Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Correspondió éste al saludo de los jóvenes oficiales llevándose militarmente el revés de la mano derecha a la visera de la gorra y les señaló dos sillas medio desvencijadas, con asientos y respaldos de rejilla.
—¿Son ustedes servidos, caballeros? —dijo don Feliciano, mascando a dos carrillos—; lanza en ristre y a degüello; para todos hay.
—Buen provecho, mi capitán —contestó el subteniente—; no creíamos que estuviera usted todavía a la mesa, pues es bastante tarde. Vengo con el objeto de presentar a usted un nuevo discípulo, mi amigo y compañero don Gabriel Fernández de Córdoba, cadete de la segunda compañía del Fijo.
—Servidor de usted, mi capitán —dijo Gabriel— poniéndose en pie y saludando a estilo militar.
—Para servir a Dios, al rey y a usted cadete —contestó Matamoros, devolviendo el saludo—. ¿Conque usted, continuó, desea aprender el sublime arte, que es el primero entre todos los artes, como que sin él no tenemos seguros ni la honra ni la vida?
Diciendo así, el capitán se puso en la boca una pierna de gallina.
—Hace usted muy bien —añadió—. Joven, créame usted, un militar que no conoce por principio el uso de la espada, es como un boticario que no sabe manejar la espátula. Si usted me hubiera visto el 25 de marzo de 1782, cuando atacamos los fuertes de Roatán del que se había apoderado el inglés, habría comprendido de cuánta utilidad es el conocimiento del manejo del sable. Me acuerdo como si fuera hoy, exclamó don Feliciano entusiasmándose más y más, no sabemos si con la memoria de sus hazañas o con medio vaso de aguardiente de caña que se echó a pechos. Me acuerdo como si fuera hoy. Hervías, padre de este joven subteniente, y yo, fuimos los primeros que, seguidos de unos pocos soldados, saltamos a tierra de la fragata "Matilde". El teniente general, presidente don Matías de Gálvez y su segundo, el coronel don José de Estachería, nos animaban desde el puente. Salió una compañía de ingleses y peleamos una hora cuerpo a cuerpo, hasta que los redujimos a los fuertes. Yo tuve que habérmelas con dos herejes descomunales, armados de espadones como de tres varas, que amenazaban con partirme en dos a cada mandoble que me asestaban. Pero allí fue el hacer uso de las reglas de Pacheco, de Carranza, de Pérez de Mendoza y otros maestros del arte. Me empiné sobre las puntas de los pies (y fue ejecutando don Feliciano todo lo que iba diciendo), con el cuerpo hecho un arco hacia adelante; paré un tiro de un inglés, y atrapándole la espada con la mano izquierda, me arrojé sobre él, lo agarré por el cogote (y lo hizo así con el subteniente), le di la zancadilla y cayó haciendo retemblar la tierra. Así, ni más ni menos que como usted acaba de caer ahora, Hervías. Corrí a hacer el mismo paso con el otro inglés (y se echó sobre Gabriel; pero éste se parapetó detrás de la mesa y una silla) ¡ca! ni sus polvos; se había encerrado ya en el fuerte. ¡Cespita, jóvenes! ¡Qué lance aquél! Sentía yo un coraje que habría querido beber sangre inglesa.
Dicho esto, el capitán Rompe y raja se echó el otro medio vaso al coleto.
En aquel momento entró la hija de don Feliciano a quien acompañaba su hermanito menor, asido del traje de la joven, llorando y pidiendo de comer.
—Hijo de un héroe —exclamó el capitán—, toma y participa de la refacción frugal de tu ilustre padre.
Alargó al muchacho la otra pierna de gallina y se disponía a concluir la relación de la gloriosa campaña de Roatán; pero lo interrumpió Rosalía, diciéndole:
—Padre, usted no sabe que anoche nos hemos escapado de una buena.
—¿Cómo? —gritó don Feliciano—. ¿Qué ha sido? ¿Ha vuelto a invadir el inglés?
—No —contestó la joven—, no fue el inglés, sino Pie de lana con su cuadrilla, que puso en alarma todo el vecindario. Acaba de contármelo la vecina. Margarita la Florera. Estaba ella velando, por acabar unas coronas para el monjío, y como a maitines, oyó ruido por los tejados; salió al corredor y... ¡Jesús me valga! sólo el figurármelo me causa miedo; vio descolgarse por el albardón media docena de enchamarrados. Abrió su ventana, gritó, acudió gente; pero todo fue inútil. Los ladrones se salieron por la puerta de la misma casa de la Margarita. Después se ha sabido que robaron donde don Antonio de Berroterán, dejándolo amarrado al pie de su cama y con una mordaza en taboca. ¡Jesús! De considerar que pudieron haber pasado aquí, me tiembla el cuerpo.
Gabriel había quedado sorprendido al ver a Rosalía. Un ligero tinte de carmín cubrió la frente y las mejillas de aquel joven tan candido y pudoroso casi como una doncella. La hija del capitán era de regular estatura; la tez morena y ligeramente sonrosada; el cabello castaño, recogido hacia atrás con una peineta de carey; los ojos aterciopelados; nariz correcta; boca mediana; mano pequeña y fina y pie tan diminuto, que apenas podía sostener el cuerpo, que al andar se balanceaba como el tierno vastago del cocotero agitado por la brisa. Tenía diez y ocho años; pero cierta gravedad profundamente impresa en toda su persona, le hacía aparecer de más edad.
Rosalía, que no conocía al cadete, fijó los ojos en él un momento, saludándolo con una ligera inclinación de cabeza y los volvió a su padre con quien hablaba. Sospecharnos que si se hubiera preguntado a Gabriel lo que había dicho Rosalía cuando ésta concluyó la relación del lance de los ladrones, no habría acertado a decirlo. ¿Era aquello amor? No lo sabemos. Era una sensación indefinible y nueva, olvido de sí mismo y de cuanto lo rodeaba, concentración /absoluta en un solo objeto. Eran ojos que no querían ver más que a ella y se separaban de ella como con temor; eran oídos que no escuchaban más que lo que ella decía y no acertaban a comprenderlo; era el alma encadenada ya a otra alma para siempre. iAy! Así lo hemos creído todos a los diez y siete años, cuando amamos por la primera vez.
E
l capitán Matamoros, cuando oyó lo que refería su hija, se puso en pie medio tambaleando y exclamó:
—¡Pie de lana! ¡Pie de lana! ¡Vaya un personaje para poner en alarma toda una ciudad! Años hace que ese ladronzuelo es el caco de Guatemala. Capitán general. Audiencia, batallón de linea, escuadrón de dragones, cuerpo de artillería, todos, hasta la Inquisición, han procurado darle caza y nada. Aparece y desaparece como si fuera brujo, y después de no oir hablar de él en mucho tiempo, de repente se nos cuenta alguna nueva fechona suya. Que me den seis lanceros y me obligo a presentar en ocho días el cuero del tal Pie de lana y a entregar amarrada toda su cuadrilla. ¡Pues bueno soy yo para chanzas! Cuando fuimos a Roatán a desalojar el inglés...
—Pero, padre —interrumpió Rosalía—, el inglés daba la cara y Pie de lana no hace frente sino cuando los soldados son pocos. Nadie lo ha visto, ninguno lo conoce; se sabe que existe, que mata, que roba y es imposible dar con él.
—Pues yo daría —gritó Matamoros—, aunque se escondiera bajo el altar mayor. ¡A mí con ésas! ¡Sable y lanzal Cuando digo que en Roatán... en Roatán.. . y no pudo concluir. El héroe a medio sueldo, el gran maestro de armas, cayó bajo la mesa. Rosalía volvió la cara avergonzada y los dos jóvenes oficiales tomaron a don Feliciano y lo llevaron a su cama, donde soñó durante el resto del día y en la noche con el inglés, con la campaña de 1782 y con Pie de lana.
Si el capitán soñó dormido, Gabriel contó las horas una tras otra, asediado por la encantadora imagen de Rosalía. La veía, la oía, el ecb de su dulce voz vibraba en el fondo de su alma, como una armonía celeste. Era el rumor de la cascada, el eco blando de la brisa, el arrullo de la tórtola, el canto con que la madre hace dormir a su hijo en su regazo.
Quisiéramos poder decir que el sentimiento que experimentó Gabriel en aquella primera noche dé amor, fue todo puro, y que la grosera y vulgar intervención de los sentidos, no manchó aquellos sueños de oro. Pero, lay! no fue así. Aquel joven que estaba para cumplir diez y ocho años, amaba y deseaba ya ardientemente poseer el objeto amado.
Al siguiente día se levantó más temprano que de costumbre, se puso el uniforme, fue al cuartel y cuando hubo cumplido con sus obligaciones de soldado, se dirigió a. .. ¿a dónde había de ser? ¡a casa del capitán!
Hacía poco que se había levantado don Feliciano, cuyo rostro conservaba las señales de la borrasca del día anterior. Los ojos eran dos brasas, la nariz una acerola madura y los pómulos dos tomates. Llevaba una casaca medio militar y medio paisana; azul, sin las vueltas rojas del uniforme de su cuerpo; pero con unos grandes botones de plata, o algún metal blanco que lo parecía. Tres o cuatro de ellos, de mayor dimensión que los otros, pues tenían casi el diámetro de un peso, estaban en las mangas de la casaca, formando un círculo, en la parte que caía sobre las manos.
El capitán se entretenía cuando llegó Gabriel, en limpiar dos gallos, pues era aficionadísimo a ese juego, según decía él, por la emoción que le causaba el combate de aquellos animales belicosos.
—Tengo —le dijo el cadete—, qué hablar a usted de un asunto grave.
—¿Qué hay? —contestó el maestro de armas—. ¿Necesita usted de aprender algún buen tiro? ¿Se trata de despachar a un camarada a ia eternidad? Aguarde usted un minuto; le enseñaré un golpe admirable que trae don Luis Pacheco de Narváez en la "Grandeza de la espada".
—No se trata de que yo mate a nadie —replicó Gabriel— sino de que usted evite que yo muera.
—Ta, ta —dijo el capitán a medio sueldo—. ¿Es usted el desafiado y quiere que le enseñe a parar los tiros de su adversario? Eso es lo de menos, cadete. Con la doctrina de Jerónimo de Carranza en la "Filosofía y destreza de las armas", voy a ponerlo a usted en dos minutos, en aptitud de batirse con el mismo diablo, sin que su pellejo corra el más ligero peligro. Venga usted. ¡Sable y lanza I Venga usted.
Diciendo así, el capitán tomó por la mano a Gabriel y lo condujo a la pieza donde se daban las lecciones de esgrima.
—Escúcheme usted —dijo el joven deteniendo al capitán que iba ya a descolgar dos espadas—. Se trata de la felicidad de mi vida. Yo quiero casarme con la hija de usted.
—¿Cómo? , ¿cómo? —exclamó don Feliciano—; ¿que quiere usted casarse con mi hija? Usted se chancea. ¿Es serio eso?
—Tan serio —replicó Gabriel—, como que no saldré de esta casa sin obtener el consentimiento de usted. Ella es mi vida, mi dicha, mi porvenir; amarla hasta morir y ser amado por ella; he ahí, capitán, la única esperanza de mi alma.
—¿Y ella consiente?
—No lo sé. Vengo a poner mi corazón a sus pies y a oir de sus labios la sentencia de vida o de muerte.
— iCáspita! —exclamó el capitán—, pues el niño se explica. Aguarde usted; y diciendo así, se dirigió a la puerta y llamó a su hija.
Al momento se presentó Rosalía, con las enaguas del vestido remangadas, cubierta la cabeza con un pañuelo de madras a cuadros y una escoba en la mano.
Saludó a Gabriel, algo corrida, a causa quizá de la maleta en que la encontraba aquel joven extraño para ella, y apoyadas ambas manos en el mango de la escoba, aguardó que hablara el capitán.
—Rosalía —dijo don Feliciano, tomando la actitud más teatral que le fue posible—; este joven cadete, que se llama. .. se Hama. . .dispense usted ¿cuál es su gracia?
—Gabriel Fernández de Córdoba.
—Eso es, lo tenía en la punta de la lengua. No conozco otra cosa. Don Rafael Hernández y Córdoba, dice. . . me— cuenta.. . pues.. . habla de felicidad, de amor, de vivir o morir, ¿qué sé yo? ¡en fin, que quiere casarse contigo.. .! Pero ahora mismo. ¡Parece que la cosa le urge! ¡Sable y lanza! Yo no lo hice así con tu difunta madre. Catorce años estuve entre si caigo o no caigo; pero aquél era otro tiempo. Ahora todo se hace a la bombé. Conque, ¿te conviene el novio?
Rosalía no contestó una sola palabra. Veía al capitán, a Gabriel, y dudaba si sería aquello serio o de burla. Mientras tanto, el joven, con los ojos clavados en el suelo, temblaba como la hoja en el árbol y aguardaba una expresión de los labios de su amada, para arrojarse a sus pies. Al fin rompió el silencio y dijo, entre risueña y grave:
—Caballero, si esto es una chanza, yo no sé cómo deba tomarlo. Si no me engaño, ayer me ha visto usted por primera vez; y de consiguiente, puede decirse que no me conoce. La edad que usted representa me indica que es usted hijo de familia; y su apellido, que pertenece a una de las principales de la ciudad. Supongo que lo que usted ha concebido por mí, no puede ser más que un capricho, que pasará como ha nacido. Agradeciendo a usted, pues, el honor que ha querido hacerme, me permitirá le diga que es demasiado joven para pensar en casarse. Yo misma no he dispuesto salir de la condición en que me hallo y que me impone obligaciones sagradas que deseo seguir cumpliendo como hasta ahora lo he hecho. Así, suplicando a usted prescinda de lo que no puede tener efecto, me excusará si me retiro.
Diciendo así, la joven hizo una inclinación de cabeza a Gabriel, y se marchó.
— iQué pico de oro! —dijo el capitán—. Ese sermón merece un trago.
Abrió una alacena, sacó una botella, y a boca de jarro, consumió una cuarta parte del contenido del envase.
—Pero no hay qué afligirse, señor don Miguel González de Córdoba —añadió—; ¿no ha oído usted decir que en la boca de las mujeres el no es hermano mayor del sí?
Gabriel, poseído de la más negra desesperación, no escuchaba lo que decía el capitán. Las últimas palabras de Rosalía habían triturado su corazón, como si lo hubiera puesto entre las piedras de un molino. Sintió que la sangre se le agolpaba a la cabeza, y faltándole las fuerzas para tenerse en pie, tuvo que apoyarse en el brazo de don Feliciano.