Ante sí se abría aquella bostezante oquedad, un pozo que debió de suponer sin fondo, mientras que a derecha e izquierda se extendía la selva primitiva, no hollada aún por el hombre. Al tiempo que soltaba un agudo barrito, la monumental bestia efectuó un repentino giro de noventa grados y emprendió la tarea de abrirse paso estruendosamente por un sólido muro de vegetación enmarañada, que hubiera detenido a cualquier otra criatura salvo a él.
Erguido en el mismo borde del foso, Tarzán esbozó una sonrisa al ver la nada honrosa huida' de Tantor. Los negros no tardarían en presentarse. Lo mejor que podía hacer Tarzan de los Monos era esfumarse. Desde el filo del hoyo, Tarzán se dispuso a dar el primer paso y, al cargar todo el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda, el suelo cedió bajo su pie. Tarzán hizo un esfuerzo hercúleo para lanzarse hacia adelante, pero ya era demasiado tarde. Cayó de espaldas hacia el fondo del pozo, hacia las agudizadas estacas que habían plantado allí los negros.
Cuando llegaron los indígenas, instantes después, vieron que Tantor se les había escapado. Se dieron cuenta de ello incluso de lejos, porque el agujero abierto en la cubierta del foso era demasiado reducido para que por él hubiera pasado la montañosa mole de un elefante. Al principio creyeron que su presunta víctima hubiera posado una de sus enormes plantas en alguna de las tablas superficiales y que, advertido de su escasa resistencia, se habría echado atrás. Pero cuando se acercaron al borde y echaron una mirada hacia abajo, el asombro hizo que sus ojos estuvieran en un tris de salirseles de las órbitas, porque, silenciosa e inmóvil, yacía en el fondo la figura desnuda de un gigante blanco.
Varios indígenas, los que anteriormente habían visto ya a aquel dios de la selva, retrocedieron aterrados, sobrecogidos por la presencia de aquel ser, al que más de uno atribuía la facultad de poseer los portentosos poderes de un demonio. Sin embargo, otros se adelantaron con decisión, animados por la idea única de capturar a un enemigo. Estos últimos fueron los que saltaron al fondo y sacaron del hoyo a Tarzán de los Monos.
Su cuerpo no presentaba heridas. No le había atravesado la piel la punta de ninguna estaca… Sólo tenía un chichón en la base del cráneo, hinchazón que por sí misma revelaba la índole de la magulladura. Al desplomarse de espaldas, la cabeza chocó con la parte lateral de una de las estacas y el impacto le dejó sin sentido. Los negros se dieron cuenta de ello en seguida y se apresuraron a atarle de pies y manos, antes de que recuperara el sentido, ya que la experiencia les había inculcado un sano respeto hacia aquel hombre extraño que convivía con los peludos individuos de los árboles.
Apenas habían recorrido una breve distancia cargados con él, cuando los párpados de Tarzán se agitaron para, un segundo después, abrirse por completo. El hombre mono miró a su alrededor con expresión desorientada, pero en seguida recuperó la consciencia y se hizo cargo de la gravedad de su situación. Acostumbrado casi desde que nació a confiar exclusivamente en sus propios recursos, ni por asomo se le pasó por la cabeza la idea de pedir auxilio ajeno, sino que dedicó todos sus esfuerzos mentales a considerar a fondo las posibilidades de huida que le brindaba su propia capacidad, sus propios medios y sus propias fuerzas.
No se atrevió a probar la fortaleza de las ligaduras mientras le transportaban los indígenas, por temor a que éstos lo observaran y, por si acaso, decidieran reforzarlas. Los negros se percataron en seguida de que había recobrado el sentido y, como malditas las ganas que tenían de cargar con aquel gigante a través de la jungla y con el sofocante calor que reinaba allí, le pusieron en pie, le desataron los tobillos y le obligaron a caminar entre ellos. De vez en cuando le aguijoneaban con los venablos, aunque en ningún momento dejaron de manifestar el temor supersticioso que les inspiraba.
Al comprobar que los pinchazos no arrancaban al prisionero la más leve evidencia de que le causaran sufrimiento, el reverencial temor de los negros aumentó, lo que, por otra parte, los indujo a dejar de clavarle la punta de los venablos, medio convencidos de que el gigante blanco era un ser sobrenatural y, por lo tanto, inmune al dolor físico.
Cuando se aproximaban a la aldea, llenaron el espacio con los gritos de victoria de los guerreros triunfantes, de forma que al llegar a la puerta del poblado, entre algazara de bailes y mucho blandir de venablos, una gran multitud de hombres, mujeres y niños se había congregado allí para darles la alborozada bienvenida y escuchar el relato de su aventura.
Cuando los ojos de los habitantes de la aldea se posaron en el prisionero, empezaron a desorbitarse como locos mientras las mandíbulas se abrían hasta amenazar con desencajarse a causa del asombro y la incredulidad. Durante meses y meses su vida era un infierno de perpetuo terror, producido por aquel misterioso y sobrenatural demonio blanco, al que pocos eran los que, después de echarle una ojeada, sobrevivieron para describirlo. Varios guerreros se habían volatilizado en los caminos, casi a la vista de la aldea, e incluso mientras marchaban en medio de sus camaradas, desapareciendo tan inexplicable y completamente como si se los hubiera tragado la tierra. Y luego, por la noche, sus cadáveres cayeron como llovidos del cielo en la calle del poblado.
Aquella estremecedora criatura aparecía durante la noche en las chozas de la aldea, mataba a alguien y acto seguido se desvanecía en el aire, dejando tras de sí, en las chozas que visitaba, no sólo cuerpos sin vida, sino también espeluznantes pruebas de su macabro e insólito sentido del humor.
¡Pero ahora estaba en su poder! Ya no podría aterrorizarlos más.
Poco a poco, la idea y lo que representaba fue calando en sus cerebros. Una mujer prorrumpió en salvajes chillidos, corrió hacia él y le cruzó la cara con un bofetón. Otra imitó su ejemplo. Y otra, y otra, y otra, hasta que Tarzán de los Monos se vio rodeado por una turba de indígenas vocingleros que competían entre sí para ver quién arañaba y golpeaba y causaba más daño al prisionero.
Al final se presentó Mbonga, el cacique, que con aire grave apoyó pesadamente su venablo sobre los hombros de sus súbditos y los apartó de la presa.
—Le dejaremos vivir hasta la noche —dictaminó.
A bastante distancia, en el interior de la selva, Tantor, el elefante, disipado su primer arrebato de pánico, se había detenido y permanecía inmóvil, con las orejas erectas y la trompa ondulando en el aire. ¿Qué ideas circulaban por su salvaje cerebro? ¿Era posible que estuviese tratando de localizar a Tarzán? ¿Acaso le estaba dando vueltas en la cabeza, apreciativamente, al servicio que acababa de prestarle el hombre mono? De eso no cabe duda. ¿Pero se sentía agradecido? De conocer el peligro que se cernía sobre Tarzán, ¿habría arriesgado la vida para salvar la de su amigo? Uno lo duda. Como lo dudará todo aquel que esté familiarizado con los elefantes. Ingleses que en la India han practicado la caza en multitud de ocasiones con ellos os dirán que jamás tuvieron noticia de un solo caso en el que un ejemplar de elefante acudiese en ayuda de un hombre en peligro, incluso aunque ese hombre se hubiera mostrado siempre amable y bondadoso con el animal. Lo cual justifica las dudas que puedan albergarse acerca de la posibilidad de que Tantor intentase siquiera superar el miedo instintivo que le provocaban los negros en un esfuerzo para acudir en auxilio de Tarzán.
Debilitados por la distancia, los gritos de los furiosos habitantes de la aldea llegaron a los sensibles oídos de Tantor, que dio media vuelta como si, incapaz de dominar su terror, se dispusiera a emprender de nuevo la huida. Sin embargo, algo le detuvo, volvió grupas otra vez, alzó la trompa y emitió un barrito estridente.
Luego aguzó el oído, inmóvil y a la expectativa.
En el lejano poblado de Mbonga, donde el jefe había restablecido la calma y el orden, los negros apenas percibieron el trompeteo de Tantor, pero los agudos oídos de Tarzán de los Monos sí que captaron el mensaje que le transmitía.
En aquel instante, sus captores le llevaban a la choza en que permanecería recluido y custodiado hasta que fueran a sacarle para celebrar la orgía nocturna que señalaría el principio de las horribles torturas que iban a culminar con su muerte. Tarzán se detuvo al oír el barrito de Tantor. Levantó la cabeza \1 lanzó al viento un alarido horripilante que produjo escalofríos a los supersticiosos indígenas e impulsó a los guerreros que le custodiaban a dar un salto hacia atrás, pese a que el prisionero tenía las manos fuertemente ligadas a la espalda.
Enarbolados los venablos, los indígenas cerraron sobre Tarzán y, durante unos segundos, se mantuvieron a la escucha. Débilmente, desde la lejanía, llegó la respuesta de un barrito y, satisfecho, Tarzán de los Monos reanudó la marcha hacia la choza donde iban a confinarle.
Fue transcurriendo la tarde. El hombre mono oía el bullicioso ajetreo de los preparativos de la fiesta. Por el hueco de la puerta de la choza veía a las mujeres que encendían y llenaban de agua grandes cazuelas de barro. Por encima de todo, sin embargo, el interés máximo de su oído se centraba en los ruidos procedentes de la selva, a la espera de escuchar el anuncio de la inminente llegada de Tantor.
A decir verdad, Tarzán sólo creía a medias en la posibilidad de que el elefante se presentara. Conocía a Tantor mejor de lo que el propio animal se conocía a sí mismo. Sabía lo timorato que era el corazón que albergaba aquel cuerpo gigantesco. No ignoraba el terror pánico que la presencia de los gomanganis despertaba en el salvaje pecho del paquidermo. A medida que caía la noche, en el ánimo de Tarzán iba muriendo la esperanza y, con el estoico y tranquilo fatalismo del selvático ser que era, el hombre mono se resignaba al aciago destino que parecía aguardarle.
Se había pasado la tarde bregando, forcejeando, luchando con las ligaduras que le sujetaban las muñecas. Cedían, pero muy lentamente. Creyó que le iba a ser posible liberar las manos antes de que los negros llegasen para conducirlo al matadero, y si lo lograba… Tarzán se humedeció los labios y, mientras se regodeaba por anticipado en tan sugerente perspectiva, una sonrisa gélida y torva apareció en su rostro. Se imaginaba ya el tacto de la carne suave bajo la presión de sus dedos y la grata sensación que le producía hundir los blancos dientes en la garganta de sus enemigos. ¡Antes de que acabaran con él probarían el sabor de su cólera!
Los negros se presentaron por fin —guerreros pintarrajeados y adornados con plumas—, aún más espantosos de lo que la naturaleza había pretendido hacerlos. Llegaron y, a empellones, sacaron a Tarzán fuera de la choza, donde los indígenas allí congregados saludaron su aparición con una terrible algarabía vociferante.
Lo trasladaron al poste del sacrificio y cuando le empujaron hacia él, a fin de atarlo fuertemente como medida previa antes de iniciar la danza de la muerte que no tardaría en desarrollarse a su alrededor, Tarzán tensó sus formidables músculos y, con un solo pero enérgico tirón, se zafó de las ya flojas y medio sueltas ligaduras de las muñecas. Sin pensarlo, con la rapidez del rayo, se colocó de un salto entre los guerreros que tenía más cerca. De un impresionante derechazo derribó contra el suelo al primero para, de inmediato, abalanzarse sobre el pecho de otro, mientras gruñía y rugía ferozmente. Sus colmillos se clavaron al instante en la yugular del adversario antes de que medio centenar de negros se precipitaran sobre él y lo abatieran contra el suelo.
A golpes, a zarpazos, a patadas y a mordiscos luchó el hombre mono, tal como le habían enseñado, tal como había aprendido a hacerlo en su tribu adoptiva: como una fiera salvaje acorralada. Su fortaleza física, su agilidad, su valor y su inteligencia le permitían afrontar con garantías de victoria la pelea a brazo partido con media docena de negros, pero ni siquiera Tarzán de los Monos podía esperar salir triunfante en un combate contra medio centenar de contrincantes.
Poco a poco, los indígenas fueron sometiéndolo, aunque una veintena de ellos sangraban por heridas de feo aspecto y dos permanecían inmóviles a los pies y bajo los cuerpos agitados de los luchadores.
Tal vez pudieran dominarlo, pero ¿podrían sujetarlo y mantenerlo inmóvil el tiempo necesario para atarlo? Tras media hora de desesperados esfuerzos, llegaron a la conclusión de que les resultaba de todo punto imposible, por lo que Mbonga, que como todo gobernante que se precie se había puesto a resguardo detrás de sus hombres, ordenó a uno de los indígenas que se llegara al prisionero y lo atravesara con el venablo. El guerrero se fue abriendo paso poco a poco entre la masa de negros forcejeantes que se arremolinaban en torno a Tarzán.
Mantuvo el arma enarbolada por encima de la cabeza, a la espera del momento en que quedase a la vista algún punto vulnerable de la anatomía del hombre mono, sin atreverse a descargar el golpe por temor a alcanzar a alguno de sus compañeros. Fue aproximándose cada vez más a la futura víctima, siguiendo los movimientos de los combatientes, que no cesaban de ir de un lado para otro, de saltar y contorsionarse. Los ominosos gruñidos de Tarzán enviaban ráfagas de escalofríos a lo largo de la columna vertebral del guerrero y le advertían que era mejor que tomase todas las precauciones posibles, porque si fallaba su primer golpe iba a quedar expuesto al fulminante ataque de los implacables colmillos y las poderosas manos del diablo blanco.
Se le presentó por fin la oportunidad. Levantó un poco más el venablo y tensó los músculos, que parecieron vibrar bajo la reluciente piel de ébano. En aquel preciso momento se produjo un estruendoso chasquido al otro lado de la empalizada. La mano que empuñaba el venablo interrumpió su movimiento y el negro disparó una rápida mirada en la dirección de donde procedía el estrépito, lo mismo que hicieron todos los indígenas que no estaban atareados tratando de doblegar al hombre mono.
Al resplandor de las hogueras vislumbraron la inmensa mole que trataba de echar abajo la barrera protectora del poblado. Vieron que la empalizada se combaba e inclinaba hacia adentro. La oyeron reventar como si estuviese hecha de bálago y, unos segundos después, Tantor el elefante se precipitaba sobre ellos.
Los negros huyeron a la desbandada, a derecha e izquierda, entre gritos de terror. Los que se encontraban en el borde exterior del grupo enzarzado en la escaramuza con Tarzán se percataron a tiempo de lo que se les venía encima y lograron escapar, pero media docena de contendientes estaban tan endemoniadamente obcecados y entregados al sangriento fragor de la batalla que no se dieron cuenta de la llegada del gigantesco elefante.