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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (35 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Tantor produjo un ruidillo con la garganta y elevó la trompa, curvándola para acariciar con la punta una de las mejillas de Tarzán.

—Tantor-dijo entonces Tarzán, —vuélvete y sigue apacentando en dirección a la tribu de Kerchak, el gran mono, a fin de que Tarzán pueda regresar a casa encima de tu cabeza y sin tener que caminar.

El paquidermo dio media vuelta y anduvo despacio por la amplia senda, que los árboles cubrían con la bóveda de sus ramas. Hacía un alto de vez en cuando para arrancar una ramita tierna o un trozo de corteza comestible de un árbol contiguo al camino. Tarzán iba tendido boca abajo sobre la cabeza y el lomo del animal, con las piernas colgando a ambos costados, la cabeza apoyada en las palmas de las manos y los codos sobre el ancho cráneo. Así efectuaron su lento regreso hacia el lugar donde se reunían los monos de la tribu de Kerchak.

Poco antes de que llegaran al claro, desde el norte, accedía a él por el sur otra figura, la de un robusto y bien formado guerrero negro, que emergió cautelosamente de la jungla, alertas todos los sentidos para no dejarse sorprender por alguno de los numerosos peligros que podían acecharle a lo largo del camino. Sin embargo, pasó sin que lo molestaran por debajo del centinela apostado en la copa de un árbol del ángulo sur que dominaba la ruta por esa dirección. El simio de guardia permitió el paso del gomangani porque vio que iba solo, pero en cuanto el indígena puso el pie en el calvero, resonó a su espalda un estruendoso «¡Kriiegah!», al que siguió un inmediato coro de respuestas que llegaban de todas direcciones, para indicar que los machos se apresuraban a saltar de árbol en árbol para acudir a la llamada de su compañero.

El negro se había detenido en seco al oír el primer grito. Miró a su alrededor. No vio a nadie, pero había reconocido la voz de los hombres peludos de los árboles a los que tanto temían los de su pueblo, no sólo por la fuerza y ferocidad de aquellos seres salvajes, sino también por el terror supersticioso que engendraba en sus espíritus el aspecto aparentemente humano de los simios.

Pero Bulabantu no era ningún cobarde. Oyó a los monos que lo cercaban; comprendió que la huida era probablemente imposible, de modo que se mantuvo en sus trece, con el venablo dispuesto en la mano y el grito de guerra vibrándole en los labios. Vendería cara su vida Bulabantu, lugarteniente de Mbonga, el jefe.

Tarzán y Tantor se encontraban a escasa distancia del claro cuando el primer grito de aviso del centinela surcó el aire tranquilo de la jungla. Como un relámpago, el hombre mono saltó del lomo de Tantor a la rama de un árbol próximo y se desplazó a toda velocidad rumbo al calvero, al que llegó antes de que se hubieran extinguido los ecos del primer «¡Kriieg-ah!». Al presentarse allí vio que una docena de machos rodeaban a un solo gomangani. Al tiempo que emitía un grito que helaba la sangre, Tarzán se lanzó al ataque. Odiaba a los negros incluso más que los monos y allí se le presentaba la ocasión de acabar con uno en terreno descubierto. ¿Qué era lo que había hecho el gomangani? ¿Había matado a un miembro de la tribu de Kerchak?

Tarzán se lo preguntó al simio que tenía más cerca. No, el gomangani no había hecho daño a nadie. Gozán, que montaba guardia en el sur, lo había visto llegar por el bosque y avisó a la tribu… Eso era todo. El hombre mono se abrió paso a través de los simios congregados en tomo al negro, ninguno de los cuales había alcanzado el punto de exaltación frenética imprescindible para desencadenar un ataque. Se colocó en un lugar desde el que pudo ver de lleno al indígena. Lo reconoció al instante. Era el mismo que la noche anterior se había enfrentado a los ojos que brillaban en la oscuridad, mientras sus compañeros permanecían encogidos, aplastándose contra el suelo, a sus pies, demasiado estremecidos por el pánico para defenderse siquiera. Era un hombre valiente y el valor inspiraba a Tarzán una profunda admiración. Incluso el odio que sentía hacia los negros no constituía una pasión tan intensa como su amor a la valentía. Para él representaba un placer tremendo luchar con un guerrero negro casi en cualquier momento y circunstancia; pero a aquel no deseaba matarlo… Tarzán tuvo la vaga sensación de que el hombre se había ganado el derecho a seguir viviendo por la arrojada defensa que hizo de su vida la noche anterior. Y tampoco le gustaba lo más mínimo que el solitario guerrero indígena se encontrara en semejante inferioridad frente a tanto antropoide enemigo.

Tarzán se dirigió a los monos.

—Volved a vuestro almuerzo —articuló— y dejad que el gomangani se vaya en paz. No nos ha hecho ningún daño y anoche le vi enfrentarse a Numa y Sabor combatiéndolos con fuego, él solo en medio de la jungla. Es un valiente. ¿Por qué vamos a matar a un valiente que no nos ha atacado? Dejadle marchar.

Los simios refunfuñaron. Se sentían contrariados.

—¡Matemos al gomangani! —gritó uno.

—Sí —rugió otro—. Matemos al gomangani y también al tarmangani.

—¡Matemos al mono blanco! —arengó Gozán—. ¡No es un mono, sino un gomangani que se ha quitado la piel!

—¡Matemos a Tarzán! —mugió Gunto—. ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!

Los machos empezaban ya a entrar en la dinámica del frenesí asesino, pero la dirigían más contra Tarzán que contra el negro. Una forma peluda se abrió paso entre ellos, apartando a empujones a los que se le interponían, arrojándolos a un lado como un hombre pudiera hacerlo con un niño. Era Taug…, el gigantesco y salvaje Taug.

—¿Quién ha dicho «¡Matemos a Tarzán!».? —preguntó—. Quien pretenda matar a Tarzán tendrá que pasar antes por encima de mi cadáver. ¿Quién puede matar a Taug? Taug os arrancará las entrañas y se las echará a Dango para que se las coma.

—Podemos mataros a todos —replicó Gunto—. Nosotros somos muchos y vosotros sois pocos.

Tenía razón. Tarzán comprendió que tenía razón. Taug también lo sabía, pero ninguno de los dos iba a admitir tal posibilidad. Eso no entraba en las pautas de los monos machos.

—¡Yo soy Tarzán! —proclamó el hombre mono—. Soy Tarzán. Poderoso cazador; invencible luchador. ¡En toda la selva no hay nadie tan formidable como Tarzán!

Acto seguido, los machos del bando contrario enumeraron uno tras otro sus virtudes y sus hazañas. Y durante todo el tiempo los adversarios fueron acercándose unos a otros. Así se comportan los machos para entrar en situación y prepararse antes de entablar combate.

Con las piernas envaradas, rígido y erguido, Gunto se adelantó hasta situarse ante Tarzán. Lo olfateó, con los colmillos al aire. Tarzán correspondió con un gruñido sordo, retumbante y amenazador.

Podían repetir aquel rito una docena de veces, pero tarde o temprano uno de los machos se abalanzaría sobre el otro y a continuación los dos belicosos bandos se enzarzarían en el cuerpo a cuerpo, dispuestos a desgarrar al enemigo a dentellada y zarpazo limpio.

Bulabantu, el indígena, se había quedado inmóvil en el instante en que vio a Tarzán abrirse paso entre los simios y contemplaba la escena con los ojos desorbitados por el asombro. Había oído hablar mucho de aquel dios-demonio que convivía con la peluda gente arbórea, pero nunca lo había visto a plena luz del día. Lo conocía de oídas bastante bien gracias a las descripciones de los que le habían visto y los fugaces vistazos que pudo echar al merodeador en el curso de algunas de las diversas ocasiones en que el hombre mono irrumpió por la noche en la aldea de Mbonga, el jefe, para perpetrar una de sus fantasmales bromas.

Naturalmente, Bulabantu no podía entender nada de lo que ocurría entre Tarzán y los simios; pero sí pudo darse cuenta de que el hombre mono y uno de los machos de mayor tamaño estaban empeñados en una discusión con los demás. Observó que ambos, de espaldas a él, se interponían entre su persona y el resto de la tribu y supuso, aunque le parecía improbable, que podían haber salido en su defensa. El indígena sabía que, en cierta ocasión, Tarzán perdonó la vida a Mbonga, y que también había ayudado a Tibo y a Momaya, la madre de éste. De modo que tampoco era imposible que echase una mano a Bulabantu; pero de lo que el negro no tenía idea era cómo podría intentarlo o conseguirlo ya que, a decir verdad, la inferioridad en que se encontraba Tarzán era abrumadora.

Gunto y los otros obligaban a Tarzán y Taug a retroceder poco a poco hacia Bulabantu. El hombre mono recordó las palabras que poco antes había derramado sobre Tantor «Sí, Tantor, vivir es algo estupendo. No me gustaría nada morir». Ahora comprendía que estaba a punto de morir, porque la irritación de los grandes machos contra él aumentaba por segundos. Todos desconfiaban de él y había muchos que siempre le odiaron. Sabían que era diferente a ellos. Tarzán también lo sabía, pero se alegraba de que fuera así: él era un HOMBRE; lo había aprendido en los libros ilustrados, y se enorgullecía de esa diferencia. Aunque estuviese a punto de ser hombre muerto.

Gunto se disponía a descargar su ataque. Tarzán conocía los indicios. Y no ignoraba que el resto de los machos se lanzarían a la carga en cuanto lo hiciera Gunto. Y en cuestión de segundos todo habría terminado. Algo se movió entre la vegetación de la parte opuesta del claro. Tarzán lo vislumbró en el preciso instante en que Gunto lanzaba el aterrador alarido de desafío del mono macho y se precipitaba hacia adelante. Tarzán emitió una llamada singular y encogió el cuerpo para hacer frente a la acometida de Gunto. Taug también se agachó y Bulabantu, ya con la certeza de que aquellos dos individuos estaban de su parte, enarboló el venablo y de un salto se colocó entre ellos para recibir el primer asalto del enemigo.

Simultáneamente irrumpió en el claro una masa de colosal volumen que salió de la jungla por la retaguardia de los machos lanzados al ataque. El barritar de un elefante loco furioso se elevó penetrante por encima de los gritos que emitían los antropoides, cuando Tantor se precipitó veloz a través del claro en ayuda de su amigo.

Gunto no llegó a caer sobre el hombre mono, ni los colmillos de nadie se clavaron en carne enemiga. El rimbombante trompeteo del desafío de Tantor impulsó a los machos a abandonar el campo de batalla y emprender la huida a la desbandanda hacia los árboles, aunque, eso sí, sin dejar de gruñir y refunfuñar, con cara de malas pulgas. Taug huyó con ellos. Sólo permanecieron donde estaban Tarzán y Bulabantu. Éste se quedó porque vio que el dios-demonio no salia corriendo y porque tenía el valor suficiente para plantar cara a aquella muerte cierta y terrible junto a alguien que, evidentemente, había expuesto su vida para intentar salvar la de él.

Pero, con enorme sorpresa, el gomangani vio que el formidable elefante se detenía frente al hombre mono y le acariciaba con su larga y sinuosa trompa.

Tarzán se dirigió al negro.

—¡Vete! —dijo en el lenguaje de los simios, y señaló en dirección a la aldea de Mbonga.

Bulabunto comprendió el gesto, si no la palabra, y no perdió tiempo en obedecer. Tarzán estuvo observando su marcha hasta que el indígena se perdió de vista. Sabía que los monos no iban a perseguirle. Entonces dijo al elefante:

—¡Súbeme!

Y Tantor lo cogió con la trompa y se lo puso encima de la cabeza.

Tarzán va a la guarida que tiene junto al agua grande —voceó el hombre mono, dirigiéndose a los simios que ocupaban los árboles—. Todos vosotros, salvo Taug y Teeka, sois más estúpidos que Manu, el mico. Taug y Teeka pueden ir allí a ver a Tarzán, pero los otros vale más que se mantengan a distancia. Para Tarzán, la tribu de Kerchak ha terminado.

Espoleó a Tantor con los encallecidos dedos del pie y el monumental paquidermo atravesó el claro, salió de él y los monos se dedicaron a observar a la pareja hasta que la selva se los tragó.

Antes de que cayera la noche, Taug mató a Gunto, al que desafió a una pelea a muerte por haber atacado a Tarzán.

Durante una luna, la tribu no vio ni rastro de Tarzán de los Monos. Probablemente a muchos de sus miembros les tenía sin cuidado, pero no faltaban los que le echaron en falta mucho más de lo que Tarzán podía imaginar. Taug y Teeka deseaban a menudo que volviera y, en una docena de ocasiones, Taug se mostró decidido a ir a visitarle a su refugio de la playa, pero primero una cosa y después otra, siempre había algo que se lo impedía.

Una noche, cuando Taug yacía despierto en su lecho arbóreo, con la mirada en el estrellado cielo, recordó las cosas extrañas que Tarzán le había sugerido una vez: que aquellos puntos brillantes eran los ojos de los devoradores de carne que acechaban en la oscuridad de la selva del cielo a la espera del momento oportuno para abalanzarse sobre Goro, la luna, y comérsela. Cuanto más meditaba en aquello, más inquieto se sentía.

Y entonces sucedió algo rarísimo. Mientras contemplaba a Goro, Taug vio que de pronto desaparecía un trozo del borde, justo como si alguien estuviera royéndola. El corte en el costado de Goro fue haciéndose cada vez mayor. Taug se puso en pie al tiempo que soltaba un grito. Su frenético «¡Kriieg-ah!» atrajo sobre él a la tribu en pleno, que, aterrorizada, era todo gritos y parloteos.

—¡Mirad! —señaló Taug la luna—. ¡Mirad! ¡Es como Tarzán lo anunció! Numa ha saltado por encima de las llamas y está devorando a Goro. Insultasteis a Tarzán y lo echasteis de la tribu. Ved ahora lo sabio que es Tarzán y la razón que tenía. Uno de vosotros, los que odiabais a Tarzán, que acuda ahora en ayuda de Goro. Observad los ojos que brillan en la selva oscura alrededor de Goro. Goro está en peligro y nadie puede ayudarlo… Nadie, salvo Tarzán. Numa no tardará en devorar del todo a Goro y cuando Kudu se retire a su cubil ya no tendremos luz. ¿Cómo bailaremos el
dum dum
sin la luz de Goro?

Los simios gemían y temblaban. Cualquier manifestación de los poderes de las naturaleza siempre los llenaba de pavor, porque no podían entenderla.

—¡Id y traed a Tarzán! —exclamó uno de los simios y, a continuación, el grito de «¡Tarzán!» fue un clamor general.

—¡Tarzán! ¡Traed a Tarzán! ¡Tarzán salvará a Goro! —¿Pero quién se atrevería a aventurarse por la selva en la oscuridad de la noche para ir a buscar a Tarzán?

—Iré yo —se brindó Taug.

Un instante después atravesaba las tinieblas estigias en dirección a la pequeña bahía.

Y mientras esperaban, los integrantes de la tribu de Kerchak contemplaron la paulatina desaparición de la luna, que se veía devorada poco a poco. Numa ya se había comido un gran trozo semicircular. A aquel ritmo, Goro habría dejado de existir completamente antes de que Kudu se presentara de nuevo. Los monos trepidaban de miedo ante la idea de una perpetua oscuridad durante la noche. No podían dormir. Se movían nerviosos e inquietos de un lado a otro, por las ramas de los árboles, sin quitarle ojo al Numa del cielo entregado a su mortífero banquete. Aguzaban el oído, anhelantes de oír el regreso de Taug acompañado de Tarzán.

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