la casa.

Como el capitán Matamoros no recibía casi nunca visitas de las que se hacen conducir por pies ajenos, llamó la atención de Rosalía que se hubiese parado el coche frente a su puerta y salió a la ventana a ver lo que era aquello. Gabriel hizo lo mismo impulsado por un natural sentimiento de curiosidad.

En aquel momento abría la portezuela del carruaje un criado negro, vestido con una hermosa librea azul galoneada de plata, e inmediatamente bajó una mujer joven, vestida con tanta elegancia y de un aire tan distinguido, que Gabriel no pudo menos de admirarse al verla. Tras ella salió otra mujer de edad, que parecía una de aquellas antiguas criadas de las familias ricas a quienes se designaban con la denominación de hijas de casa.

— ¡Ah! —dijo Rosalía al ver a la que bajaba del coche—, ella es; y dejando solo a Gabriel, corrió a recibir a aquella joven señora. Entraron. La del coche precedía a la hija del capitán y tras ésta iba la criada. Hizo la primera un ligero saludo al cadete y tomó el sitio de preferencia en el pobre sofá de rejilla que ocupaba la cabecera de la salita.

La recién llegada parecía tener poco más o menos, la misma edad que Rosalía; pero presentaba en su persona todo el más completo contraste con ésta. Sería quizá seis u ocho pulgadas más alta; el grueso era correspondiente a su estatura; el cabello era rubio dorado, el ojo azul, el tinte del rostro, del cuello y de las manos, de una blancura rara en un país que baña el ardiente sol del trópico. La boca no pequeña y desdeñosa, y con tal aire de majestad en su persona toda, que Gabriel, a pesar de su profundo amor por la hija del maestro de armas, no pudo menos que conceder cierta superioridad, aparente al menos, a aquella aristocrática belleza sobre la pobre y sencilla joven, que tomó desde luego delante de la otra una actitud más humilde tal vez que la de la criada.

La del coche llevaba el cabello recogido con una peineta de oro; vestía un traje de burato verde, sumamente estrecho y de talle muy alto, adornado con rosas artificiales, y el zapato, de raso del color del traje, con unos tacones o palillos tan grandes, que la hacían parecer más alta aún de lo que era en realidad.

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