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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (17 page)

BOOK: Historias de la jungla
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En el preciso momento en que se aprestaba a saltar hacia adelante y proferir el oportuno rugido salvaje, en la puerta de la choza apareció una figura. Era la de la mujer que emitía los lamentos que tanto le molestaban y a la que pretendía acallar para siempre, la figura de una mujer joven con el puente de la nariz atravesado por un pasador de madera, con el labio inferior caído, deformado espantosa y repulsivamente por el pesado adorno de metal que colgaba de él, con la frente, las mejillas y los senos decorados con extraños tatuajes y luciendo en la cabeza un espectacular tocado dispuesto a base de barro y alambre.

Una súbita llamarada resaltó con su fulgor la grotesca figura y Tarzán reconoció a la mujer: era Momaya, la madre de Tibo. La claridad que difundían las llamas llegó también hasta las sombras en las que Tarzán estaba al acecho e iluminaron el cuerpo bronceado del hombre mono, poniéndolo de relieve entre la negrura que le envolvía. Momaya lo vio y lo reconoció al instante. La mujer profirió un grito y se lanzó hacia adelante, al tiempo que Tarzán corría a su encuentro. Las demás mujeres, al volver la cabeza, también vieron al hombre mono, pero no se precipitaron hacia él. Lo que sí se apresuraron a hacer, en cambio, fue levantarse todas a una, chillar todas a una y huir todas a una.

Momaya se arrojó a los pies de Tarzán, elevó sus manos en actitud suplicante hacia él y proyectó a través de sus mutilados labios una auténtica catarata de palabras, ninguna de las cuales logró entender el gigante blanco. La mirada de éste contempló durante unos momentos el horroroso semblante de la mujer, vuelto hacia arriba. El hombre mono se había acercado allí con intenciones homicidas, pero aquel abrumador torrente de palabras le llenaba de consternación y de horror. Miró aprensivamente a su alrededor y luego clavó la vista de nuevo en la mujer. Se apoderó de él un torbellino de encontrados sentimientos. No podía matar a la madre del pequeño Tibo, ni tampoco le era posible seguir allí y soportar aquel géiser verbal. Tras un brusco ademán de impaciencia, enfurecido al habérsele estropeado la diversión, Tarzán dio media vuelta y de un salto se hundió en la oscuridad. Instantes después atravesaba la negrura de la noche de la jungla, mientras la distancia debilitaba en sus oídos el llanto, los gritos y los lamentos de Momaya.

Cuando por fin llegó a un punto donde dejaron de oírse, un suspiro de alivio brotó de sus labios. Buscó una horqueta alta, en la copa de un árbol, y se dispuso a pasar una noche de sueño tranquilo, mientras en el suelo, a sus pies, carraspeaba y gruñía un león y en la lejana Inglaterra el otro lord Greystoke, asistido por una ayuda de cámara, se desvestía y se acomodaba entre sábanas impolutas, sin dejar de proferir irritadas maldiciones porque un gato maullaba bajo su ventana.

A la mañana siguiente, cuando seguía el rastro fresco de Horta, el jabalí, Tarzán se cruzó con las huellas de dos gomanganis, uno grande y otro pequeño. Acostumbrado a examinar de cerca cuanto captaban sus sentidos, el hombre mono hizo una pausa para leer la historia escrita en el barro blando de la senda de caza. Cualquiera de nosotros no hubiese encontrado nada interesante en aquel rastro, en el improbable caso de haberlo descubierto. Quizás, si alguien nos hubiese hecho reparar en ello, habríamos observado las mellas que presentaba el barro, pero aquellas leves depresiones se superponían unas a otras de un modo tan confuso que nos habrían parecido carentes de significado. A Tarzán, sin embargo, cada una de ellas le refería su historia. Tantor, el elefante, había pasado por allí tres soles antes. Numa anduvo de caza por el lugar la noche pasada, y Horta, el jabalí, caminó despacio por aquel sendero apenas hacía una hora… Pero lo que despertó la atención de Tarzán fue la historia que contaba el rastro de los gomanganis. Decía que la jornada anterior un viejo pasó por aquel camino, hacia el norte, acompañado de un muchacho, y que con ellos iban dos hienas.

Tarzán se rascó la cabeza, tan desconcertado como incapaz de creerlo. Por la disposición de las huellas observó que los animales no marchaban en pos de la pareja, ya que a veces una de las hienas iba delante y otra detrás de las personas, después ambas fieras caminaban juntas en vanguardia y a continuación se retrasaban y se ponían detrás. Aquello resultaba de lo más extraño y absolutamente inexplicable, sobre todo cuando las huellas indicaban que, en los puntos donde el camino se hacía más ancho, las hienas caminaban una a cada lado de los dos humanos y casi pegadas a ellos. Por otra parte, Tarzán percibió en la huella del gomangani más pequeño un terror que parecía impulsarle a contraerse cuando la fiera le rozaba el costado, mientras que en el otro hombre no se apreciaba temor alguno en las mismas circunstancias.

Al principio, Tarzán sólo se extrañó de la notable yuxtaposición de las pisadas de Dango y los gomanganis, pero su aguda mirada captó algo en el rastro del gomangani chico que le hizo detenerse en seco. Fue como si, al encontrar una carta en un camino, uno descubriese en el papel la caligrafía familiar de un amigo.

—¡Gobubala! —exclamó Tarzán y, automáticamente, en la pantalla de su memoria centelleó el recuerdo de la actitud implorante de Momaya cuando, la noche antes, se arrojó hacia él en la aldea de Mbonga. Al instante, todo quedó explicado: los gemidos, llantos y lamentos, la súplica de la madre, los aullidos de condoliente solidaridad de las mujeres reunidas alrededor de las fogatas. Habían secuestrado otra vez al pequeño Gobubalu y el autor de la tropelía no era Tarzán. Indudablemente, la madre suponía que el niño estaba de nuevo en poder del dios blanco de la selva y le imploraba que le devolviera su
balu
.

Sí, ahora todo estaba perfectamente claro, pero ¿quién podía haberse llevado a Gobubalu? La perplejidad y la desorientación se apoderaron de Tarzán de los Monos, al que todavía intrigaba más la presencia allí de Dango. Tendría que investigar. Las huellas eran del día anterior y se dirigían hacia el norte. Tarzán procedió a seguirlas. En algunos puntos, el paso de muchos otros animales las había borrado por completo, y en los tramos de piso rocoso, hasta el mismo Tarzán de los Monos tenía dificultades para detectarlas. Pero aún flotaba el tenue efluvio que despedía el rastro humano, sólo apreciable para sensibilidades olfativas tan avezadas como las de Tarzán.

El rapto del pequeño Tibo se produjo inopinadamente y se desarrolló en el breve espacio temporal de dos soles. Primero se presentó Bukawai, el brujo —Bukawai, el impuro—, con los jirones de carne medio desgarrada que colgaban de su rostro putrefacto. Se llegó solo y durante el día al lugar del río al que Momaya bajaba diariamente a lavar su cuerpo y el de Tibo, su hijito. Bukawai salió repentinamente de detrás de unos arbustos, cerca de Momaya, y dio a Tibo tal susto que el chiquillo empezó a chillar y corrió en busca de los brazos protectores de su madre.

Alarmada, pero con todo el salvajismo de una feroz tigresa, Momaya dio media vuelta dispuesta a plantar cara y mantener a raya a aquel ser horripilante. Al reconocer al hechicero dejó escapar un suspiro de alivio parcial, aunque continuó apretando contra sí al asustado Tibo.

—Vengo —declaró Bukawai sin ambages— a recoger las tres cabras cebadas, la estera de dormir nueva y el trozo de alambre de cobre de la longitud del brazo de un hombre alto.

—No tengo ninguna cabra para ti —replicó Momaya—, ni estera de dormir, ni alambre. Tu ensalmo no intervino para nada. El dios blanco de la jungla me devolvió a mi Tibo. Tú no tuviste nada que ver.

—Sí que tuve que ver —farfulló Bukawai a través de sus descarnadas mandíbulas—. Fui yo quien ordenó al dios blanco de la jungla que te devolviera a tu Tibo.

Momaya se le rió en la cara.

—Charlatán mentiroso —motejó la mujer—. Vuélvete con tus hienas al apestoso cubil en que vives. Lárgate y esconde tu maloliente jeta en la barriga de la montaña, para que el sol no la vea y tenga que taparse la suya con una nube negra.

—He venido —insistió Bukawai— a recoger las tres cabras cebadas, la estera nueva de dormir y el trozo de alambre de cobre largo como el brazo de un hombre alto que tienes que pagarme por la devolución de tu Tibo.

—Se acordó que la longitud sería la del antebrazo de un hombre —corrigió Momaya—, pero de todas formas no recibirás nada, viejo ladrón. No ibas a preparar ningún conjuro hasta que hubiese vuelto para pagarte por adelantado, y cuando me dirigía a mi aldea, el gran dios blanco de la jungla me devolvió a mi Tibo, arrebatándoselo a Numa de sus mismas fauces. Su medicina sí que es una verdadera medicina, la tuya es la medicina débil e ineficaz de un anciano con la cara agujereada.

—He venido —repitió Bukawai pacientemente— a recoger las tres cabras ce…

Pero Momaya no siguió escuchándole, porque ya se sabía de memoria la cantinela. Cogió a Tibo de la mano y, con el chico a su lado, apretó el paso rumbo a la cercada aldea del cacique Mbonga.

Al día siguiente, mientras Momaya trabajaba en los campos de llantén con otras mujeres del poblado y Tibo jugaba junto a la orilla de la jungla, lanzando un pequeño venablo como adiestramiento con vistas a la lejana fecha en que fuera un guerrero con todas las de la ley, Bukawai volvió a presentarse.

Tibo había visto trepar por el tronco de un árbol a una ágil ardilla que la imaginación del muchacho convirtió en feroz guerrero enemigo. Tibo enarboló el pequeño venablo, rebosante el ánimo del sanguinario instinto selvático propio de su raza, mientras saboreaba por anticipado el placer de la orgía de aquella noche, cuando bailara exultante alrededor del cadáver de su vencido adversario, en tanto las mujeres de la tribu preparaban los alimentos para el banquete que seguiría.

Pero cuando arrojó el venablo, no sólo falló el tiro que dirigió a la ardilla, sino que ni siquiera acertó al tronco del árbol, por lo que el arma se perdió entre la maraña de matorrales de la jungla. Sin embargo, no estaría más que a unos cuantos pasos dentro del laberinto prohibido. Todas las mujeres se encontraban en el campo de cultivo. Había guerreros montando guardia al alcance de la voz, de modo que el pequeño Tibo se aventuró audazmente por el oscuro paraje.

Justo al otro lado de la pantalla que formaban las enredaderas y el entramado de follaje acechaban tres figuras sobrecogedoras. Una de ellas era un viejo muy viejo, negro como el carbón, con la cara corroída por la lepra y unos dientes afiladísimos, dientes de antropófago, que se mostraban amarillos y repulsivos en el enorme agujero abierto donde antes estuvieron la boca y la nariz. Las otras dos figuras eran las de un par de hienas, situadas junto al anciano, dos animales igualmente horribles y repugnantes, dos bichos carroñeros acostumbrados a alternar con la carroña.

Tibo no los vio hasta que, agachada la cabeza, buscando su venablo, se hubo abierto paso a través de la densa vegetación. Y entonces ya fue demasiado tarde. En cuanto levantó la mirada y sus ojos tropezaron con el rostro de Bukawai, el hechicero le agarró y ahogó sus gritos tapándole la boca con una mano. Tibo forcejeó, pero inútilmente.

Segundos después, el repugnante brujo lo arrastraba por la horrible y tenebrosa selva. El hediondo anciano seguía sofocando los gritos de Tibo, mientras las dos hienas marchaban con ellos, unas veces a su lado, otras delante y otras veces detrás, pero siempre rondándolos, sin dejar de rugir, gruñir, enseñar los dientes o, lo que era peor, reír de aquel modo espeluznante.

Para el pequeño Tibo, que en su corta vida había pasado por lances que muy pocos hombres experimentarían en toda su existencia, aquel recorrido hacia el norte fue una auténtica pesadilla de terror. El chiquillo recordó la temporada que estuvo con el gran dios blanco de la jungla y oró con toda su alma, pidiendo al cielo que le permitiera volver junto al gigante de piel blanca que alternaba con los hombres peludos de los árboles. Aterrorizado había vivido entonces en su territorio, pero aquel miedo no era nada en comparación con el que ahora le angustiaba.

El viejo rara vez dirigió la palabra a Tibo, aunque ni un instante dejó de murmurar incoherentemente a lo largo de todo el día. El chico captó repetidas referencias a cabras cebadas, esteras de dormir y trozos de alambre de cobre.

—Diez cabras cebadas, diez cabras cebadas —repetía su refunfuñado estribillo una y otra vez.

Eso le hizo suponer a Tibo que el precio de su rescate había aumentado. ¿Diez cabras cebadas? ¿De dónde iba a sacar su madre diez cabras, ni cebadas ni esqueléticas, para el caso era lo mismo, con las que pagar la devolución de un mísero chiquillo? Mbona nunca le permitiría poseerlas y Tibo sabía que su padre nunca, en toda su vida, había contado con más de tres cabras. ¡Diez cabras cebadas! Tibo se sonó. Aquel viejo asqueroso le mataría y se lo comería, porque jamás iba a recibir las cabras. Bukawai echaría sus huesos a las hienas. Al negrito le sacudió un escalofrío, estaba tan débil que poco le faltó para caer redondo. Bukawai le arreó un cachete en la oreja y tiró de él, obligándole a seguir adelante.

Al cabo de lo que a Tibo le pareció una eternidad, llegaron a la boca de una caverna abierta entre dos colinas rocosas. Era una entrada baja y angosta. Unos cuantos arbolitos jóvenes, sujetos sus troncos con tiras de cuero crudo, cerraban el paso a cualquier fiera perdida que tuviese la tentación de entrar. Bukawai apartó aquella tosca puerta y empujó a Tibo al interior de la caverna. Las hienas gruñeron, se adelantaron al muchacho y se perdieron de vista en las negruras del fondo. Bukawai volvió a colocar en su sitio la puerta de trabados árboles jóvenes y maleza, agarró bruscamente a Tibo por un brazo y lo arrastró por un estrecho pasadizo de paredes de piedra. El suelo era relativamente llano, porque infinidad de pies lo habían pisoteado tanto que la densa capa de polvo que cubría el piso apenas conservaba irregularidades.

Era un corredor serpenteante y como aquello estaba muy, oscuro y la piedra de las paredes era muy áspera Tibo sufrió varios arañazos y magulladuras a consecuencia de los roces y golpes que recibía. Bukawai avanzaba por aquel tortuoso y oscuro pasadizo como alguien que caminase a plena luz del día por una calle de ciudad con la que estuviese familiarizado. Conocía cada vuelta y revuelta como una madre conoce la cara de su hijo y daba la impresión de tener bastante prisa. Le asestaba al pobre Tibo unas sacudidas y trastazos que parecían improcedentemente violentos, más bruscos de lo preciso, incluso al ritmo de marcha de Bukawai, pero la verdad es que el viejo hechicero, un marginado de la sociedad humana, enfermo, rechazado, rehuido, odiado y temido, distaba mucho de tener un carácter angelical. La naturaleza le había concedido algunas, aunque pocas, de las características más bondadosas y amables del hombre, pero después el destino se encargó de arrebatárselas. Bukawai, el hechicero, era taimado, astuto, cruel y vengativo.

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