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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (15 page)

BOOK: Historias de la jungla
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El pequeño Gobubalu evidenciaba un mayor interés por la vida, interés que aumentaba en razón directamente proporcional a la distancia que le separaba de los simios de Kerchak. Ahora trotaba alegremente detrás de Tarzán, cuando éste marchaba por el suelo e, incluso en los árboles, el muchacho se esforzaba por seguir a su imponente padre adoptivo. Aún seguía triste y retraído. Su cuerpo menudo, ya de por sí delgado, había enflaquecido todavía más desde que llegó a la tribu de antropoides, porque, si bien dada su condición de joven caníbal no se andaba con excesivos remilgos en cuestión de dieta alimenticia, tampoco a su estómago le hacían tilín siempre los extraños manjares que deleitan el paladar de los monos sibaritas.

Sus ojos, grandes de por sí, habían aumentado de tamaño aún más, al tiempo que los carrillos estaban hundidos y las costillas resaltaban de tal modo en su escuálido tronco que se las podía contar. Tal vez el constante miedo que le atenazaba tenía tanta culpa de su deficiente condición física como la inadecuada alimentación. Tarzán, al que no se le escapaba aquel cambio, estaba muy preocupado. Deseaba ver a su
balu
robusto y fuerte. No sucedía así y la decepción del hombre mono era tremenda. Gobubalu sólo parecía progresar en un aspecto: empezaba a bandeárselas en el lenguaje de los antropoides. Tarzán y él podían ya mantener una conversación de manera bastante satisfactoria, aunque recurriendo a las señas cuando el escaso léxico del chico no daba para más. Pero como no fuese para responder a las preguntas que Tarzán le formulaba, Gobubalu permanecía en silencio la mayor parte del tiempo. La pena que había caído sobre él era demasiado reciente y demasiado lacerante para apartarla, ni siquiera provisionalmente. Echaba mucho de menos a Momaya, a la tal vez para nosotros malévola, iracunda, espantosa y repulsiva Momaya, pero que para Tibo era la madre, la personificación de ese gran cariño que no conoce el egoísmo y que no se consume jamás en sus propias llamas.

Mientras ambos cazaban, mejor dicho, mientras Tarzán cazaba y Gobubalu le seguía a trancas y barrancas, el gigante blanco observaba muchas cosas y relexionaba en otras. Una vez encontraron a Sabor gimoteando entre las altas hierbas. A su alrededor saltaban y jugueteaban alegremente dos bolas de piel, pero Sabor sólo tenía ojos para otra bola que yacía entre sus enormes patas delanteras y que no retozaba, que nunca más volvería a saltar y jugar.

Tarzán comprendió la angustia y sufrimiento de aquella madre felina. Su primera intención había sido incordiarla un poco. A tal fin se le acercó subrepticiamente a través de las enramadas hasta situarse encima de la fiera, casi en su vertical. Pero al ver la pena que irradiaba de la leona, con su cachorro muerto entre las patas, Tarzán se contuvo. Con la adquisición de Gobubalu, el hombre mono había empezado a percatarse de las responsabilidades y aflicciones que comportaba la paternidad, sin disfrutar de ninguna de sus alegrías. El corazón de Tarzán se compadeció de Sabor como no lo hubiera hecho unas semanas antes. Mientras la observaba, surgió espontáneamente en su cerebro la imagen de Momaya con la nariz atravesada por el pasador y con el labio inferior colgando bajo el peso que tiraba de él hacia abajo. En Momaya no vio su falta de belleza, sino su angustia, que era la misma que afloraba en los ojos de la leona. No pudo reprimir una mueca de dolor. Ese extraño movimiento reflejo del cerebro que a veces se denomina asociación de ideas puso a Teeka y Gazán ante la visión mental del hombre mono. ¿Y si se presentara alguien y arrebatase a Gazán de los brazos de Teeka? Tarzán emitió un gruñido sordo y amenzador, como si Gazán le perteneciese. Gobubalu alzó la cabeza y le dirigió una mirada aprensiva, dando por supuesto que su protector había detectado a un enemigo. Sabor se incorporó automáticamente, fulgurantes sus pupilas amarillo-verdosas y ondulante la cola, mientras se le erizaban las orejas y levantaba el hocico para ventear cualquier posible peligro. Los dos cachorrillos dejaron al instante de jugar, se le acercaron rápidamente y, de pie bajo el vientre de la madre, asomaron la mirada entre las patas delanteras de la leona, rectas las orejas a la vez que inclinaban la cabeza, ora a un lado, ora al otro.

Tarzán de los Monos sacudió su negra melena y dio media vuelta, dispuesto a reanudar la cacería por otros derroteros. Pero durante toda la jornada no cesaron de surgir en su mente, franqueando el umbral de sus objetivos, las imágenes de Sabor, de Momaya y de Teeka… Una leona, una caníbal y una simia, a las que la maternidad, sin embargo, igualaba a los ojos de Tarzán.

Al mediodía de su tercera jornada de marcha Momaya avistó la cueva de Bukawai, el impuro. El anciano hechicero había preparado un bastidor de ramas entretejidas con el que cerraba la boca de su cubil a las fieras depredadoras. En aquel momento, el tupido armazón estaba a un lado y la negra, abertura de la caverna bostezaba misteriosa y repulsiva. Momaya empezó a temblar como si la azotasen los gélidos vientos de la estación lluviosa. No se apreciaba el menor indicio de vida en la cueva y sus aledaños, pero la mujer tuvo la ominosa sensación de que unos ojos invisibles la espiaban con aviesas intenciones. Volvió a estremecerse. Trataba de obligar a sus remolones pies a dirigirse a la gruta cuando de las profundidades de ésta surgió un extraño sonido que no era de animal ni de hombre, un sonido sobrenatural semejante al de una risotada carente de alegría.

Momaya sofocó el grito que nacía en su garganta, dio media vuelta y huyó selva adentro. Lanzada a toda velocidad, recorrió cien metros antes de poder dominar su terror; entonces se detuvo y aguzó el oído. ¿Es que todos sus esfuerzos, todos los terrores y peligros que había soportado iban a resultar estériles? Intentó armarse de valor para encaminarse de nuevo hacia la cueva, pero el pánico volvió a apoderarse de ella.

Triste y desmoralizada regresó despacio al sendero, de vuelta a la aldea de Mbonga. Sus jóvenes hombros se encorvaban ya como los de una anciana que llevara sobre ellos la pesada carga de muchos años, con los dolores y pesadumbres acumulados a lo largo de los mismos, y avanzaba con paso cansino y piernas vacilantes. Momaya había dejado atrás ya la primavera de la juventud.

Arrastró los pies fatigosamente a lo largo de otro centenar de metros, medio paralizado el cerebro por el sufrimiento y el terror; luego acudió a su memoria el recuerdo de una criatura recién nacida que mamaba en su pecho y de un chico esbelto que jugaba y reía a su alrededor. ¡Y los dos eran Tibo… su Tibo!

Sus hombros se enderezaron. Sacudió la cabeza con férrea determinación, dio media vuelta y echó a andar audazmente hacia la boca de la caverna de Bukawai, el impuro, de Bukawai, el hechicero.

Del fondo de la cueva salió otra vez aquella espantosa risa que no era risa. En esa ocasión, Momaya la reconoció como lo que era: el grito extraño de una hiena. Ningún escalofrío recorrió el cuerpo de la mujer negra, que mantuvo el venablo enarbolado y a punto y llamó a voces a Bukawai, instándole a que saliera.

Pero en vez del brujo, lo que apareció en la entrada de la caverna fue la cabeza de una hiena. Momaya la aguijoneó con la punta del venablo y el desagradable y hosco animal emitió un gruñido colérico, pero se retiró. Momaya repitió su llamada a Bukawai, pronunciando su nombre claramente. En esa ocasión obtuvo respuesta en un tono farfullante que apenas resultaba más humano que el de la hiena.

—¿Quién acude a Bukawai? —inquirió la voz.

—Momaya —replicó la mujer—. Momaya, de la aldea de Mbonga, el jefe.

—¿Qué es lo que quieres?

—Quiero un buen ensalmo, un conjuro mejor de los que puede preparar el hechicero de Mbonga —explicó Momaya—. El gran dios blanco de la jungla ha secuestrado a mi Tibo, y quiero un hechizo que me lo devuelva o que me permita descubrir dónde está oculto para que pueda ir a buscarlo.

—¿Quién es Tibo? —quiso saber Bukawai.

Momaya se lo dijo.

—La medicina de Bukawai es poderosa —manifestó la voz—. Cinco cabras y un jergón nuevo apenas serán suficiente para pagar el conjuro de Bukawai.

—Dos cabras bastarán —replicó Momaya, porque el arte del regateo es algo profundamente arraigado en el ánimo de los negros.

El placer de chalanear fue suficiente incentivo para que Bukawai se decidiese a aparecer en la boca de la cueva. Al verle, Momaya lamentó que el anciano no hubiera continuado dentro. Hay cosas demasiado horribles, demasiado espeluznantes, demasiado repulsivas para describirlas… y el semblante de Bukawai era una de esas cosas. En cuanto sus ojos se posaron en él, Momaya comprendió por qué le resultaba casi imposible articular las palabras.

A su lado estaban las dos hienas que, según afirmaban los rumores, eran sus dos únicas y constantes compañeras. Formaban un trío magnífico: los animales más inmundos con el más repulsivo de los seres humanos.

—Cinco cabras y una estera de dormir nueva —farfulló Bukawai.

—Dos cabras y una esterilla —aumentó Momaya su oferta.

Pero Bukawai se mostraba irreductible. Durante media hora sostuvo su petición de cinco cabras y la estera, mientras las hienas husmeaban, gruñían y reían odiosamente. Momaya estaba dispuesta a dar a Bukawai lo que le pidiera, si no tenía más remedio, pero regatear es para los tratantes negros algo así como una segunda naturaleza y, al final, Momaya vio recompensados en parte sus esfuerzos, ya que el trato se cerró con el compromiso, por su parte, de entregar tres cabras rollizas, una estera de dormir nueva y un trozo de alambre de cobre.

—Vuelve esta noche —indicó Bukawai—, cuando la luna lleve dos horas en el cielo. Entonces te prepararé el ensalmo que te devolverá a Tibo. Trae contigo las tres cabras bien cebadas, la estera nueva y el trozo de alambre de la longitud del antebrazo de un hombre.

—No puedo traerlo —repuso Momaya—. Tendrás que ir tú a buscarlo. Cuando me hayas devuelto a Tibo, lo tendrás todo a tu disposición en el poblado de Mbonga.

Bukawai denegó con la cabeza.

—No prepararé el conjuro —determinó— hasta que tenga las cabras, la estera y el alambre de cobre.

Momaya suplicó y amenazó, pero en vano. Por último, dio media vuelta y emprendió el regreso a través de la selva, rumbo a la aldea de Mbonga. No sabía cómo iba a arreglárselas para sacar del poblado y trasladar por la jungla, hasta la cueva de Bukawai, las cabras y la esterilla, pero de lo que sí estaba completamente segura era de que acabaría consiguiéndolo… o moriría en el empeño. Tenía que recobrar a Tibo.

Tarzán vagaba apáticamente por la jungla, acompañado del pequeño Gobubalu, cuando su olfato detectó el olor de Bara, el ciervo. A Tarzán se le hizo la boca agua. Nada deleitaba su paladar tanto como la carne de ciervo; tenía hambre de ella. Pero acechar a Bara, con Gobubalu en sus talones, era impensable de todo punto. Así que aposentó al chiquillo en la horqueta de un árbol, oculto tras la densa cortina del follaje, y se lanzó rápida y silenciosamente tras el rastro de Bara.

A solas, Tibo se sentía más aterrado aún que cuando estaba entre los monos. Los peligros reales y evidentes son menos turbadores que los que uno imagina, y sólo los dioses de su pueblo sabían hasta donde era capaz de llegar la imaginación de e Tibo.

Apenas llevaba unos minutos en su escondite de la enramada del árbol cuando oyó que algo se acercaba por la selva. Se encogió más sobre la rama en que estaba oculto y rezó pidiendo que regresara Tarzán en seguida. Sus desorbitados ojos escrutaron la jungla en la dirección por la que se acercaba el ser en movimiento.

¡Como fuese el leopardo, que quizás hubiera percibido su olor! En cuestión de un minuto se habría abalanzado sobre él. Abrasadoras lágrimas de miedo brotaron de los ojos del pequeño Tibo. En la cortina vegetal de la selva, muy cerca de donde se encontraba, se produjo un susurro de follaje. ¡Lo que se acercaba parecía estar ya a sólo unos cuantos pasos del árbol! En el semblante del chiquillo negro, los ojos parecían a punto de salir de las órbitas mientras aguardaba la aparición de la horripilante criatura cuyas rugientes fauces asomarían de un momento a otro entre los bejucos y enredaderas.

La cortina de vegetación se abrió de pronto y una mujer apareció a la vista de Tibo. Al tiempo que porrumpía en un grito ahogado, el chiquillo saltó del árbol y corrió hacia ella. Sobresaltada, Momaya hizo amago de echarse atrás mientras enarbolaba el venablo, pero un segundo después apartaba el arma y acogía en sus robustos brazos el cuerpo del muchacho.

Mientras le oprimía con fuerza contra su pecho, la madre lloraba y reía al mismo tiempo y sus cálidas lágrimas de alegría se mezclaban con las de Tibo y descendían por el canalillo formado entre los senos desnudos de la mujer.

Aquel ruido alteró y despertó la atención de Numa, el león, que rondaba por allí y que al escrutar por entre la maleza divisó a Momaya y a su hijo. El felino se relamió los hocicos y calculó la distancia que le separaba de la pareja. Una carrerita y un salto le pondrían encima de la presa. El león sacudió el extremo de la cola y emitió un suspiro.

Una ráfaga de brisa se levantó de súbito y llevó el olor de Tarzán al receptivo olfato de Bara, el ciervo. Se pusieron tensos los músculos del animal, las orejas se erizaron bruscamente y las patas desencadenaron un rápido salto, el ciervo salió disparado y la carne que ya paladeaba Tarzán desapareció en unos segundos. Desencantado y furibundo, Tarzán meneó la cabeza y emprendió el regreso hacia el punto donde había dejado a Gobubalu. Se desplazaba silenciosamente, de acuerdo con su costumbre. Antes de llegar oyó ruidos insólitos: la risa y el llanto de una mujer, que al parecer procedían de una sola garganta y que se mezclaban con los sollozos convulsivos de un chico. Tarzán aceleró la marcha y, cuando lo hacía, sólo las aves y el viento podían aventajarle en velocidad.

Cuando se aproximaba a los sonidos, uno nuevo resaltó sobre los otros: una especie de suspiro profundo. Momaya no lo captó, como tampoco lo oyó Tibo, pero el oído de Tarzán era tan sensible como el de Bara, el ciervo. Percibió aquel suspiro, comprendió al instante lo que significaba y le faltó tiempo para echar mano al pesado venablo que llevaba colgado a la espalda. Al tiempo que volaba de un árbol a otro, desprendió el venablo de la cuerda que lo sujetaba, con la misma soltura con que cualquiera de nosotros se sacaría un pañuelo del bolsillo mientras paseaba por una senda campestre. En un abrir y cerrar de ojos, Tarzán de los Monos tenía empuñado y listo para cualquier eventualidad el pesado venablo de caza.

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