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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (12 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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En septiembre de 1911, cuando aún no se había llegado a la firma del acuerdo anterior, Italia declara la guerra a Turquía sin motivo aparente. Esta iniciativa trasladó el principal foco de tensión al Mediterráneo oriental, donde en estos momentos se vivía una situación de extrema conflictividad a causa de las sublevaciones de los pueblos balcánicos contra las persecuciones y masacres perpetradas por el nacionalismo intransigente del movimiento de los «Jóvenes Turcos». El éxito militar de Italia fue inmediato y en pocos meses, entre 1911 y 1912, ocupó los territorios turcos de Tripolitania y Cirenaica (a los que convirtió en colonias italianas con el nombre de Libia) y se apoderó de Rodas y de otras islas del Dodecaneso. La iniciativa italiana fue mal acogida por su aliada Alemania, protectora a la vez de Turquía, y provocó los recelos de Francia, es decir, dio lugar a un nuevo conflicto diplomático a varias bandas en Europa, pero sobre todo actuó como revulsivo en los Balcanes. El debilitamiento de Turquía fue aprovechado por Grecia, Bulgaria, Serbia y Montenegro, quienes en 1912 constituyen la Liga Balcánica y, con el visto bueno de Rusia, declaran con éxito la guerra a Turquía. En pocos meses, la Liga ocupó Macedonia y Tracia, privando así al Imperio turco de sus territorios en Europa y facilitando la independencia de Albania. Sin embargo, enseguida surgieron los desacuerdos internos en la Liga por el reparto de los territorios cedidos por Turquía y en junio de 1913 Bulgaria atacó a Serbia, provocando la llamada «Segunda Guerra Balcánica», que se resolvió en un gran triunfo para Serbia. En agosto se firmó un tratado en Bucarest por el que Grecia, Rumania y Montenegro obtuvieron distintos territorios, pero, sobre todo, se cumplió el sueño de la Gran Serbia: su población pasó de 2,9 millones de habitantes a 4,5 y su superficie de 48 300 km a 87 000. Las guerras balcánicas convirtieron a Serbia en la gran rival de Austria-Hungría en los Balcanes.

2 Tiempo de conflictos. Guerra y revolución (1914-1918).
2.1. La preparación de la Gran Guerra

A pesar del alto grado de desconfianza entre las naciones europeas y del patente clima bélico tras el segundo conflicto balcánico (1912-1913), en 1914 ninguna de las grandes potencias deseaba una guerra generalizada. La historiografía actual coincide en este punto y subraya que tras cada una de las crisis previas los gobiernos de las naciones menos afectadas intentaron calmar a los más inquietos. Además, en ningún país se creía seriamente en la posibilidad del estallido de una gran guerra, a pesar de que ciertas apariencias indiquen lo contrario. Es cierto que Alemania disponía de un plan militar de carácter ofensivo (Plan Schlieffen), pero otros países, preocupados asimismo ante el riesgo de una posible guerra, habían adoptado precauciones similares. Para contrarrestar una hipotética invasión alemana por Bélgica, Francia había elaborado su propio plan militar, y por razones parecidas (la defensa de su imperio y de su predominio marítimo frente a la creciente competencia alemana) el Reino Unido había reforzado su armada e incrementado notablemente los gastos militares, los cuales pasaron de 32 millones de libras en 1887 a más de 77 en 1913-1914. Todo esto era resultado de la política de rearme característica del momento, pero no tenía una finalidad ofensiva inmediata, ni siquiera en el caso de Alemania. Sin embargo, un hecho de importancia secundarla en sí mismo (el asesinato en Sarajevo el 28 de junio del heredero a la corona austríaca, el archiduque Francisco Fernando, y de su esposa) desencadenó las hostilidades y provocó una guerra completamente distinta, por su extensión, intensidad y capacidad destructivo, a las hasta entonces conocidas. El estupor causado por el desarrollo de esta guerra impulsó, una vez finalizada, a buscar culpables. De entonces acá, no ha cesado el debate sobre este punto.

En el orden político el asunto fue súbitamente zanjado. El Tratado de Versalles, en su artículo 231, atribuyó a Alemania la única y plena responsabilidad, justificando de esta forma las duras reparaciones financieras que el mismo Tratado le impuso. No resultó difícil en 1919 emitir un juicio de esta naturaleza, reforzado tan sólo veinte años más tarde por el hecho de que, en esta ocasión, sin duda alguna, el mismo país provocara una nueva guerra que superaría por sus efectos negativos a la anterior. Esta coincidencia ha suscitado un importante debate entre los historiadores, especialmente animado en los años sesenta y setenta a raíz de la publicación de varios estudios realizados por investigadores alemanes con peso académico (Fritz Fischer fue el pionero y le siguieron varios miembros de su «escuela de Hamburgo», como Kurt Boehme y Hans-Ulrich Wehler) en los que se establecía una continuidad entre la política de Bismarck y la de Hitler. La tesis de partida establecía que desde Bismarck subsistió en Alemania una política social-imperialista que se impuso en la época de Guillermo II (de ahí la responsabilidad en la Primera Guerra Mundial) y se continuó en la aspiración al dominio universal de Hitler. A partir de ahí, la discusión ha girado en torno a la existencia de ciertos elementos históricos que explican la agresividad de Alemania: la noción de «autoridad» heredada del luteranismo, la tradición dominante en su burocracia de rechazo de los usos democráticos, la identidad entre los industriales que lucharon contra los socialdemócratas a comienzos del siglo y los que apoyaron a Hitler, la cultura universitaria marcadamente nacionalista, el pangermanismo que impregnaba a amplios sectores sociales… Antes, sin embargo, de este debate, ensayistas y historiadores se plantearon el problema de la responsabilidad de la guerra, casi desde el día siguiente de su comienzo. Las tesis contrapuestas y los matices ofrecidos han sido objeto de numerosos e interesantes estudios, entre los que el más completo sigue siendo el de Jacques Droz (1973), que por sí mismos delatan la relevancia de este acontecimiento y ponen de relieve su impacto sobre la memoria colectiva de las sociedades comprometidas.

La tesis de la responsabilidad alemana ganó adeptos entre los historiadores debido al impacto de la obra, bien fundamentada, de Fritz Fischer (1961), en la que demostraba que el gobierno alemán nada hizo por impedir la guerra, antes al contrario, concedió a Austria-Hungría un cheque en blanco para proceder contra Serbia. Estudios recientes (Rusconi, 1987) apuntan como causa inmediata del conflicto la negativa de Austria, tras el atentado de Sarajevo, a aceptar cualquier negociación o compromiso que no conllevara un castigo «sustancial» a Serbia, pero no limitan a esto la responsabilidad, sino que la extienden, en el mismo grado, a Rusia, por su negativa a aceptar cualquier acción contra Serbia, y a Alemania, por su apoyo sin fisuras a la postura de Austria. En este sentido —pero sólo en éste, matiza Hobsbawm— se puede considerar «responsables» a los imperios centrales, pero sin dejar relegada la responsabilidad de Rusia. Como ha demostrado Marc Ferro en su biografía del zar Nicolás II, la guerra fue un alivio para la autocracia rusa, que pasaba por sus peores momentos a causa de la agitación social y política generalizada del Imperio. Tanto el zar como los partidos dominantes en la Duma vieron en la posible Guerra en los Balcanes una ocasión excelente para movilizar el espíritu patriótico de los rusos, alentado continuamente por el clero ortodoxo en un intento desesperado por incrementar el apoyo popular al zar. Tras su retroceso en extremo oriente después de la derrota ante Japón, Rusia situaba su misión histórica en los Balcanes, donde la prioridad consistía en ayudar «a los queridos hermanos serbios». Con la solemnidad de las grandes ocasiones de otros tiempos en las que Rusia luchaba contra el turco por la defensa de la fe, Nicolás II arengó a su pueblo en la suntuosa ceremonia en que publicó la declaración de guerra a Austria-Hungría a «luchar con la espada en la mano y la cruz en el pecho». Los asistentes prorrumpieron en «hurras» al zar y se postraron para recibir su bendición.

La situación interna de Francia y el Reino Unido era por completo diferente a la rusa, pero también en estos países se apasionaron las masas ante el anuncio de la guerra y los políticos se apresuraron a lanzar llamamientos a favor de la «unión sagrada» de la nación. En todas partes, ha escrito Marc Ferro (1970, 28), la declaración de guerra fue acogida con entusiasmo por la mayoría de los hombres en edad de batirse. Las masas asumieron enseguida que la guerra debería salvaguardar los intereses reales de la nación y quedaron imbuidas de un profundo espíritu patriótico. La guerra era para ellas, además, una liberación ante las profundas insatisfacciones sociales que habían dado lugar a tantas huelgas y manifestaciones violentas en los años anteriores. Los gobiernos creyeron encontrar una válvula de escape ante la presión social y los sectores más miserables vieron llegada su oportunidad de integrarse en una sociedad que los tenía marginados en barrios urbanos paupérrimos o en condiciones lamentables en el campo. En suma, la población europea, sin distinciones nacionales, atribuyó a la guerra una especie de capacidad demiúrgica para acabar con los pecados de la época de paz: individualismo, materialismo, cinismo, incertidumbre, carencia de objetivos, tedio (S. Robson, 1998, 2). Esta «guerra imaginada» no fue, en absoluto, la causa del conflicto real, sino su consecuencia más próxima, pero delata un estado de ánimo en Europa proclive a aceptar cualquier cosa extraordinaria. Incluso la Internacional Socialista, distinguida por su pacifismo, participaba de este ambiente antes de su fracaso oficial en evitar la guerra. Los dirigentes socialistas, como la mayoría de los políticos, no pensaron que el atentado de Sarajevo desatara un conflicto generalizado, pero en el verano de 1914 muchos de ellos introdujeron un matiz sustancial en sus discursos: si hasta ahora descargaban toda la responsabilidad de sus problemas en la clase dirigente del propio país, a partir de este momento achacaron esa carga a las clase dirigente de las naciones enemigas. Transcurrido casi un mes exacto del atentado de Sarajevo fue asesinado Jean Jaurès, el líder socialista más combativo a favor de la paz, pero en esas fechas los integrantes de la Segunda Internacional, incluyendo a personajes tan significativos como Plejánov, ya se habían inclinado por la defensa de su patria y nadie hizo caso del llamamiento de Lenin a los obreros para que derrocaran los gobiernos burgueses de sus países, ni a la protesta de Karl Liebknecht en Alemania, el único parlamentario, junto con los diputados bolcheviques de la Duma, en oponerse a la guerra. También el anarquista Kropotkin se había unido a los defensores de la patria.

Así pues, la constatación de que numerosos colectivos sociales, desde los patronales a los de la clase obrera, no deseaban la guerra en 1914 carece de verdadera importancia a la hora de explicar su estallido. En realidad, la situación creada en Europa en los años anteriores era propicia para que se produjera la guerra en el momento en que fallaran los débiles elementos que mantenían la paz. Poco importa, en este sentido, que el detonante fuera el atentado de Sarajevo o cualquier otro hecho. De ahí que la historiografía actual rechace la tesis de atribuir la responsabilidad a uno o dos países y la extienda a todos.

La Guerra Mundial no se explica sin las transformaciones operadas en los decenios anteriores, como ha quedado planteado en el capítulo primero. La expansión imperialista y las alteraciones del sistema económico mundial acentuaron las disputas entre las grandes naciones y, aunque en gran medida se resolvieron mediante acuerdos, contribuyeron a crear un espíritu de rivalidad que fue alentado por la prensa y por esta razón se extendió a las masas en cada país. Esas masas, a su vez, acentuaron sus reivindicaciones políticas y forzaron a los gobiernos a prestarles atención en un grado desconocido hasta entonces, pero las masas, asimismo, recurrieron a la huelga de larga duración y a las manifestaciones multitudinarias para plantear sus exigencias, y los gobernantes, con frecuencia desbordados, se vieron obligados a realizar concesiones. Para apaciguar el movimiento reivindicativo de las masas, los gobiernos acentuaron las «virtudes» y los «logros» nacionales, fortaleciendo de esta forma un sentimiento nacionalista que hallará sus más firmes apoyos en grupos tradicionales mal adaptados a la nueva situación o muy preocupados por la pérdida de su posición social y política. Pero junto a este nacionalismo estatal, de carácter eminentemente conservador, se abrió camino un nacionalismo no estatal, fundamentalmente reivindicativo y, en ocasiones, modernizador. Desde el final del siglo XIX no sólo se agravó la protesta nacionalista en los países balcánicos, acentuada al inicio del siglo a causa del nuevo programa político impuesto por la revolución de los «jóvenes turcos» en el Imperio otomano, sino que también se reforzó la acción política del nacionalismo irlandés, en lucha permanente con el gobierno de Londres, el alsaciano y el de otras partes de Europa (Cataluña, País Vasco), donde el nacionalismo se presentó como una opción política modernizadora frente al anquilosamiento de los sistemas vigentes.

A comienzos del siglo XX existían muchos signos de transformación en Europa que los regímenes políticos, tanto las democracias liberales como los menos evolucionados, fueron incapaces de incorporar satisfactoriamente al sistema. Por otra parte, el discurso de los líderes políticos y sociales abundó en el recurso a la acusación para diluir las propias responsabilidades: los políticos atribuyeron el deterioro social del país a los socialistas y al movimiento obrero en general, logrando convencer de ello a buena parte de la burguesía, hasta obsesionaría con el peligro revolucionario; los líderes obreros no cesaron de acusar a los gobiernos y a la patronal, y estos últimos no ahorraron invectivas contra el internacionalismo (fuera proletario o masónico) y contra los otros Estados, presentándolos en los momentos de crisis como otros tantos obstáculos para el desarrollo de la propia nación. En el generalizado empeño por hallar culpables, alcanzó fortuna el antisemitismo y, si en algunos países, como en Rusia, se alentaron programas desde las más altas instancias de poder, en casi todos los demás gozaron de popularidad las tesis sobre la desigualdad racial y el desprecio hacia los judíos. El vitalismo, la valoración de lo irracional y otras actitudes mantenidas por pensadores y artistas reforzaron un cuadro propicio al movimiento de masas y a la convulsión social, aprovechado por sectores conservadores para ensalzar la guerra como medio de purificación del país. En Alemania y Austria se extendió el pangermanismo; pero en Francia predicaba la guerra con idéntico entusiasmo Action Francaíse; en Italia, los jóvenes nacionalistas de derecha, con D”Annunzio como personaje relevante; en el Reino Unido adoptaban posturas similares la Liga Naval y la redacción del Times. Con todos sus matices, porque no cabe entenderlo como fenómeno homogéneo, el nacionalismo se convirtió de hecho, a principios de siglo, en el movimiento político más relevante. Esto ha movido a algunos estudiosos a considerarlo como la causa central y principal de la Primera Guerra Mundial, atribuyéndole mayor incidencia que a las disputas diplomáticas y a los problemas políticos internos de los países comprometidos (Farrar, 1995).

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