Contra ellos se lanzó Tantor, mientras barritaba furiosamente. Se detuvo ante el grupo y su trompa onduló entre los indígenas, hasta que localizó a Tarzán que, cubierto de sangre, seguía luchando en el suelo.
Un guerrero levantó la cabeza, apartó la vista de la tumultuosa lid. Casi encima de él se alzaba la imponente montaña de carne del paquidermo, cuyos ojos centelleaban al reflejar la claridad de las fogatas. Relucían perversos, espeluznantes, aterradores. El guerrero gritó y, antes de que su alarido hubiese dejado de surcar el aire, la sinuosa trompa de Tantor se había ceñido alrededor del cuerpo del indígena, para levantarlo a gran altura y luego arrojarlo lejos de sí, hacia la multitud que huía desalada.
Tantor fue apartando a la fuerza del cuerpo de Tarzán, uno tras otro, a los guerreros empeñados en someter al hombre mono. El elefante los lanzaba a derecha e izquierda, y en el suelo quedaban, gemebundos o inmóviles, según la muerte les llegaba despacio o de golpe.
A bastante distancia, Mbonga reagrupó sus efectivos. La codiciosa mirada de sus ojos se clavó en los grandes colmillos de marfil de aquel elefante macho. Dominado ya el primer alud de pánico, apremió a su hueste para que desencadenasen un ataque con las pesadas lanzas de cazar elefantes, pero cuando los guerreros se le acercaban, Tantor levantó con la trompa a Tarzán, se lo acomodó en la amplia cabeza, dio media vuelta, atravesó pesadamente la enorme brecha que había abierto en la empalizada y se adentró en la jungla.
Es posible que los cazadores de elefantes tengan razón cuando afirman que un ejemplar de esa especie nunca prestaría tal servicio a un hombre, pero Tantor… Bueno, para Tantor Tarzán no era un hombre, sino un compañero de los animales de la selva.
Y así fue como Tantor, el elefante, pagó la deuda contraída con Tarzán de los Monos, a la vez que estrechaba aún más el vínculo de amistad existente entre ambos desde que Tarzán, cuando apenas era un chiquillo bronceado, recorría la jungla acomodado en el enorme lomo de Tantor, bajo la claridad de la luna y el fulgor de las estrellas ecuatoriales.
REFRIEGA POR EL HIJO DE TEEKA
T
EEKA había sido madre. Tarzán de los Monos se sentía profundamente interesado, mucho más, desde luego, que Taug, el padre. Tarzán apreciaba mucho a Teeka. Ni siquiera los cuidados que exigía la prematernidad consiguieron apagar por completo los ardores de la juventud despreocupada, y Teeka había seguido siendo una compañera de juegos agradable y estupenda incluso a una edad en la que las demás hembras de la tribu de Kerchak habían asumido la hosca dignidad de la madurez. Teeka conservaba su gusto infantil por los juegos primitivos del escondite y el corre que te pillo, a los que la fértil imaginación de Tarzán había añadido variantes y nuevos detalles.
Jugar al corre que te pillo por las copas de los árboles era un entretenimiento excitante y sugerente. A Tarzán le encantaba, a pesar de que los machos de su juventud habían abandonado tan infantiles diversiones mucho tiempo atrás. Teeka, sin embargo, fue siempre una entusiasta de tales juegos hasta poco antes de que le naciese el hijo. Pero con la llegada de su primogénito, el carácter de Teeka cambió.
La evidencia de ese cambio sorprendió y dolió inconmensurablemente a Tarzán. Una mañana vio a Teeka sentada en una rama baja. La mona estrechaba algo contra su peludo pecho… una criaturita que no cesaba de removerse y agitarse. Tarzán se acercó, con el ánimo lleno de esa curiosidad común a todos los seres dotados de un cerebro que ha evolucionado y progresado hasta superar la fase microscópica.
Teeka dirigió la mirada de sus ojos hacia él y apretó más contra su cuerpo aquel ser diminuto. Tarzán continuó acercándose y la mona se apartó y le enseñó los dientes. Tarzán se quedó desconcertado. En toda su prolongada relación con ella, Teeka jamás le había enseñado los colmillos, como no fuera jugando; pero esa vez no parecía tener ganas de juego. Tarzán se pasó los dedos por la negra y espesa cabellera, ladeó la cabeza y se la quedó mirando fijamente. Luego se acercó un poco más y estiró el cuello para ver aquella cosa que Teeka tenía en brazos.
La mona volvió a curvar hacia arriba el labio superior y emitió un gruñido amenazador. Tarzán alargó una mano, cautelosamente, con la intención de tocar a la criatura que sostenía Teeka. Ésta soltó un rugido y se revolvió repentinamente contra el hombre mono. Le clavó los dientes en el antebrazo, antes de que Tarzán tuviese tiempo de retirarlo y cuando el hombre mono emprendió la retirada, Teeka le persiguió atropelladamente durante una corta distancia a través de las ramas de los árboles. Cargada con su retoño, la mona no podía alcanzarlo. Fuera de su alcance, Tarzán se detuvo y se volvió para contemplar con abierto asombro a su en otro tiempo compañera de juegos. ¿Qué había ocurrido para que la dulce y pacífica Teeka hubiese cambiado de tal modo? Llevaba tan bien tapado lo que sostenía en los brazos que hasta entonces no le había sido posible a Tarzán reconocerlo. Pero en aquel momento, cuando la mona renunció a seguir persiguiéndole y dio media vuelta, Tarzán lo vio. A pesar de lo dolido y apesadumbrado que se sentía, Tarzán sonrió, porque no era la primera vez que veía a una mona joven que acababa de ser madre. Pasados unos días, Teeka se mostró ya menos desconfiada. Con todo, Tarzán continuaba sintiéndose dolido. No le parecía justo que Teeka, precisamente Teeka, tuviese miedo de él. Por nada del mundo le hubiera hecho daño, ni a ella ni a su
balu
, palabra con la que los simios designan a sus bebés.
Pero ahora, por encima del dolor que le producía el antebrazo herido y su no menos herido orgullo, experimentaba un deseo aún más intenso de acercarse para echar una buena mirada al hijo de Taug. Puede que os extrañe el que Tarzán de los Monos, el poderoso luchador, huyera al verse atacado por una mona irritada y que se abstuviera de volver de inmediato para satisfacer su curiosidad, aunque fuese a la fuerza, puesto que poco le costaría vencer a la debilitada madre de un recién nacido; pero no debéis extrañaros. Si fueseis monos, sabríais que sólo un macho loco se lanzaría contra una hembra, como no fuera para aplicarle un correctivo suave; aparte la ocasional excepción del individuo que, como ocurre también en nuestra especie, se deleita sádicamente ensañándose con su pareja porque la naturaleza la ha hecho más pequeña y más débil que él.
Tarzán se dirigió de nuevo a la joven madre… con toda la precaución del mundo y asegurándose de tener abierta la retirada. Teeka volvió a acogerle con feroces gruñidos. Tarzán protestó.
—Tarzán de los Monos no quiere hacer ningún daño al
balu
de Teeka —declaró—. Déjame verlo.
—¡Largo de aquí! —conminó la mona—. ¡Lárgate si no quieres que te mate!
—Déjame verlo —apremió Tarzán.
—Lárgate de una vez —insistió Teeka—. Ahí viene Taug. Te obligará a marcharte. Taug te matará. Éste es el
balu
de Taug.
El gruñido salvaje que sonó a su espalda indicó a Tarzán la proximidad de Taug, que sin duda había oído las advertencias y amenazas de su compañera y acudía en su auxilio.
Al igual que Teeka, Taug había sido compañero de juegos de Tarzán cuando aún era lo bastante joven como para tener ganas de jugar. Tarzán había salvado la vida al mono en una ocasión, pero la memoria del simio no dura gran cosa y, además, la gratitud nunca se impondrá al instinto paterno. Tarzán y Taug ya habían medido una vez sus fuerzas en un encuentro del que Tarzán resultó vencedor. Era posible que Taug sí recordara esa circunstancia pero, con todo, lo más probable era que estuviese dispuesto a exponerse a otra derrota, luchando en defensa de su primogénito, caso de encontrarse del talante apropiado.
A juzgar por sus horrendos gruñidos, que aumentaban en fuerza y volumen, parecía estar de ese talante. Taug no le inspiraba a Tarzán miedo alguno y tampoco la ley no escrita de la selva le obligaba a eludir el combate con cualquier macho, a no ser que deseara hacerlo por razones personales. Pero al hombre mono le caía bien Taug. No sólo no tenía ninguna rencilla con él, sino que, por otra parte, su inteligencia humana le decía lo que el cerebro de un mono jamás llegaría a deducir: que la actitud de Taug bajo ningún concepto estaba inducida por el odio. Se trataba, ni más ni menos, del instinto que apremia al macho a proteger a su compañera y a su descendencia.
Tarzán, pues, no albergaba el menor deseo de entablar una trifulca con Taug, aunque tampoco la sangre de sus antepasados ingleses le permitía aceptar de buena gana la idea de echarse atrás. Cuando Taug se lanzó al ataque, Tarzán dio un ágil salto lateral. Alentado al dar por supuesto que su rival eludía la lucha, Taug giró en redondo y repitió la carga, enloquecida, frenéticamente. Puede que le aguijoneara el recuerdo de la derrota sufrida a manos de Tarzán. O tal vez el hecho de que Teeka estuviera presente, contemplando la escena, despertara en Taug el afán de derrotarle ante los ojos de la dama, porque en el ánimo de todo macho de la selva alienta un inmenso narcisismo que suele explayarse llevando a cabo hazañas ante una audiencia del sexo opuesto.
Tarzán llevaba colgada del hombro su larga cuerda de hierba, juguete de ayer y arma efectiva hoy, y cuando Taug desencadenó su segundo ataque, el hombre mono se pasó el rollo por encima de la cabeza y dispuso con rápida destreza el nudo corredizo, al tiempo que esquivaba con un quiebro la embestida del desgarbado animal. Antes de que Taug pudiera revolverse, Tarzán se encontraba en las ramas más altas de la copa de un árbol.
Ya en la paroxismo de la furia, Taug se apresuró a seguirle. Teeka alzó la cabeza para mirarlos, aunque era difícil saber si le interesaba o no la cuestión. Taug no trepaba con la misma rapidez que Tarzán y éste alcanzó las alturas superiores —a las que el torpón simio no se atrevía a subir— antes de que su antagonista le alcanzara.
El hombre se detuvo, bajó la mirada hacia su perseguidor y empezó a pasárselo en grande dedicándole muecas burlonas, sazonadas con una bonita serie de los fantásticos calificativos que su fértil imaginación sabía improvisar. Luego, cuando puso a Taug al borde de la desesperación, cuando el gigantesco mono macho echaba espumarajos por la boca y casi bailaba furibundo en la inclinada rama que lo sostenía, la mano de Tarzán salió disparada hacia adelante, el lazo con su nudo corredizo surcó el aire, descendió sobre el enorme simio. Con una sacudida, el lazo se tensó alrededor de Taug, que cayó de rodillas. Y el nudo corredizo se ciñó en tomo a las peludas piernas del antropoide.
Lento de reflejos, Taug comprendió demasiado tarde la intención de su torturador. Bregó para zafarse del lazo, pero el hombre mono dio un tirón a la cuerda y Taug perdió pie y cayó de la rama. Unos segundos después, el mono rugía espantosamente, suspendido cabeza abajo, a diez metros del suelo.
Tarzán ató el extremo de la cuerda a una rama sólida y descendió hasta situarse un punto próximo a su adversario.
—Taug —le increpó—, eres tan estúpido como Buto, el rinoceronte. Ahora te quedarás colgado ahí hasta que en ese tarugo que tienes por cabeza entre un poco de buen juicio. Sigue, pues, donde estás y observa mientras bajo a charlar con Teeka.
Taug continuó bramando y soltando amenazas, a las que Tarzán correspondió con nuevas muecas zumbonas, mientras descendía ágilmente hacia los niveles inferiores de la enramada. Después se acercó una vez más a Teeka, que le 'recibió de nuevo con los colmillos al aire y emitiendo gruñidos ominosos. Tarzán se esforzó en tranquilizarla; intentó convencerla de lo amistoso de sus intenciones y alargó el cuello para ver si podía echarle un vistazo al
balu
de Teeka. La mona, sin embargo, siguió en sus trece, convencida de que Tarzán lo único que pretendía era causar daño a la criatura. Su maternidad era tan reciente que Teeka aún continuaba sometida a lo que el instinto le imponía.
Al comprender que todo intento de atrapar y castigar a Tarzán estaba condenado al fracaso, la mona decidió apartarse de sudado, de escapar. Descendió al suelo y echó a correr a través del pequeño claro en torno al cual los simios de la tribu descansaban o buscaban cosas que comer. Tarzán abandonó entonces la idea de convencer a Teeka de que le dejase echar una mirada de cerca al pequeño
balu
. Le hubiera gustado coger en brazos a aquella criaturita. Sólo imaginárselo despertaba en su pecho un extraño anhelo. Deseaba acunar y acariciar a aquel grotesco recién nacido. Era el
balu
de Teeka y Tarzán había sentido en su juventud un profundo afecto por Teeka…
La voz de Taug reclamó de pronto su atención. Las amenazas que poco antes colmaban la boca del simio se habían convertido en súplicas. El lazo le apretaba de tal modo que había interrumpido la circulación sanguínea de las piernas…, que ya empezaban a dolerle. Sentados en las ramas, cerca de él, había varios congéneres suyos, interesadísimos en el apuro en que se encontraba. Intercambiaban comentarios nada halagadores para Taug, porque todos y cada uno de ellos había sufrido en carne propia el peso de las manos de su compañero, así como la fuerza de sus grandes mandíbulas. Disfrutaban de su venganza.
Al ver que Tarzán daba media vuelta y regresaba hacia los árboles, Teeka se detuvo en mitad del claro, donde se sentó para dedicarse a apretar a su
balu
contra el pecho y a lanzar miradas recelosas aquí y allá. Con la llegada del hijo, el despreocupado mundo de Teeka se había poblado súbitamente de infinitos enemigos. Veía en Tarzán a uno de los más implacables; precisamente Tarzán, que había sido uno de sus mejores camaradas. Hasta la anciana Mumga representaba para Teeka un espíritu maligno, sediento de sangre de
balus
recién nacidos… La pobre Mumga, medio ciega y a la que casi no le quedaba diente alguno, que buscaba pacientemente los gusanos que pudieran arrastrarse por debajo de un tronco caído.