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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (34 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Los leones se detuvieron un poco más allá del punto al que llegaban los resplandores de la hoguera. Se produjo entonces una breve sucesión de gruñidos y rugidos anormalmente atroces, durante la cual los gritos gemebundos del indígenas cesaron… para siempre.

Numa reapareció poco después frente a la hoguera. Llevó a cabo una segunda incursión al interior de la
boma
y la sobrecogedora tragedia anterior se repitió de nuevo, con otro indígena que era todo alaridos de terror.

Tarzán se levantó y se estiró perezosamente. Aquel entretenimiento empezaba a aburrirle. Bostezó y emprendió el regreso hacia el claro donde la tribu de Kerchak estaría durmiendo en los árboles circundantes.

Sin embargo, cuando encontró la horqueta en la que solía descansar y se acomodó en ella no experimentó el menor deseo de dormir. Permaneció desvelado largo rato, dedicado a reflexionar y a soñar despierto. Levantó la mirada hacia el cielo y contempló la luna y las estrellas. Se preguntó qué serían y qué fuerza les impediría caer. Tarzán tenía una mente inquisitiva. Su cabeza rebosaba preguntas acerca de todo lo que sucedía a su alrededor, pero nunca encontró a nadie que respondiese a sus interrogantes. Durante la infancia quiso saber y, como no dispuso de prácticamente ninguna fuente de conocimiento que le ilustrase, continuaba invadido, ahora ya en pleno estado viril, por la enorme e insatisfecha curiosidad de un niño.

Jamás se conformaba con limitarse a observar las cosas que sucedían: deseaba saber
por qué
sucedían. Necesitaba averiguar qué era lo que determinaba el que ocurrieran las cosas. El secreto de la vida le interesaba de manera inconmensurable. El milagro de la muerte era algo que no conseguía entender en absoluto. Había examinado en innúmeras ocasiones la estructura interior de sus víctimas y una o dos veces les abrió la caja torácica a tiempo de ver que el corazón todavía palpitaba.

La experiencia le había enseñado que cuando el cuchillo se clavaba en aquel órgano, nueve de cada diez veces provocaba la muerte instantánea, mientras que si las cuchilladas las infería en otras partes del cuerpo de un adversario, podía repetirlas y repetirlas, sin que el antagonista quedase anulado, sin capacidad para seguir en pie. De modo que llegó a pensar que el corazón o, como él lo llamaba, «la cosa roja que respira», era la sede y el origen de la vida.

Ignoraba por completo cuanto se refería al cerebro y sus funciones. Quedaba lejos de sus entendederas el proceso mediante el cual las percepciones sensoriales se transmiten al cerebro, donde se traducen, se clasifican y se etiquetan. Pensaba que el conocimiento estaba en sus dedos cuando tocaban algo, en sus ojos cuando lo veían, en sus oídos cuando escuchaban y en su olfato cuando olía.

Consideraba que la garganta, la epidermis y los cabellos que cubrían su cabeza eran los tres centros principales de la emoción. Cuando mataron a Kala, una peculiar sensación de ahogo se apoderó de su garganta; el contacto con Histah, la serpiente, desplegaba por la piel de todo su cuerpo una impresión de lo más desagradable; y cuando se aproximaba un enemigo, lo pelos de la nuca siempre se le ponían de punta.

Imaginad, si os es posible, a un chiquillo frente a las maravillas de la naturaleza, un mozalbete repleto de preguntas y rodeado exclusivamente por animales de la selva para quienes los interrogantes que Tarzán pudiera plantearles resultarían tan extraños como el sánscrito. Si preguntaba a Gunto qué producía la lluvia, el viejo simio se le quedaría mirando durante unos segundos con expresión atónita y luego, sin más, volvería a reanudar su interesante y edificante búsqueda de pulgas; y cuando se dirigió a Mumga, que era aún más viejo y en consecuencia debía saber más, aunque no ocurría así, y le interrogó acerca del motivo por el que ciertas flores se cerraban cuando Kudu abandonaba el cielo, mientras otras se abrían durante la noche, le sorprendió mucho comprobar que Mumga ni siquiera se había percatado de que se produjeran esos hechos interesantes, aunque el viejo simio podía determinar sin equivocarse en dos centímetros dónde estaba oculta la lombriz más gruesa y suculenta.

Para Tarzán aquellas cosas eran auténticos prodigios. Cautivaban su inteligencia y su imaginación. Veía que las flores se cerraban y se abrían; observó que algunas siempre tenían vuelta su cara hacia el sol; notó que había hojas que no cesaban de moverse aunque no soplara airecillo alguno; comprobó que las enredaderas se deslizaban y trepaban como seres animados por los troncos y las ramas de los grandes árboles; para Tarzán de los Monos las flores, las enredaderas y los árboles eran seres ya vivos. Les hablaba a menudo, lo mismo que hablaba a Goro, la luna, y a Kudu, el sol, y siempre se sentía decepcionado cuando no le contestaban. Les formulaba preguntas, pero ellos no le podían responder, aunque él estaba seguro de que el susurro de las hojas era el lenguaje en que ellas se hablaban unas a otras.

Atribuía la existencia del viento a los árboles y las hierbas. Creía que éstos lo creaban al agitarse de un lado a otro. No podía explicarse de otra manera aquel fenómeno. La lluvia había acabado por asignársela a las estrellas, la luna y el sol; pero esta hipótesis resultaba poco atractiva y nada poética.

Aquella noche, mientras permanecía tendido en el lecho de la rama, dedicado a pensar, en su fértil fantasía se encendió de pronto la chispa de una explicación para las estrellas y la luna. Le dominó una oleada de excitación. Taug dormía en una horqueta próxima. Tarzán fue a situarse junto a él.

—¡Taug! —llamó. El enorme simio se despertó instantáneamente, erizado el pelo al suponer que aquella llamada nocturna representaba algún peligro. Tarzán señaló las estrellas y exclamó—: ¡Mira, Taug! Mira los ojos de Numa y Sabor, de Sheeta y Dango. Aguardan alrededor de Goro, al acecho, para saltar sobre él y matarlo. Mira los ojos, la nariz y la boca de Goro. Y la luz que resplandece en su cara es el fulgor de la gran fogata que ha encendido para ahuyentar a Numa y Sabor y a Dango y Sheeta.

»¡Como ves, todo lo que hay a su alrededor son ojos, Taug! Pero no se acercan mucho al fuego… Pocos son los ojos que están cerca de Goro. ¡El fuego los asusta! Es el fuego lo que libra a Goro de caer en poder de Numa. ¿Lo ves, Taug? Cualquier noche, Numa estará muy hambriento y muy furioso… Entonces saltará por encima de los arbustos espinosos que rodean a Goro y ya no habrá más luz cuando Kudu se retire en busca de su refugio… La noche será tenebrosa, con esa negrura que la invade cuando Goro tiene pereza y duerme hasta bien entrada la noche, o cuando vaga por el cielo diurno, olvidado de la selva y de los que la habitan.

Con expresión estúpida, Taug miró al cielo y después a Tarzán. Una estrella fugaz descendió meteóricamente, dibujando en el cielo una línea flamígera.

—¡Mira! —exclamó Tarzán—. Goro ha arrojado a Numa una rama encendida.

Taug rezongó:

—Numa está ahí abajo. Numa no caza por encima de los árboles.

Pero miró con curiosidad y con cierta dosis de aprensión a las estrellas que brillaban sobre su cabeza, como si las viese por primera vez. Y es que, indudablemente, era la primera vez que las veía, aunque habían estado en el cielo todas las noches de la vida de Taug. Para éste, venían a ser lo mismo que las preciosas flores silvestres de la jungla: no podía comerlas y, por lo tanto, no les prestaba la menor atención.

Taug se removió, nervioso. Permaneció largo tiempo allí tendido, sin poder dormir, con la mirada puesta en las estrellas —los ojos centelleantes de los animales de presa que rodeaban a Goro, la luna— y en Goro, bajo cuya claridad bailaban los monos al ritmo de los tambores de barro. Si Numa devorase a Goro, ya no habría más
dum dum
. Tal idea dejó a Taug abatidísimo. Miró a Tarzán con ojos medio temerosos. ¿Por qué era su amigo tan distinto a los demás miembros de la tribu? De cuantos monos había conocido Taug hasta entonces, ninguno tenía ideas tan extrañas como Tarzán. El simio se rascó la cabeza y, confusamente, se preguntó si Tarzán sería un compañero de fiar.

Luego, a través de un laborioso proceso mental, fueron acudiendo lentamente a su memoria los servicios que le había prestado y comprendió que le había ayudado más y mejor que cualquiera de los otros monos, incluidos los más robustos y sabios machos de la tribu.

Tarzán fue quien le liberó de los indígenas precisamente en aquellos días en que él, Taug, creía que su compañero deseaba a Teeka. Fue Tarzán quien salvó de la muerte al pequeño
balu
de Taug. Fue Tarzán quien concibió y llevó a cabo la persecución del simio que secuestró a Teeka y quien hizo posible el rescate. Tarzán había luchado y derramado su sangre por Taug en tantas ocasiones que éste, aunque no era más que un simio bestial, llevaba grabada a fuego en su cerebro una lealtad hacia su compañero tan inquebrantable que nada podía alterar… Su amistad hacia Tarzán se había convertido en una costumbre, casi en una tradición, que perduraría en tanto Taug viviese. Éste nunca le manifestaba a Tarzán la menor demostración de afecto —le gruñía con el mismo entusiasmo feroz que a cualquiera de los otros machos que se le acercase mientras estaba comiendo— pero hubiera dado la vida por él. Lo sabía, lo mismo que lo sabía Tarzán; pero los simios no hablan de tales cosas: su vocabulario, en lo que se refiere a los instintos y sentimientos más nobles, consiste más en actos que en palabras. Sin embargo, Taug estaba ahora preocupado y se durmió con las extrañas palabras de su amigo aún dándole vueltas en la cabeza.

Volvió a pensar en ellas al día siguiente y, sin que ello representara deslealtad alguna, le contó a Gunto lo que Tarzán había sugerido acerca de los ojos que rodeaban a Goro y la posibilidad de que tarde o temprano Numa atacase a la luna y la devorase. Los monos asignan el género masculino a todas las cosas grandes de la naturaleza, de forma que Goro, al ser la criatura de mayor tamaño que había en el cielo durante la noche, era para ellos un macho.

Gunto se arrancó con los dientes un trocito de uña y recordó que Tarzán había comentado una vez que los árboles conversaban entre sí. Gozán, por su parte, contó una vez más que en cierta ocasión había visto al hombre mono bailar a solas, a la luz de la luna, con Sheeta, la pantera. Lo que ignoraban era que Tarzán había enlazado a la fiera y que ató la cuerda a un árbol antes de descender al suelo y ponerse a dar saltos y cabriolas ante el encabritado felino, para incordiarle un poco.

Otros monos aportaron su grano de arena explicando que habían visto a Tarzán cabalgando a lomos de Tantor, el elefante. No faltó quien recordara que había traído a Tibo, el chico negro, a la tribu. También hubo quien sacó a relucir la costumbre que tenía Tarzán de entretenerse con aquellos objetos misteriosos que había en el extraño refugio situado junto al mar. Nunca supieron entender lo que representaban los libros y, después de habérselo enseñado a un par de miembros de la tribu y comprobar que ni siquiera las ilustraciones causaban impresión alguna en su cerebro, el hombre mono renunció a sus intentos educativos.

Tarzán no es un mono —dictaminó Gunto—. Traerá aquí a Numa para que nos devore, como lo está llevando allá arriba para que se coma a Goro. Deberíamos matar a Tarzán.

Taug se erizó automáticamente. ¡Matar a Tarzán!

—¡Antes tendréis que matar a Taug! —exclamó.

Y se alejó, en busca de cosas que comer.

Pero unos cuantos monos se unieron a los conspiradores. Recordaban muchas de las cosas que había hecho Tarzán, cosas que los monos no hacían y que eran incapaces de comprender. Gueto expresó en voz alta de nuevo su opinión de que había que eliminar al tarmangani, el mono blanco, y los otros, aterrados por las historias que habían oído de Tarzán y pensando que éste pretendía acabar con Goro, manifestaron su conformidad a la propuesta mediante gruñidos.

Toda oídos, Teeka formaba parte de aquel grupo, pero su voz fue la única que no se alzó para votar a favor del proyecto. Lo que hizo la simia, en cambio, fue erizarse, enseñar los colmillos y marcharse de allí, en busca de Tarzán. Pero no dio con él, porque el hombre mono se había alejado mucho, en busca de comida. Sin embargo, encontró a Taug y le refirió lo que Gunto y sus acólitos estaban planeando. Taug pateó el suelo y rugió. Sus ojos sanguinolentos echaron chispas iracundas, su labio superior se contrajo hacia arriba para dejar al descubierto los colmillos de combate y se le erizaron los pelos del espinazo. En aquel preciso instante, un imprudente roedor apareció en el claro y Taug dio un salto para atraparlo. En cuestión de un instante pareció haber olvidado su cólera contra los enemigos de Tarzán; pero así funciona el cerebro del simio.

A varios kilómetros de distancia, Tarzán de los Monos se repantigaba encima de la amplia cabeza de Tantor, el elefante. Con la afilada punta de un palo rascaba la piel del proboscidio por debajo de las orejas, al tiempo que contaba al colosal paquidermo todos los pensamientos que le bullían bajo la negra cabellera.

Tantor entendía poco, o nada, de lo que le estaba diciendo, pero Tantor era un buen oyente. Oscilando de un lado a otro, disfrutaba de la compañía de su amigo, un amigo al que apreciaba mucho, y asimilaba las deliciosas sensaciones que le producía la áspera caricia del palo.

Numa, el león, percibió el olor a hombre y fue aproximándose cautelosamente hasta avistar la posible presa acomodada en la cabeza del formidable elefante. Defraudado al verla allí, dio media vuelta, gruñó, rezongó y marchó en busca de algún terreno de caza más propicio.

El elefante captó también las emanaciones de Numa, que la tenue brisa llevó hasta su olfato, alzó la trompa y barritó con estruendo. Tarzán se estiró placenteramente sobre el lomo, tendido boca arriba cuan largo era encima de la ruda piel. Una nube de moscas se puso a zumbar encima de su cara, pero las ahuyentó agitando perezosamente una frondosa rama que arrancó de un árbol.

—Tantor —se dirigió al elefante—, es estupendo estar vivo. Es bueno tenderse a la sombra y disfrutar de su frescura. Es bueno contemplar las hojas verdes de los árboles y el brillante colorido de las flores… Admirar todo lo que
Bulamutumumo
ha puesto aquí para nuestra satisfacción. Es muy bueno con nosotros, Tantor. Él te proporciona cortezas, hojas tiernas y espléndidas hierbas para que te alimentes. Para mí ha puesto en la selva a Bara, Horta y Pisah, además de frutas, cocos y raíces. A cada uno le facilita el alimento que más le gusta. Y lo único que pide es que seamos lo bastante fuertes o lo bastante listos para echarnos adelante y cogerlo. Sí, Tantor, vivir es algo estupendo. No me gustaría nada morir.

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