Historia de un Pepe (6 page)

Read Historia de un Pepe Online

Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
12.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Se ríe usted, respetable lector? Es porque ya ha olvidado la impresión de las primeras calabazas que cosechó allá cuando contaba diez y ocho o veinte años.

Más filósofo que usted, el bueno de don Feliciano de Matamoros, capitán retirado con goce de medio sueldo y maestro de armas, viendo a su futuro yerno (pues por tal lo contaba ya), medio muerto de dolor, acudió por lo pronto a lo que él consideraba como el único remedio para los males de la vida, e introduciendo el cuello de la botella en la boca de Gabriel, le hizo tragar una cantidad de líquído capaz de resucitar a un muerto.

En seguida hizo que el joven se sentara en un sofá y comenzó a hablar de esta manera:

—Si usted quiere creer a mi experiencia, joven, no tome como dicen, al pie de la letra lo que ha cantado la muchacha. ¿Cómo quiere usted tomar la plaza como tomé yo el fuerte de Roatán, todo diciendo y haciendo? Eso no se ve todos los días. Ponga usted un sitio en regla, apunte bien las baterías, y cuando sea tiempo, ifuegol ¡Sable y lanzal No me llamo Feliciano si la guarnición no capitula y se rinde a discreción. Usted debe tener padre, madre, tío o tutor que cuide de su persona y bienes, pues supongo que no debe ser un cualquiera, ni tampoco un pelado que no tenga sobre qué caerse muerto. Hable usted al señor o a la señora mayor; dígale todo eso de muerte, juicio, infierno y gloria que me dijo a mí, y pídale la licencia para el casorio. Cuando usted la tenga, vuelva y dígale a la Rosalía que el suegro o suegra, o lo que fuere, la espera con los brazos abiertos; y, o yo no sé nada, o usted oirá entonces otro cantar.

Puede usted, señor don Miguel, añadió el capitán, decir que su novia, es hija de un hidalgo que, aunque pobre, tenía sus ejecutorias muy en regla y ha servido ai rey por mar y tierra, tan bien si no mejor que otro cualquiera. Que si a sangre vamos, la de los Matamoros de Peñapelada no cede a otra ninguna, como que descendemos de uno que allá, en la guerra de Granada, mató con su propia mano veinte y siete a treinta y siete infieles (no lo recuerdo bien), que estaban pintados en nuestro escudo de armas, que se perdió en la ruina junto con las ejecutorias.

En fin, obtenido el beneplácito de quien corresponda, usted vuelve, insta, y si la muchacha dice nones, repite por tercera y por cuarta vez, hasta que caiga la fruta del árbol a fuerza de golpes.

—Mi padre —contestó Gabriel—, está en España. La persona que cuida de mí es don Andrés de Urdaneche, a quien usted tal vez conoce. Le hablaré del asunto y si está autorizado para suplir el consentimiento de mi padre, no dudo me lo dará, pues no hay razón para que lo niegue.

—¡Bravo, cadete! —exclamó don Feliciano—. Eso es hablar. No hay que irse nunca por las ramas. Ustedes se casarán y viviremos todos juntos en paz de Dios; porque eso de que yo me separe de mi Rosalía, ni ella de mí ni de sus hermanos, es pensar en lo excusado. Conque, a caballo, lanza en ristre y a degüello.

Dicho esto, le puso a Gabriel el sombrero en la cabeza y casi a empellones lo hizo salir a solicitar el permiso para la boda.

El enamorado mancebo aguardó la hora en que se encontraba don Andrés de Urdaneche en su casa de habitación y fue a buscarlo. Habían pasado algunos meses desde que se vieron por primera vez en el escritorio de la casa comercial. No había experimentado el anciano alteración notable en su fisonomía. A la edad de don Andrés se cambia muy lentamente. Gabriel, por el contrario, parecía más hombre; su musculatura vigorosa y flexible se pronunciaba cada día más y un ligero bozo negro y fino sombreaba su labio superior. Además, el amor, aunque no fuera sino de dos días, había hecho vivir a Gabriel dos años. Nos dirán quizá que esto es una paradoja; pero la observación propia y ajena nos ha enseñado que nada hay como las grandes pasiones para acelerar el movimiento de la vida.

No se escapó a la percepción sagaz del viejo negociante aquella evolución fisiológica de su pupilo, y a fuer de práctico y conocedor del corazón humano, comprendió que debía proceder de alguna causa moral; deduciendo de aquellas premisas la consecuencia lógica de que la visita inesperada del joven cadete debía tener por causa algún asunto de grande interés para éste.

Don Andrés era en su casa más humano que en el escritorio. Frío y reservado siempre, parecía más accesible, y sin inspirar entera confianza, no era en la vida privada aquella encarnación viviente del tanto por ciento, de las pérdidas y las ganancias, que se sentaba detrás de una mesa en el oscuro almacén de Agüero y Urdaneche.

Después del saludo, preguntó el anciano al joven sobre su vida, si estaba contento de haber abrazado la carrera militar y si era de su gusto la posada que le había elegido.

—La profesión de las armas —contestó el cadete—, es la que me conviene, y cada día que pasa me alegro más de haberla adoptado. En cuanto a mi huésped, don Ramón, me parece un hombre excelente, aunque algo raro en su persona y.. . modo de vivir. Pero como yo paso gran parte del día en el cuartel, casi no nos vemos sino a las horas de comer. La casa es triste; don Ramón no tiene familia; se cansa uno de leer, y a la verdad, hay momentos, muchas horas en que me fastidia la soledad.

—Es decir —contestó Urdaneche—, que usted querría cambiar de posada.

—No, precisamente —replicó Gabriel—. Tal vez en otra no estaría tan bien como en la del escribano, como no fuese mi propia casa.

—Pero... —dijo don Andrés, clavando en el joven su mirada escrutadora y penetrante—. Pero, usted no tiene familia.

—Es verdad, señor don Andrés; mas pudiera ser que me fuera conveniente establecer casa.

—¡Establecer casal ¿Y cómo va usted, tan joven a vivir solo, en poder de criados que le gastarán enormemente, sin que por eso esté mejor servido?

—Es que pudiera. .. pudiera yo. .. (el pobre Gabriel, dominado irresistiblemente por la mirada del anciano, no se atrevía a terminar la frase). Pudiera yo.. . vivir acompañado.

—¿Qué quiere usted decirme? ¿Cómo? —exclamó don Andrés levantándose y no siendo dueño por lo pronto de dominar su asombro. Pero recobrando inmediatamente su serenidad y sangre fría, añadió:

—¿Por ventura habría usted pensado en casarse? ¿Podrá saberse cuál es la persona en quien usted haya puesto su pensamiento?

—La más virtuosa —contestó Gabriel con entusiasmo—, la más noble, la más cumplida de las mujeres. Una que, aunque escasa de bienes de fortuna, no cede a ninguna otra en lo esclarecido del linaje, en la belleza y en la respetabilidad de su familia. La hija de un veterano que cuenta largos años de servicios a su patria y a su rey y cuyo nombre está unido a uno de los hechos más gloriosos de la historia de este reino. En una palabra: la hija del capitán de caballería don Feliciano de Matamoros.

Don Andrés, con todo su aplomo, no fue dueño de contenerse, al oir las últimas palabras del joven.

—¿La hija de quién? —exclamó—; ¿del capitán Matamoros? ¿Y eso llama usted familia respetable y linaje esclarecido? ¡Un cualquiera, un ebrio, petardista y jugador de profesión! Vamos, joven, usted ha perdido el juicio.

Se quedó el pobre cadete frío, como si le hubieran echado una rociada de hielo al oir calificar de aquella manera al hombre a quien él amaba y respetaba ya sólo por ser padre de Rosalía. Además, en su candidez, había tomado al pie de la letra lo que contaba el capitán de sus ejecutorias y de sus hazañas. Haciendo, pues, un esfuerzo para dominar su enojo, respondió:

—Usted es dueño de calificar como guste a un hombre que ha derramado su sangre en los campos de batalla. Yo no sé que el capitán Matamoros sea jugador, ni petardista, ni borracho, aun cuando pueda tener sus descuidos, como cualquiera otro. En cuanto a su linaje, si no se hubieran perdido desgraciadamente en la ruina sus ejecutorias y su escudo de armas, con ellos probaría yo a usted que la familia de los Matamoros de Peñapelada son tan ilustres como pueden serlo los Fernández de Córdoba y que cuentan entre sus antepasados personajes capaces de honrar mejor genealogía. Pero esto no hace al caso. Yo no he venido aquí a discutir sobre blasones, sino a suplicar a usted, en nombre de cuanto hay más sagrado, me dé el consentimiento que necesito para casarme con la hija del capitán. Créame usted, señor don Andrés, añadió el pobre cadete enterneciéndose: no puedo vivir sin ella, y una negativa de usted sería mi sentencia de muerte.

Urdaneche, que había tenido tiempo para reflexionar mientras el joven hacía la relación de las grandezas de los Matamoros de Peñapelada, contestó con mucha calma:

—Yo no estoy autorizado para dar el permiso que usted necesita como menor de edad, para casarse. Lo pediré a la persona que se interesa por usted. . ., quiero decir, que escribiré a don Fernando, que es el único que puede darlo.

—Muy largo es aguardar —dijo Gabriel—, que la carta vaya a España y vuelva la respuesta.

—Larga para la impaciencia de usted, tal vez —replicó Urdaneche—. Pero no hay otro remedio. Su padre de usted vive, y sin su permiso no puede usted casarse.

Gabriel no tenía que oir más. Los cinco o seis meses que le era preciso aguardar le parecían siglos. Salió, pues, de casa del viejo negociante con el corazón lleno de amargura y se dirigió a la de su futuro padre político y sabio mentor, a quién se proponía referir el resultado de aquella entrevista.

CAPÍTULO VII
Primer amor

—Y,
bien hijo, pues supongo que puedo ya darte este nombre —exclamó don Feliciano, al ver entrar a Gabriel—, ¿Qué dice el papá, la mamá, el tío o el tutor? ¿No es verdad que la alianza con la casa de los Matamoros de Peñapelada les ha parecido cosa como bajada del cielo? ¡Vaya!, ¡pues fácil hubiera sido dar con una prosapia más ilustre que la nuestra!

Diciendo así, el capitán tosió y movió tres veces la cabeza adelante y atrás, con muestras evidentes de orgullo y satisfacción.

—Mi tutor —dijo el joven—, no objeta la familia de usted, capitán (en lo cual, como sabemos, mentía como un bellaco); pero dice que estando vivo mi padre, es necesario pedirle el consentimiento para el matrimonio. He aquí lo que yo no puedo soportar. Cinco o seis meses sin unirme a Rosalía, serán cinco o seis siglos de tormento. Vea usted cómo podemos hacer para que el matrimonio se verifique inmediatamente.

Don Feliciano recapacitó; le pasó por la cabeza la idea de un enlace clandestino, dando por sentado que podría convencer a su hija de que no debía desperdiciar aquella colocación, que tenía trazas de ser brillante; pero reflexionó en seguida que semejante paso podría traer malas consecuencias, y que nada se perdería por aguardar un poco. La vanidad acudió en auxilio de la prudencia, asegurando a Matamoros que el padre de aquel joven no podía considerar desigual la proyectada alianza, y con esta convicción dijo a su futuro yerno, con cuyo nombre no acertaba todavía:

—Dime, Rafael, ¿no has leído tú la historia de aquel famoso general griego, o romano, no sé bien lo que era, que se llamaba Fabio?

—Sí capitán —contestó Gabriel—; supongo que se refiere usted a Fabio Máximo, célebre general romano. Pero, ¿qué tiene que hacer aquel héroe con lo de mi matrimonio?

—Tiene, y mucho —contestó don Feliciano con misterio—. Si recuerdas bien la historia de ese romano, has de tener presente que debió muchos de sus grandes triunfos a sus sistema de aguardar la ocasión más favorable para asegurar el éxito de sus empresas, sin dejarse llevar jamás por la impaciencia. Esto le valió el sobrenombre de Cunctator, que quiere decir contemporizador, según me aseguraba mi maestro de medianos. Conque, ya ves, amigo Daniel, que si la historia, esa maestra del hombre, debe servinos de algo, aquí viene como de molde una de sus lecciones. Si yo, en Roatán. . .

—Perdone usted que lo interrumpa, señor don Feliciano —dijo Gabriel—. Creo que el ejemplo del general romano es muy digno de imitarse, y por mi parte no dejaré de tenerlo presente, si alguna vez llego a mandar un ejército en campaña. Pero mi situación actual nada tiene que ver con la de Fabio Máximo. Yo no puedo vivir sin la hija de usted y la historia de todos los guerreros del mundo no me hará conformarme con la idea de aguardar cinco o seis meses para unirme a ella.

—Tú hablas como joven apasionado —replicó Matamoros—, y yo te aconsejo como experimentado y cauto. Ni mi hija ni yo consentiremos jamás en prescindir del consentimiento de tu padre, pues nuestro legítimo orgullo no nos lo permitiría. Conque paciencia, y aprovechar el tiempo que pasará mientras viene la respuesta, en ganarte la voluntad de la muchacha. Puedes venir aquí siempre que te acomode, pues ya te considero como de la casa; y además, te conozco demasiado para que pudiera yo abrigar la menor sospecha contra tu moralidad. Y para darte, desde luego, una prueba (que no se la daría yo a todos), del afecto que te profeso, y de que te veo ya como de la familia, vas a prestarme un par de duros, que te devolveré sin falta alguna el día último del mes, al recibir mi medio sueldo.

Causó a Gabriel alguna extrañeza aquella rara manera de mostrarle confianza; pero ciego por Rosalía, se alegró de agradar a su padre a tan poca costa, y le contestó, poniéndole en la mano los dos duros:

—Eso y más capitán, siempre que usted lo necesite. Sabe que cuanto soy y cuanto valgo está a su disposición, y le agradeceré que en cualquier pequeño apuro, se acuerde usted de mí antes que de otro alguno de sus amigos.

El capitán, que se preciaba de tener muy buena memoria, le prometió acordarse del cadete lo más frecuentemente que le fuera posible; y luego que el joven se marchó, mandó a traer dos botellas de aguardiente de España, una de las cuales consumió en el resto del día, a la salud de su hijo político Ezequiel qué sé yo cuántos, como llamaba a Gabriel. Entrada la noche, comenzó a atacar la segunda botella; y lo cierto es que hacia la madrugada del siguiente día los dos duros del joven se habían encaramado, sin saber cómo, a la cabeza de sü futuro suegro y metían en ella un alboroto de todos los diablos. Por fortuna, al capitán, cuando se hallaba en esa situación, lo que le sucedía cuatro o cinco días de los siete de la semana, no le daba por camorrista, sino por alegre, y luego que había hecho media docena de extravagancias, caía como un tronco y roncaba como un bendito.

Other books

Hollywood Nocturnes by James Ellroy
The Bride Wore Denim by Lizbeth Selvig
Murder on the Moor by C. S. Challinor
Riven by Anders, Alivia
The Glory Girls by June Gadsby
Down the Aisle by Christine Bell
Remote Feed by David Gilbert