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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (7 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La colaboración entre las dos cámaras resultó uno de los mayores problemas políticos del II Reich. Al contrario de lo que era habitual en las democracias liberales, en el Reich las leyes eran votadas primero en la cámara alta y sometidas después al Reichstag. De esta forma se producía una contradicción entre las disposiciones constitucionales, que otorgaban el rango superior al Bundesrat, y la práctica política, que sobre todo a partir de la dimisión de Bismarck (1890) reconoció de hecho la primacía al Reichstag. Otro grave problema no resuelto por el texto constitucional fue la delimitación de atribuciones entre el poder federal o imperial y los gobiernos de cada Estado. Las competencias federales se limitaban a la defensa, las relaciones exteriores, el control aduanero y el servicio de correos (salvo en Baviera), pero no disponía de una fuente de recursos potente para hacer frente a estas funciones pues carecía de atribuciones en la percepción de los principales impuestos, competencia de los Estados. Prusia, como Estado más fuerte, mantuvo, en consecuencia, una situación de privilegio, lo cual introdujo muchas dudas sobre el auténtico carácter federal del Reich. Por otra parte, existió una importante contradicción entre el modo de elección del Reichstag y el seguido para el parlamento de Prusia (Landtag). Este último era elegido mediante el sistema de clases: la población prusiana estaba dividida en tres categorías según el nivel de sus rentas y cada una elegía el mismo número de electores, los cuales votaban a los diputados. La primera clase, constituida por las fortunas más consolidadas, representaba aproximadamente al 3% del electorado, pero elegía el mismo número de electores que la tercera, en la que estaba incluido el 80% de los electores. Este sistema permitió la preponderancia en todos los Estados (pero acusadamente en Prusia) de la aristocracia territorial y de la alta burguesía y excluyó de la participación política a las clases medias y, en general, a las masas rurales y urbanas. Sin embargo, gracias al sufragio universal, todas las clases sociales estaban representadas en el Reichstag. Como es de suponer, resultaba inevitable el enfrentamiento entre la tendencia de los diputados del Reichstag a establecer un auténtico régimen parlamentario y la fidelidad de los dirigentes imperiales a la tradición autoritaria. Este choque se acentuó a partir de los años noventa, cuando el emperador Guillermo II, celoso por intervenir en los asuntos políticos fundamentales y por mantener sus prerrogativas, puso al frente del gobierno a personas incapaces de guardar el delicado equilibrio entre instituciones que había caracterizado la época de Bismarck.

Al igual que sucediera en los restantes países con una economía pujante, desde finales del siglo XIX la población alemana incremento sus exigencias políticas y se produjeron importantes variaciones respecto a la época de dominio de Bismarck. A medida que nos acercamos a 1914, los partidos conservadores, cuya base social la constituían los aristócratas terratenientes (junkers), fueron perdiendo terreno y disminuyó notablemente su representación en el Reichstag, aunque mantenían su hegemonía en el ejército y en los niveles superiores de la administración. También retrocedieron los partidos burgueses de corte liberal, entre los que destacaban el nacional-liberal y los progresistas, nutridos por la burguesía acomodada, amplios sectores de la mediana y pequeña burguesía y una parte importante del campesinado. Más firme se mantuvo el partido de Zentrum, católico aunque no se declaraba confesional, gracias a la fidelidad de las masas católicas y de la organización de un potente sistema de propaganda. La fuerza política con mayor auge fue, sin duda, el Partido Socialdemócrata (SPD), reconstituido a partir de 1890 una vez suprimió el canciller Caprivi las leyes de excepción por las que había sido declarado fuera de la ley. El SPD, que combinó los principios revolucionarios marxistas con reivindicaciones inmediatas de carácter práctico (jornada laboral de ocho horas, extensión de la educación, supresión de impuestos indirectos, etc.), fue progresando en cada una de las elecciones al Reichstag y pasó de obtener el 18% de votos en 1890 al 34,8% en 1912, fecha en la que figuró como el grupo parlamentario más numeroso. Como ha señalado Pierre Guillén (1 973, 193), este auge se debió a la capacidad de adaptación del SPD a la sociedad de masas, lo que le permitió ganarse el voto de buena parte del proletariado alemán (aunque no el de los obreros católicos, fieles al Zentrum) y también el de un numeroso grupo de individuos de las clases medias.

La manifiesta transformación política de los partidos contrastó con el conservadurismo de ligas, sociedades (coloniales, agrarias, pangermanistas, de empresarios, etc.), asociaciones estudiantiles y otros grupos de presión caracterizados por un acusado nacionalismo y un espíritu militarista que actuó como contrapeso a cualquier intento de democratización. A su vez, el kaiser Guillermo II no estuvo dispuesto, salvo en los momentos iniciales de su reinado, a concesión alguna de carácter democrático. Con escasa habilidad para coordinar la compleja estructura del Imperio, el emperador escogió para el cargo de canciller a hombres de segunda categoría, distinguidos por la fidelidad a su persona, a los que, sin embargo, destituía de forma sorprendente en cuanto surgía cualquier divergencia. Ninguno de los Sucesores de Bismarck en la cancillería (Caprivi y Hohenlohe en los años noventa, von Bülow de 1900 a 1909 y Bethmann-Holweg entre 1909 y 1917) afrontó con solvencia los grandes problemas de fondo ni intentó seriamente la democratización del Imperio. La política interior de esta época estuvo determinada por la presión de las huelgas obreras y la de los propietarios agrarios, preocupados ante la posibilidad de pérdida de sus privilegios, y la actuación exterior encaminada al cumplimiento del programa de Weltpolitik del kaiser. Alemania llegó a la Guerra Mundial con un régimen político que no era realmente parlamentario, sino «casi constitucional» y con numerosos e importantes rasgos del autoritarismo tradicional.

Las dificultades para extender el sistema democrático no fueron menores en el Imperio Austro-Húngaro, formado a partir de 1867 por dos estados soberanos con instituciones políticas propias: Cisleitania (Austria, Bohemia y Moravia, Galicia, Bukovina) y Transleitania (Hungría, Transilvania, Croacia y Eslovaquia).

En Cisleitania se reconocían desde 1867 las libertades formales, el gobierno era responsable ante un parlamento bicameral y, aunque con limitaciones, existía el derecho de huelga y de sindicación. Con todo, los desequilibraos y las pervivencias-autoritarias eran notables. Como en Alemania, las exigencias democratizadoras de las clases beneficiadas por el progreso industrializador chocaron con la resistencia de la aristocracia y del emperador, Francisco José, dispuestos a determinadas concesiones, pero no a transformar completamente las estructuras autoritarias. Además, nunca se resolvió la relación con los pueblos y naciones integrantes del Estado. Aunque se reconocieron ciertos derechos y el uso de la lengua propia, no se permitió que las entidades nacionales constituyeran un único distrito electoral. Como, por otra parte, el sistema electoral favorecía a nobles y burgueses austriacos, no cesó el descontento de las otras minorías ni las tensiones con Viena. Por lo demás, existió un acusado enfrentamiento entre los dos bloques en que se dividían las fuerzas políticas. Por una parte estaban los liberales, fragmentados entre los burócratas de tradición josefina, aristócratas opuestos a sus homólogos de la corte, y los burgueses, partidarios de la ampliación de libertades y de una legislación social similar a la imperante en el resto de Europa. Por otra, los conservadores, firmes sustentadores del orden tradicional, cuyo apoyo se encontraba entre la nobleza cortesana, el ejército, el alto clero, la aristocracia de origen alemán y los propietarios rurales. Nunca se consiguió articular una mayoría parlamentaria, por lo que fue permanente la inestabilidad ministerial y muy frecuente la disolución del parlamento. Ello obligó al emperador a nombrar por decreto a los gobiernos.

A principios del siglo se agudizaron las reivindicaciones nacionales, en las que estaban firmemente comprometidas las respectivas burguesías y clases nobles. Para debilitar este movimiento se decretó el sufragio universal (1906), con la esperanza de que la acción de las masas actuara de contrapunto a los planteamientos de las elites nacionales. También se facilitó la creación de dos nuevos partidos: el Cristiano-Social y el Socialdemócrata, pues ambos situaban el problema nacional en un segundo plano y se preocupaban ante todo de los asuntos relativos a todo el Imperio. Este procedimiento, sin embargo, no dio los resultados apetecidos. En el seno del Partido Socialdemócrata pronto surgieron tendencias nacionalistas y el Cristiano-Social adoptó un carácter agrarista y se aproximó al conservadurismo, con lo que ganó influencia sobre las masas rurales, pero la perdió entre la burguesía. El campesinado, por lo demás, era profundamente contrario a la industrialización y sumamente crítico con la burguesía judía instalada en la Ringstrasse de Viena, a la que calificaba de demoníaca. No sólo, por tanto, se acentuó la división política, sino que surgieron preocupantes signos claramente antidemocráticos.

En Transleitania dominaban los húngaros, en minoría demográfica en relación con los demás pueblos, pero los únicos que formaban un bloque, dirigido por la aristocracia, con gran influencia en el campesinado. La estructura económica del Estado, fundada en el amplio predominio de la agricultura, no permitió el desarrollo de la burguesía. El parlamento, en consecuencia, estuvo siempre dominado por la nobleza, y aunque surgieron distintos partidos, no resultaron especialmente combativos porque continuamente precisaron de la ayuda de Viena para impedir la completa magiarización del Estado. Así pues, la ausencia de oposición permitió que la nobleza húngara dominara con cierta tranquilidad la vida parlamentaria y, debido a la escasa capacidad reivindicativa de las masas campesinas, los problemas con las minorías resultaron menos acusados que en Cisleitania. Sólo al final del período, con el incremento del desarrollo económico, crecieron las reivindicaciones autonomistas, con visos independentistas en algunos casos.

El progreso en la industrialización, mucho más acusado en Cisleitania que en el resto de territorios, modernizó, en general, la sociedad del Imperio y convirtió a Viena en una de las ciudades más florecientes del mundo por la brillantez de su actividad cultural y su desarrollo urbano. Esto acentuó el contraste entre una burguesía en ascenso, con pretensiones de convertirse en la clase dominante, y una aristocracia decadente, cuya crisis era más que patente a comienzos del siglo. El Imperio Dual, fundado sobre la preeminencia de esta última clase, quedaba como algo anacrónico. La modernización demostró, además, la imposibilidad de mantener el dominio de alemanes y magiares sobre los demás pueblos. Esto dio pie a ciertos planes reformistas que proponían la constitución de una federación de territorios autónomos, para lo cual se confió en el heredero Francisco Fernando, aunque en realidad éste pensaba de forma diferente y, fiel a la tradición imperial, creyó que la solución a la crisis del Imperio pasaba por el ejército, el catolicismo y la lealtad a la monarquía. La construcción, por tanto, de un sistema realmente democrático era empresa difícil de lograr mientras se mantuvieran los elementos básicos del Imperio.

El arcaísmo resultaba aún más acusado en el Imperio ruso, donde tras la relativa actividad reformista del zar Alejandro 11 (1 855-188 l), en cuyo reinado se había decretado la abolición de la servidumbre (1861), se acentuó el carácter autocrático del régimen. Alejandro III (1881-1894) y su sucesor y último zar, Nicolás II, siguieron fielmente los consejos de Konstantin Pobiedonostzev, preceptor de ambos, cuyas ideas eran tan anacrónicas como adaptadas a la tradición rusa: rechazo de cualquier innovación política y de las ideas occidentales, imposición de la ortodoxia religiosa, antisemitismo y rusificación de las minorías integrantes del Imperio. La autocracia zarista, en pleno vigor al comienzo del siglo XX, se basaba en el poder absoluto del zar, quien gobernaba con la ayuda de una estructura burocrática y militar en manos de la nobleza y con el decidido apoyo de la Iglesia Ortodoxa. La autoridad del zar carecía de límites y, aunque existía un senado y un consejo de Estado, ambas instituciones se limitaban a cumplir el papel de meros órganos de asistencia, sin autonomía ni capacidad de decisión. El zar transmitía sus órdenes mediante ukases, contra los cuales no era posible contestación alguna, pues en virtud del concepto del Zar-Batiuchka, el zar era el padre protector y amado de todos los rusos. En los casos de disidencia la policía (okrana) actuaba con contundencia y con frecuencia recurría a la tortura y al castigo físico.

Desde la última década del siglo XIX, el Estado ruso cambió su tradicional política económica de signo agrario y dedicó sus esfuerzos al impulso de la industrialización. Mediante la concesión de amplias facilidades a la inversión de capital extranjero y la masiva importación de tecnología, el Estado creó grandes fábricas dedicadas a la industria siderometalúrgica y militar y desarrolló el ferrocarril. A finales del siglo XIX el crecimiento industrial fue espectacular, alcanzando una tasa media del 8% anual, y aunque al comienzo del siglo XX esta tasa descendió al 6%, era palpable el progreso de la industria en el país. Este cambio económico propició el nacimiento de nuevos grupos sociales (burgueses, clases medias y obreros), que no llegaron a alcanzar un peso apreciable, pero a pesar de ello pronto comenzaron a exigir cambios políticos. En esta dirección se expresó, asimismo, una buena parte del campesinado, muy descontento por el abandono de la agricultura por parte del Estado y por la fuerte presión fiscal. Ello provocó continuas acciones de protesta, rebeliones y huelgas, duramente reprimidas por la policía y el ejército, dirigidas no tanto contra el zar (la pervivencia de la idea del Zar-Batiuschka lo impedía), sino contra la burocracia local y territorial y contra la dirección, asimismo burocratizado, de las empresas industriales.

El descontento general ocasionado por la guerra contra Japón en 1904 provocó en todo el país una aleada de protestas y manifestaciones, aprovechadas por los sectores liberales urbanos para reclamar la democratización del régimen. Las masas de campesinos y obreros industriales, por su parte, expresaron sus quejas por todos los medios a su alcance, en realidad muy escasos, pues no disponían de ningún órgano de representación política, dado que los zemtva, único sistema de representación existente, carecían de capacidad política y se limitaban a cumplir funciones administrativas. El llamado «domingo rojo» de 1905 (9 de enero según el calendario ruso, 22 de enero según el gregoriano) tuvo lugar en San Petersburgo una gran manifestación encabezada por el pope Gapón, cuyas relaciones con la policía eran sospechosas. Con todo respeto se pedía al Zar-Batiuschka algunas reformas constitucionales y el fin de los abusos de que eran objeto los trabajadores, pero el ejército disparó indiscriminadamente contra los manifestantes causando una auténtica carnicería. A partir de ese momento buena parte del pueblo ruso cambió su idea sobre el zar y comenzó a responsabilizarlo directamente de los males de la patria, en lugar de atribuirlos en exclusiva a la nobleza cortesana. Esto resultó determinante para acabar con el mito del Zar-Batiuschka, es decir, para romper el «vínculo sagrado» que unía al zar con su pueblo, sobre el que Nicolás II basaba su fe y la legitimidad de su poder (M. Ferro, 1991, 113). A partir de entonces se levantaron muchas voces pidiendo una constitución y las masas, sobre todo los obreros, irrumpieron con fuerza en la política rusa e incrementaron sus exigencias, siempre encaminadas a la democratización y a la solución de los graves problemas sociales.

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