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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (11 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Pero, con toda la confianza que creía tener en sí mismo, Mbonga erró en sus cálculos. Tal vez creía que acechaba a un hombre, pero ignoraba que era un hombre dotado de la delicada sensibilidad perceptiva de las órdenes animales inferiores. Cuando dio la espalda a sus enemigos, Tarzán tuvo en cuenta algo que a Mbonga nunca se le hubiera ocurrido considerar durante la caza del hombre: el viento. Soplaba en la misma dirección de la que procedía Tarzán, y llevaba al finísimo olfato del hombre mono los efluvios que se producían a su espalda. Lo cual indicó al gigante blanco que le estaban siguiendo, porque incluso entre las muchas pestilencias de un poblado africano, las superdotadas facultades de Tarzán le permitían diferenciar un hedor de otro y determinar su origen con notable precisión.

Sabía que un hombre le estaba siguiendo y que se le iba acercando poco a poco. Su discernimiento le advirtió de las intenciones del que le acechaba. De modo que, cuando Mbonga estaba a punto de tener ya a Tarzán al alcance de su venablo, el hombre giró en redondo súbitamente y el arma, preparada ya, tuvo que partir una fracción de segundo antes de lo que el jefe indígena pretendía. El disparo salió un poco más alto de la cuenta y Tarzán apenas tuvo que agacharse para dejarlo pasar por encima de su cabeza. Se abalanzó luego sobre el cacique negro. Pero Mbonga no esperó para recibirlo. Dio media vuelta rápida y huyó precipitadamente hacia el oscuro umbral de la choza que tenía más a mano, al tiempo que llamaba a voces a sus guerreros y les ordenaba que se abalanzasen sobre el forastero y acabaran con él.

Realmente, bien podía desgañitarse Mbonga pidiendo ayuda, porque Tarzán, joven y de rápidas piernas, cubrió en pocos saltos la distancia que los separaba con la celeridad del león lanzado al ataque. Y encima rugía casi como el propio Numa. Al oírlo, a Mbonga se le heló la sangre en las venas, se le pusieron los pelos de punta y un escalofrío se deslizó por la columna vertebral, como si la muerte hubiese hecho ya acto de presencia y sus gélidos dedos acariciaran funestos la espalda del cacique negro.

En las tinieblas del interior de las chozas, otros indígenas oyeron también los rugidos y observaron lo que sucedía. Se trataba de curtidos y valerosos guerreros, espantosamente pintarrajeados, cuyas manos empuñaban sin convicción los pesados venablos de guerra. Intrépidos y temerarios se habrían precipitado sobre Numa, el león. También se habrían lanzado a defender a su jefe frente a una horda de salvajes guerreros negms que los superara en número varias veces. Pero aquel sobrenatural demonio de la selva los inundaba de terror. Los bestiales gruñidos que ascendían desde la profundidad de su pecho no tenían nada de humano, como tampoco había nada de humano en sus desnudos colmillos ni en sus saltos felinos. Los guerreros de Mbonga estaban empavorecidos, demasiado empavorecidos como para abandonar la aparente seguridad de sus chozas mientras veían a aquella bestia humana precipitarse sobre la espalda de su anciano caudillo.

Mbonga fue a parar al suelo y emitió un grito de terror. El susto que llevaba encima era de tales proporciones que ni soñó siquiera en tratar de defenderse. Se limitó a permanecer bajo su adversario, paralizado por el pánico, mientras chillaba a pleno pulmón. Tarzán se medio incorporó, para arrodillarse luego sobre el negro. Puso a Mbonga boca arriba, le miró a la cara, dejó al descubierto la garganta del jefe y a continuación sacó a relucir el largo y afilado cuchillo que John Clayton, lord Greystoke, había llevado de Inglaterra tantos años antes. Lo empuñó y aplicó el filo a la nuca de Mbonga. El viejo gimió horrorizado. En un lenguaje que Tarzán no entendía, suplicó que le perdonara la vida.

El hombre mono veía de cerca por primera vez al jefe del poblado indígena. Comprobó que era viejo, muy viejo, un anciano de cuello escuálido y cara cubierta de arrugas: un rostro apergaminado y reseco, semejante al de algunos de los micos que tan bien conocía Tarzán. Vio el terror en los ojos de aquel hombre, un terror tan intenso como no había visto nunca en los de ningún animal. Tampoco había oído jamás pedir clemencia tan lastimeramente a ningún habitante de la selva.

Algo inmovilizó la mano de Tarzán durante unos segundos. Se preguntó por qué vacilaba en dar muerte a aquel hombre. Hasta aquel momento, nunca había titubeado en análoga tesitura. Bajo su mirada, el anciano Mbonga pareció contraerse y encogerse hasta quedar reducido a un puñado de huesos minúsculos. Tan débil, desvalido y asustado parecía que Tarzán de los Monos experimentó un inmenso desprecio hacia él. Pero también se apoderó del hombre mono otro sentimiento… algo que le resultaba nuevo en relación con un enemigo. Era lástima… compasión por un pobre y aterrado anciano.

Tarzán se puso en pie y se alejó de allí, sin causar el menor daño al jefe Mbonga. Alta la cabeza, el hombre mono atravesó la aldea, se encaramó a las ramas del árbol que se extendían por encima de la empalizada y desapareció de la vista de los habitantes del poblado.

Durante todo el camino de regreso a la zona frecuentada por los monos, trató de encontrar la explicación de aquella extraña fuerza que detuvo su mano y le impidió sacrificar a Mbonga. Era como si alguien mucho más importante y poderoso que él le hubiese ordenado perdonar la vida al anciano cacique. Tarzán no lograba entenderlo, porque le era imposible concebir que algo o alguien tuviese la autoridad suficiente para ordenarle lo que debía hacer o lo que debía abstenerse de hacer.

Era muy tarde cuando Tarzán seleccionó un lecho en la cimbreante rama de una arboleda bajo la cual dormían los monos de la tribu de
Kerchak.
y aún seguía absorto en el intento de dar con la solución al extraño problema cuando se quedó dormido.

El sol se encontraba ya muy alto en el cielo cuando se despertó. Abajo, los simios se afanaban en la tarea de encontrar alimento. Desde la enramada, Tarzán se dedicó a contemplar indolentemente el espectáculo que ofrecían: escarbaban la vegetación putrefacta a la búsqueda de sabandijas, escarabajos y lombrices o rebuscaban entre las ramas, tratando de localizar nidos en los que hubiese huevos, crías de pájaros o suculentas orugas.

Una orquídea que oscilaba suspendida junto a su cara empezó a abrirse despacio y desplegó sus pétalos al recibir la cálida caricia de los rayos de sol que acababan de colarse hasta su sombrío retiro.

Miles de veces había observado Tarzán de los Monos aquel bonito milagro, pero ahora despertó en él un interés inusitado, porque empezaba a hacerse preguntas acerca de la infinidad de maravillas que hasta entonces había considerado cosas naturales.

¿Qué impulsaba a las flores a abrirse? ¿Por qué se desarrollaban hasta transformarse de cerrado capullo en preciosa flor que se abría en un estallido de color? ¿Por qué estaba todo aquello allí? ¿Por qué estaba él? ¿De dónde procedía Numa, el león? ¿Quién plantó el primer árbol? ¿Cómo se las arreglaba Goro, la luna, para ascender a través de la oscuridad del cielo y derramar sus gratos resplandores sobre la terrible jungla nocturna? ¡Y el sol! ¿Es que estaba en lo alto del cielo simplemente porque sí, por puro azar?

¿Por qué todas las personas de la selva eran seres humanos y no árboles? ¿Por qué los árboles eran árboles y no cualquier otra cosa? ¿Por qué era él distinto a Taug, y Taug distinto a Bara, el ciervo, y Bara distinto a Sheeta, la pantera, y por qué no era Sheeta como Buto, el rinoceronte? ¿Dónde y cómo…? Mejor dicho, ¿de dónde habían salido los árboles, las flores, los insectos, las innumerables criaturas de la jungla?

De manera absolutamente inesperada surgió una idea en la mente de Tarzán de los Monos. En el curso de su seguimiento de las numerosas ramificaciones de la definición que daba el diccionario de la palabra
Dios
, había tropezado una vez con el vocablo
crear
‘originar algo de la nada; dar existencia a algo que no la tenía’.

Casi había llegado a una idea concreta cuando un gemido distante le arrancó sobresaltado de sus meditaciones y le situó en la realidad presente. El lamento llegaba de la selva; se producía a cierta distancia de la balanceante rama donde descansaba Tarzán. Era el quejido de un
balu
y el hombre mono reconoció en seguida el timbre de voz de Gazán, el hijo de Teeka. Lo llamaban Gazán porque su suave pelo de recién nacido tenía un inusitado tono rojizo y en el lenguaje de los simios Gazán significa ‘piel roja’.

Inmediatamente después del gemido, los diminutos pulmones del cachorro de mono emitieron un auténtico chillido de terror. Tarzán se sintió impulsado de modo automático a la acción. Surcó el aire como una centella, volando a través de las ramas en dirección al punto de donde procedió el grito. Oyó por delante el salvaje rugido de una mona adulta. Era Teeka, que también acudía al rescate. El peligro tenía que ser muy real. La nota de furia mezclada con temor que matizaba la voz de la hembra se lo indicó así a Tarzán.

Desplazándose de rama en rama, saltando de árbol en árbol, el hombre mono atravesaba a toda velocidad el nivel medio de las frondas, rumbo al punto donde sonaban aquellos gritos, que habían aumentado de volumen hasta alcanzar proporciones ensordecedoras. Los monos de Kerchak afluían de todas direcciones en respuesta a la angustiosa llamada que representaban los gemidos del
balu
y los gritos de la madre y, mientras corrían hacia el lugar del suceso, el eco de sus rugidos resonaba a lo largo y ancho de la selva.

Más rápido que sus pesados camaradas, Tarzán dejó pronto muy atrás a todos y fue el primero en llegar al punto donde amenazaba la tragedia. Un escalofrío recorrió el gigantesco cuerpo de Tarzán al ver la escena que se desarrollaba allí, porque el enemigo era la más odiada y repugnante de todas las criaturas de la jungla.

Enroscada en un árbol monumental, Histah, la serpiente —inmensa, cachazuda, viscosa— envolvía en los pliegues de su mortal abrazo a
Ganan
, el pequeño
balu
de Teeka. En toda la jungla, nada inspiraba a Tarzán algo semejante al miedo como la repelente Histah Los simios también detestaban a aquel espantoso reptil, al que temían más incluso que a Sheeta, la pantera, o a Numa, el león. De todos los enemigos de la selva, del que más procuraban alejarse era de Histah, la serpiente.

Tarzán no ignoraba que Teeka sentía un miedo especial hacia aquel ser sigiloso y repulsivo, de forma que cuando llegó a la vista de la escena, el heroico acto de Teeka fue lo que más asombrado le dejó. Porque en el preciso instante en que el hombre mono se presentaba allí y la vio, Teeka se precipitaba sobre el brillante cuerpo del ofidio, y cuando los formidables anillos de la serpiente se ciñeron en torno a su anatomía, apresándola lo mismo que a su retoño, la mona no hizo el menor esfuerzo por escapar, sino que agarró el cuerpo serpenteante e intentó, inútilmente, apartarlo del asustado y vocinglero
balu
.

Tarzán conocía bien lo arraigado que estaba en el ánimo de Teeka el pánico hacia Histah Así que a duras _ penas lograba dar crédito a sus ojos cuando vio a la simia lanzarse por propia voluntad a aquel abrazo de la muerte. El innato terror que inspiraba a Teeka aquel monstruo no era mayor que el del propio Tarzán. Éste nunca había tocado por gusto a una serpiente. Ignoraba la razón, puesto que no reconocía tener miedo a nada ni a nadie; y la verdad es que no se trataba de miedo, sino que era más bien una repulsión congénita, transmitida a lo largo de innumerables generaciones de antecesores civilizados. A los que posiblemente hubiesen legado esa repugnancia miríadas de ancestros más remotos, como los de Teeka, en el ánimo de cada uno de los cuales latiría el mismo incógnito temor al viscoso reptil.

Sin embargo, Tarzán no titubeó más de lo que había vacilado Teeka, sino que saltó asimismo sobre Histah con idéntico ímpetu y celeridad con que se hubiera abalanzado sobre Bara, el ciervo, de haber tenido que sacrificarlo para alimentarse. Acosada de aquella forma, la serpiente se retorció espantosamente, aunque ni por un segundo aflojó la presión sobre ninguna de sus tres víctimas en perspectiva, ya que había incluido al hombre mono en su frío abrazo en el mismo instante en que cayó sobre ella.

Aún aferrado al árbol, el monstruoso reptil sostenía a los tres como si no pesaran nada, al tiempo que trataba de estrujarlos hasta arrebatarles la vida. Tarzán ya empuñaba su cuchillo y lo hundía con rapidez en el cuerpo del adversario, pero el círculo letal de la serpiente amenazaba con comprimirle hasta acabar con él antes de que pudiera infligir a Histah una herida de muerte. A pesar de todo, continuó luchando y ni por un instante trató de rehuir el fatal destino que le aguardaba. Su único objetivo era matar a Histah y liberar así a Teeka y a su
balu
.

La serpiente volvió la cabeza y sus enormes mandíbulas, abiertas al máximo, parecieron quedar suspendidas encima de Tarzán. Las elásticas fauces, que lo mismo podían acomodar a un conejo que a un antílope, bostezaron a la espera del bocado. Pero, al proyectar su atención sobre el hombre mono, Histah puso la cabeza al alcance del cuchillo. Una mano morena salió instantáneamente disparada e hizo presa en el moteado cuello, a la vez que otra mano clavaba el cuchillo hasta la empuñadura en el pequeño cerebro del ofidio.

Histah se estremeció convulsivamente y luego se relajó; volvió a contraerse y a distenderse, mientras el látigo de su enorme cuerpo golpeaba y fustigaba el aire, aunque la serpiente carecía ya de sensibilidad. Histah había muerto, pero en sus postreros espasmos podía liquidar fácilmente a una docena de simios o de hombres.

Tarzán se apresuró a coger a Teeka, la apartó del mortal abrazo y la dejó caer al suelo. Después extrajo a Gazán del cerco de los anillos y lo lanzó hacia su madre. El cuerpo de Histah continuaba ceñido, ensortijado en torno a Tarzán, pero éste logró desprenderse del abrazo y saltó al suelo, donde no tardó en situarse fuera del alcance de los violentos latigazos de la serpiente.

Un círculo de monos se había congregado alrededor del escenario de la batalla, pero en cuanto Tarzán se zafó del ofidio, los monos fueron apartándose en silencio para reanudar su interrumpida búsqueda de alimento. Teeka se alejó con ellos, olvidada al parecer de todo lo que no fuera su
balu
y de la circunstancia de que, al producirse la interrupción, acababa de descubrir un nido ingeniosamente oculto, que contenía tres huevos absolutamente suculentos.

Con la misma indiferencia que prestaba a una lucha que ya había concluido, Tarzán lanzó una breve mirada al retorcido cuerpo de Histah y echó a andar rumbo a la pequeña charca que en aquel paraje proporcionaba agua a la tribu de Kerchak. Detalle extraño: no lanzó a los cuatro vientos su grito de triunfo sobre la vencida Histah. No habría sabido explicar el motivo, a no ser que considerase que Histah no pertenecía al reino animal. En cierto peculiar sentido, difería de los demás habitantes de la jungla. Lo único que sabía Tarzán era que la odiaba.

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