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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (9 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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En el reparto de África, empresa exclusivamente europea, comenzaron a disputarse la preeminencia el Reino Unido y Francia, empeñados cada uno por su parte en alcanzar una zona de influencia más extensa. En 1898 se llegó al momento de máxima tensión, al encontrarse en Fachoda (al Sur del Sudán) sendos destacamentos militares francés e inglés. La retirada de los franceses evitó la guerra y dejó expedito el camino para la preeminencia británica en África nororiental. A partir de ese momento se hizo efectivo el control del Reino Unido en el Valle del Nilo: en 1902 instaló una guarnición militar permanente en Jartum que sirvió para atajar la rebelión del movimiento mahdita, grupo indígena musulmán que protagonizó la principal resistencia contra el dominio colonial en esta época, y desde 1904, con la firma del acuerdo de la Triple Entente con Francia, cesó el enfrentamiento entre ambas potencias y el Reino Unido gozó de total libertad de acción en la zona. En 1901 completó su dominio en el golfo de Guinea, tras la conversión de Costa de Oro en colonia de la corona. Las dificultades derivadas de la concurrencia alemana en África oriental quedaron aparentemente superadas a favor del Reino Unido tras la incorporación como colonias de la corona británica de las islas Seychelles (1903) y la de Zanzíbar (1913). También en la zona más conflictiva, África del Sur, salió airosa, en principio, la metrópoli. Tras la difícil Guerra de los boers (1899-1902), saldada con una dura represión de los rebeldes en campos de concentración en los que murieron varios millares de civiles, la paz de Vereeniging (mayo de 1902) confirmó el carácter de colonias del Transvaal y de Orange. En 1906 y 1907 ambas colonias adquirieron, respectivamente, un estatuto de autonomía, y en 1910 se consolidó el dominio británico mediante la creación de la Unión Sudafricana, agrupación de las colonias del Cono Sur del continente bajo la autoridad de un gobernador general nombrado por el rey de Inglaterra.

A principios de siglo también Francia adquirió la condición de gran potencia colonial en África. Ello fue posible gracias a la solución de las disputas con el Reino Unido, al recurso a la fuerza armada contra las numerosas rebeliones indígenas y al establecimiento de federaciones para administrar los territorios coloniales. El empleo del ejército resultó determinante para afirmar su dominio en África central y en el Sahel, donde a partir de 1898-1899 logró vencer la resistencia de sus habitantes, sobre todo la de algunos caudillos que operaban en torno al lago Chad, y en 1903 consiguió incorporar esta zona a su imperio con el nombre de colonia de Mali. Al mismo tiempo, las tropas francesas instalaron puntos de control en el Sur de Argelia con el objetivo, entre otros, de incrementar la influencia sobre el sultán de Marruecos, sometido por Francia a múltiples presiones. El incesante acoso sobre Marruecos estuvo acompañado de medidas legislativas en Argelia a favor de los colonos europeos (sobre todo franceses y españoles, estos últimos llegados en número considerable desde comienzos de siglo), quienes crearon en la colonia grandes condominios agrícolas amparados en las facilidades derivadas del presupuesto propio con que la dotó el parlamento francés a partir de 1900. En la Conferencia de Algeciras (enero-abril de 1906) las potencias europeas reconocieron la preponderancia francesa en Marruecos, y Francia aprovechó este éxito diplomático para afirmar su soberanía en el Magreb, considerado territorio vital desde el punto de vista estratégico y económico. El control militar efectivo de la frontera con Argelia y la incesante intromisión en los asuntos marroquíes, a veces incluso mediante actos de fuerza, como la ocupación de Casablanca, condujeron al sometimiento completo de Marruecos, convertido en protectorado franco-español en 1912. Francia completó su dominio colonial en África mediante la creación de federaciones. En 1904 constituyó definitivamente la de África Occidental Francesa (AOF), formada por Senegal, Guinea, Costa de Marfil, Dahomey, Níger y Mauritania, y en 1910 la de África Ecuatorial Francesa (AEF), que abarcaba un extenso territorio limitado al Norte por Libia y el Sahara argelino, al Este y el Sur por Sudán y el Congo y al Oeste por el Atlántico y el Camerún alemán.

La acción de Alemania, la tercera gran potencia colonial en África a comienzos del Siglo, había comenzado poco tiempo antes, en la década de los ochenta del siglo anterior, pero desde 1898 se incrementó de forma considerable, en pugna permanente con las otras metrópolis europeas. El kaiser Guillermo II se había propuesto integrar a Alemania en el grupo de las grandes potencias que participaban en el reparto colonial y logró convencer a la mayoría de los alemanes de la misión histórica, civilizadora y comercial, del II Reich. Alemania debía desarrollar una «política mundial» (Weltpolitik) que le asegurase posiciones estratégicas, la obtención de materias primas, enclaves comerciales y zonas para la inversión de sus capitales. Este programa exigía la participación en primera línea en el reparto de África y Guillermo II puso en ello todo su empeño. Aseguró, por una parte, el control de sus zonas de influencia (en 1898 completó el África Oriental Alemana con la integración de Ruanda, y en 1907 dominó la rebelión de los hotentotes en África Sudoccidental, territorio de instalación, desde años atrás, de más de 3000 colonos alemanes) y pretendió extender su influencia en Marruecos, en concurrencia con Francia. Esta actuación, iniciada en 1898 con el envío al sultanato de un nuevo representante alemán al que acompañaban comerciantes, industriales y un grupo de militares, adquirió tintes preocupantes a partir de 1902. Ese año se constituyó en Berlín una Compañía marroquí que lanzó la idea del reparto de Marruecos entre Francia y Alemania, pretensión que el kaiser intentó materializar mediante actos de presión que provocaron las llamadas «crisis marroquíes», elementos decisivos en la conflictividad internacional anterior a la Guerra Mundial. En enero de 1905, Guillermo II visitó al sultán de Marruecos y denunció el imperialismo francés en la zona, asunto convenientemente aireado por la prensa de ambos países y que provocó una seria crisis política en Francia, saldada con la dimisión del presidente del gobierno Delcassé. El apoyo del Reino Unido y de Rusia y el éxito conseguido por Francia al año siguiente en la Conferencia de Algeciras paralizaron de momento las apetencias germanas. Sin embargo, no abandonó Alemania su pretensión de introducirse en la zona y en julio de 1911, durante los preparativos franceses para convertir Marruecos en protectorado y en una coyuntura especialmente delicada en Europa, donde reinaba el militarismo y la escalada armamentística, Guillermo II envió al puerto de Agadir el cañonero Panther con el pretexto de defender los intereses comerciales alemanes, pero con el objetivo real de forzar a Francia a abandonar su intención de controlar Marruecos. La iniciativa alemana, conocida como «la segunda crisis marroquí», a punto estuvo de desencadenar la guerra, que pudo evitarse gracias a la mediación del Reino Unido y a la firma de un acuerdo entre Francia y Alemania que, en principio, era favorable a esta última: a cambio del cese de sus pretensiones sobre Marruecos, obtuvo territorios para ampliar Camerún, lo que constituía un paso decisivo para absorber, en un futuro inmediato, el Congo francés y el belga, objetivos del programa colonial alemán. El proyecto —truncado por la Primera Guerra Mundial— consistía en crear una amplia zona alemana en el centro de África (la Mittelafrika) completada, con el tiempo, con las colonias portuguesas de Angola y Mozambique.

El gran proyecto expansionista alemán de la Mittelaftika obedecía a los mismos principios utilizados con anterioridad por el Reino Unido en su intento de establecer el eje El Cairo-El Cabo, y por Francia en su propósito de unir Dakar, en la costa occidental, con Djibuti, en la oriental. Tales planes expresaban en toda su extensión el carácter del nuevo imperialismo del comienzo del siglo, cuyo rasgo fundamental consistía en no poner obstáculos a la expansión de las naciones fuertes, sin reparar en las peculiaridades de los territorios sometidos ni tampoco en los derechos históricos e intereses de otros países europeos de segundo rango. Idéntico esquema se intentó aplicar en Asia, el otro gran continente sometido al imperialismo, aunque el «reparto» resultó en este caso mucho más complejo debido a la existencia de unidades políticas de gran raigambre histórica (China, ante todo) y de sociedades con rasgos culturales y religiosos muy definidos, a la presencia histórica de Rusia y a la irrupción de Japón y Estados Unidos. La diversidad de concurrentes limitó las consecuencias de los acuerdos entre el Reino Unido y Francia (con participación esporádica de Alemania), como sucediera en África para resolver los conflictos y, por consiguiente, el imperialismo en Asia no fue un asunto específicamente europeo. Por otra parte, en este continente la lucha entre las potencias imperialistas adoptó ante todo un carácter económico, de ahí la relevancia de la «batalla de las concesiones» o break-up en China (librada entre 1896 y 1902 entre Francia, Reino Unido, Alemania y Rusia) y de las rivalidades entre estas naciones, Estados Unidos y Japón en busca de garantías para las inversiones de capital y el comercio. Todo ello favoreció el permanente estado de agitación de movimientos nacionalistas en distintos lugares (J. Chesneaux, 1969, 31). Tras el episodio popular, a veces magnificado, de la rebelión de los boxers en China (1900), no cesaron los movimientos de esta naturaleza en distintas provincias del Imperio, mientras en otras partes de Asia, sobre todo en la India e Indochina, surgieron partidos nacionalistas, muchas veces relacionados con el islamismo.

Al margen de las luchas por las concesiones en China, el Reino Unido y Francia llegaron a distintos acuerdos que les permitieron garantizar el control de sus territorios coloniales adquiridos con anterioridad o consolidar su influencia en zonas donde su dominio era precario, como en Nuevas Hébridas, archipiélago gobernado a partir del tratado franco-británico de 1906 por una autoridad común. Francia centró su atención en Indochina y no emprendió nuevas acciones de importancia, mientras el Reino Unido se vio comprometido en diversos frentes, aunque los dos núcleos básicos de su imperio oriental siguieron siendo la India y Australia. En 1901 creó la Commonwealth de Australia (incluía Nueva Zelanda, convertida en dominio en 1907), lo que le facilitó el control de las islas británicas del Pacífico, pero le resultó más compleja la protección de su imperio en la India por las disputas territoriales en el Norte con Rusia. Estas se resolvieron gracias al acuerdo de 1907 entre ambas naciones: Persia quedó dividida en tres zonas (la del norte bajo influencia rusa, el centro permaneció independiente y el sur bajo el dominio británico), el Reino Unido renunció al Tíbet, que había ocupado militarmente en 1903, y se anexionó Afganistán, reforzando así la frontera de la India. La incorporación de Ceilán completó la protección del imperio de la India, al que el Reino Unido dedicó una atención especial.

Desde la última década del siglo XIX creció el interés de las grandes metrópolis europeas por sus inversiones en Asia y, de manera especial, en su extremo oriental. No se trataba tan sólo de adquirir ventajosamente materias primas y de vender la producción de la industria europea, sino ante todo de invertir los capitales occidentales disponibles. Por tanto, más que las compañías comerciales, fueron los bancos ligados estrechamente a los grandes intereses industriales los más interesados en la expansión colonial. En consecuencia, resultaba vital garantizarse zonas de influencia y fortalecer, cuando se daba el caso, como sucedía a Francia y al Reino Unido, el imperio colonial disponible. Pero estas dos potencias se hallaron con más competencia de la esperada. Alemania, reciente metrópoli en la zona tras la compra a España de las islas Carolinas, no podía permitirse el lujo de estar ausente. Rusia, por su parte, mantuvo su empeño de expansión en la zona y, sobre todo, aparecieron dos nuevos competidores: Estados Unidos y Japón. Asia se convirtió en el núcleo de la «redistribución del mundo» en la que los participantes eran numerosos y, en consecuencia, la redistribución debía efectuarse mediante una compleja negociación a muchas bandas. Este giro en la actuación imperialista contribuyó a enmarañar las relaciones internacionales, sobre todo por la novedad de la presencia de dos países no europeos, cada uno de ellos empeñado, por distintas razones, en adquirir su parte.

Estados Unidos no permaneció aislado durante el siglo XIX, como se ha mantenido con cierta insistencia. Su intervención en América fue constante, avalada por la doctrina Monroe (1823) y desde 1845 por la teoría del destino manifiesto, según la cual la expansión de Estados Unidos debía realizarse por todo el continente americano. En la segunda mitad de la centuria había iniciado la penetración económica en Asia, pero el objetivo de su política exterior no consistió en adquirir colonias, sino en incrementar la influencia financiera y comercial exigida por su desarrollo industrial. Este sistema, sin embargo, se alteró al final de los años noventa y el gobierno norteamericano, no sin oposición interna, se decidió a tomar parte activa en el reparto colonias. El cambio de política se debió a la popularidad entre los dirigentes del partido republicano y en distintos sectores sociales de las teorías imperialistas y anexionistas difundidas en la última década del siglo XIX, una vez finalizó la «conquista del Oeste». E H. Turner aludió en 1893, en su célebre «teoría de la frontera», a la energía del pueblo norteamericano, capaz de imponerse en los mares y de extender su influencia a los países vecinos y a islas remotas. En el mismo sentido se pronunció un libro de gran éxito publicado pocos años antes, en 1890, por el contraalmirante Alfred Mahan, La influencia del poder marítimo en la historia, 1660-1783, donde se abogaba por la adquisición de bases navales en lugares estratégicos. A finales del siglo XIX el gobierno norteamericano incremento notablemente el poderío de su armada, convirtiéndola en una de las más potentes del mundo, y al mismo tiempo la prensa, sin rehusar el sensacionalismo, abundó en la exaltación de la vitalidad del país y en su misión civilizadora, consistente en la difusión de los grandes valores norteamericanos: la democracia, el espíritu pionero y la libertad. La guerra contra España deparó la ocasión esperada por la prensa amarilla y por los imperialistas más exaltados como Teodoro Roosevelt, y aunque muchos hombres de negocios se pronunciaron en contra de las anexiones coloniales, Estados Unidos se comprometió en ellas. La victoria frente a España consolidó entre los muchos norteamericanos imbuidos del ideario del darwinismo social un estado de ánimo sobre el futuro papel mundial de Norteamérica que se impuso a las consideraciones económicas y estratégicas. El gran país norteamericano tenía sobrada capacidad para superar a las caducas y viejas naciones europeas y, por consiguiente, no debía renunciar a su dominio en el mundo. Así se justificó, y aplaudió, la especie de protectorado ejercido sobre Cuba y Panamá y la anexión de Puerto Rico y de diversas islas en el Pacífico: Hawai, Wake, Guam, parte de Samoa y, sobre todo, Filipinas, por considerar que estaban situadas dentro de la «esfera de intereses» de Norteamérica.

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