Authors: Enrique J. Vila Torres
Todo legal pero muy poco lucrativo, pues en estas circunstancias los padres solo pagaban los gastos del abogado, el notario, compartían los gastos médicos, y en ocasiones entregaban un donativo, aunque en absoluto se acercaba a los precios de los bebés obtenidos de forma ilegal. Como es lógico, en estos casos la consecución de un niño para adoptar era algo más barata para los futuros progenitores, pero a cambio tenían que aguantar muchos más trámites, emplear mucho más tiempo y pasar por el tamiz de la Junta de Adopción y de Menores, que los cualificase como idóneos para ser padres adoptivos.
Por suerte para él y para su negocio, no todos los candidatos a ser padres cumplían los requisitos necesarios, o no tenían la suficiente paciencia, y había muchos que acudían a él en busca de un bebé que llegase rápido, también de padres desconocidos, para adoptarlo legalmente sin esperar largas listas de asignación, pues acudiendo al buen doctor V., se «colaban» de alguna manera, y los trámites de adopción comenzaban antes… Todo estaba arreglado con los funcionarios correspondientes de la red, como a él le gustaba denominarla.
Y había un tercer grupo de «clientes» deseosos de estrenar paternidad, algo similar al anterior, pero a cuya impaciencia añadían el deseo de discreción «eterna». Estos eran los que directamente compraban a los niños para inscribirlos como hijos legítimos suyos. Esta opción era la más lucrativa, pero la que entrañaba un mayor riesgo, pues además del engaño hacia los padres biológicos, incluso de la expedición de una partida de defunción falsa cuando era necesario, el niño que salía de la clínica se inscribía en el Registro Civil como hijo biológico de una mujer que nunca había estado embarazada.
Esto sí que era ciertamente arriesgado, dado que dejaba un rastro en forma de falsedad documental pública que ya nunca sería eliminado.
En ocasiones, el mafioso doctor reía divertido al pensar qué ocurriría cuando esos cientos (miles en toda España) de bebés vendidos por la red de compraventa de la que su clínica era solo una parte creciesen y observasen con sorpresa que no guardaban un parecido físico con los padres falsos.
Sin duda, en esos casos más de un hombre de los que ahora pagaban contentos las hasta 400 000 pesetas que por entonces costaba un niño iba a tener que elegir entre decir la verdad de la compraventa, cosa improbable pues ellos mismos habían delinquido, o tragársela pero pasar de por vida por un cornudo. «De todos modos —pensó don E.—, cuando esos mocosos bastardos empiecen a llegar a la mayoría de edad y a preguntarse por su pasado, si es que lo hacen, van a tener muy difícil el demostrar nada. Prácticamente imposible.»
En cualquier caso, siguió meditando el médico, se merecían todo lo que les pasase, por tontos. En el fondo, pensaba que ya estaba bien con la adopción, aunque el niño adoptado hubiese sido conseguido con métodos ilegales robándoselo a la madre biológica. Para qué más, si lo más posible es que aunque el niño fuese inscrito como propio, y no como adoptado, al final acabase enterándose de la realidad de algún modo.
«Aunque si así lo quieren esos pobres desgraciados, bien está», y es que era a esos padres a quienes exigían, como se ha explicado, una mayor suma de dinero por sus caprichos. Lo cierto es que V. y sus colaboradores estaban cobrando por aquel entonces, mediada la década de los años setenta del siglo
XX
, entre 50 000 y 400 000 pesetas por un niño, bien fuese para entregarlo en adopción o para inscribirlo como hijo falso.
En los casos en los que solo pedía 50 000, no era porque se apiadase de los padres compradores, o porque la mercancía que iba a entregar —el niño— tuviese taras o proviniese de un origen incierto o inferior (como eran para el médico y muchos de su calaña prostitutas, árabes, negros, sudamericanos o gitanos). Eso poco importaba, pues un niño era un niño, y para su sorpresa, los padres se iban igual de contentos llevándose una tierna niña sonrosada de ojos azules cual ángel nórdico, como a un negro, de nariz chata y pelo como el esparto.
La diferencia de precio estribaba en que los que pagaban 50 000 pesetas abonaban el resto en especie. Así, además del dinero se les exigía como parte del precio por su hijo que llevaran a una mujer encinta para que diera a luz a la clínica, donde el doctor y su equipo se encargaban, si podían o la consideraban idónea, de quitarle el niño.
En definitiva, el negocio era tremendamente lucrativo. Desde que comenzó con él, había ganado una considerable cantidad de dinero, tanto el doctor como los dos auxiliares de confianza que le ayudaban en su trama, además, claro está, de su colaboradora directa, sor M.
Cierto es que la religiosa actuaba movida por una suerte de finalidad piadosa, con la piedad, claro está, mal entendida, pues consideraba que arrancar a esos bebés de sus madres —la mayoría de baja condición social o económica, cuando no directamente prostitutas, alcohólicas o vagabundas— y entregarlos a familias de bien era una labor que comulgaba con sus obligaciones religiosas de caridad. Para ella, lo del dinero parecía secundario, pero desde luego nunca había dicho que no a los sobres que le entregaba el doctor, repletos de billetes verdes.
El resto de los miembros y empleados de la clínica conocían en su mayor parte la trama mafiosa de venta de bebés, pero hacían la vista gorda, considerándose unos meros mandados. Mientras ellos no tocasen el dinero de la venta, se creían limpios.
Alguna vez, alguno de los empleados o enfermeras contratados en la clínica, que a la larga por fuerza se enteraban de las sucias prácticas del doctor y sus compinches, había estado tentado de denunciar el caso a la policía. Pero en esos momentos España era un país en el que aún imperaban los designios de una dictadura, el compadreo era algo habitual en todas las esferas de la vida, y la corrupción, algo aceptado con resignación si estaba de parte del bando dirigente. Las mafias políticas y religiosas dominaban casi todo.
Nadie en estas especiales y constreñidas circunstancias se había atrevido a denunciar la compraventa de los bebés, limitándose a bajar la vista y a cobrar su sueldo cada mes, e ignorando voluntariamente el sucio negocio del doctor V.
Sin embargo, ese negocio, que como bien sabía el médico se extendía por toda España con la vista gorda de las autoridades competentes, en ocasiones le causaba una tremenda tensión al galeno. Y en momentos como aquel en el que coincidían una agolpada e impaciente demanda de padres solicitantes de niños, y una ausencia de madres biológicas con intención de entregar a sus criaturas, perdía los nervios y sembraba el terror entre los pacientes, empleados y cualquier persona del hospital que se cruzase en su camino.
La primavera había llegado esplendorosa a Madrid ese año de 1974, rica en vida y esperanzas.
Manuela M. A., Manuelita, como la llamaban cariñosamente sus padres y algunos miembros ancianos de su familia, era una de esas felices chicas. A sus veinticinco años, al fin había logrado su sueño de quedarse embarazada de su adorado esposo Julián, al que amaba más que a nada en el mundo.
Era un hombre muy guapo, alto, tan moreno que en muchas ocasiones lo habían confundido con un gitano, un indio o un sudamericano (cosa que divertía mucho a Manuela y era motivo de burla y chanzas continuas para ella y el resto de los familiares). Además, era un hombre muy romántico y trabajador, responsable y adorable con todos los niños a los que conocía.
Julián estaba radiante con su inminente paternidad, tanto o más que su amada esposa, pues iba a ser su primogénito, y aunque no lo sabían aún, estaba convencido de que sería un varón al que transmitir entre otras cosas su amor por el deporte y la actividad física. Aquella era otra de sus cualidades, la que ponía la guinda a ese varón, pues su amor por la práctica deportiva le había dotado de un cuerpo musculoso y fibroso, y a sus treinta y tres años era la envidia de casi todos los socios del gimnasio al que acudía habitualmente cada semana.
En definitiva, pensaba Julián, mejor si el bebé resultaba ser un chico, pero si resultaba ser niña, iba a amarla igualmente, cómo no. Lo importante era aferrarse a esa sensación que tenía mientras pasaba los minutos al lado de su esposa, en esos momentos en los que ya había salido de cuentas y esperaba en absoluto reposo la llegada del parto: una inmensidad y felicidad absolutas.
Nunca creyó que una persona pudiese ser tan arrebatadoramente feliz.
Y eso pese a que aún no había podido abrazar a su hijo. Pensaba divertido que no podría aguantar tanta emoción cuando llegase la hora: caería fulminado de un ataque de felicidad cuando pudiese al fin abrazar a su bebé…, su primer hijo.
Se sentía impaciente y algo nervioso. Su mujer, Manuela, había sufrido durante el embarazo una serie de preocupantes pérdidas de sangre. El doctor V., que era el ginecólogo que los atendía, había restado importancia al asunto delante de la mujer, pero un día un poco triste, antes de comenzar esa radiante primavera, había requerido la presencia de Julián en su despacho, sin que lo supiese nadie más de la familia, y sus palabras habían inyectado en el corazón del futuro padre un temor que afloraba oscuro a veces, en las noches en que sus sueños se poblaban de turbadoras pesadillas:
—Su esposa, señor Julián —le dijo en aquella ocasión el doctor—, no tiene una constitución física tan robusta como la suya, por decirlo de alguna manera. Como sabe, ha estado sufriendo pérdidas vaginales de sangre durante toda la gestación, y me preocupan bastante. —En este punto frunció el ceño con un gesto de seriedad, y dejó pasar teatrales minutos, que tensaron aún más el ambiente en su despacho—. He de serle sincero: no son buenos síntomas. Generalmente puede suponer que el niño esté afectado de alguna manera… y puede nacer muerto o malformado.
—Doctor —contestó azorado el padre—, le ruego que ponga todos los medios para asegurar que no pase nada. Si perdemos ese primer hijo… No podría soportarlo, y creo que a mi mujer le daría un ataque, o algo así… Temo incluso que muriese también. Y si mueren ella y mi hijo, le aseguro que yo voy detrás de ellos. No puede ser. Dígame qué tenemos que hacer, por favor… Por el dinero no tema: si hay cualquier medicina o algún especialista concreto o si tenemos que llevarla al extranjero a un lugar mejor… No se ofenda, no dudo de su profesionalidad, pero… Es que, de verdad, no podemos perder ese niño. No puedo.
El doctor se mantuvo impasible ante los ruegos y las preocupaciones de Julián. Interiormente hasta le hizo gracia la imagen de esa muerte súbita de los tres miembros de la familia, concadenada como si de un chiste de humor macabro se tratase. Pero no iba a dejar escapar esa presa.
—Tranquilo, no se preocupe, comprendo su temor. Yo solo he querido avisarle de una posibilidad bastante real, pero no necesariamente forzosa. —El doctor hizo un ademán con las manos que pretendía ser tranquilizador, pero que puso más nervioso a Julián, pues le pareció falso—. Y descuide, en esta clínica nos avalan años de experiencia y, como sabe, somos uno de los hospitales más prestigiosos de Madrid en el departamento de ginecología. Relájese, solo le pido que se prepare para esa triste posibilidad (y solo posibilidad, no obstante), porque en tal caso su mujer necesitará que sea fuerte. Como médico suyo, era mi obligación advertirle.
Julián abandonó el despacho compungido. Al doctor le habían venido muy bien esas inofensivas pérdidas de sangre de Manuela para preparar el terreno futuro de cara al robo del bebé. Siempre que una embarazada sufría esos sangrados, daba al marido el mismo discurso previo, para allanar el camino del engaño final tras el momento del parto: tenía así la posibilidad de disponer de otra «pieza» más que vender, pues la muerte del niño no resultaba tan sospechosa si durante el embarazo ya se había dado aviso del peligro que entrañaban esos sangrados, por otra parte tan habituales tanto en las etapas iniciales del embarazo como durante las finales.
[5]
Julián había quedado ciertamente preocupado tras las palabras del doctor. No quería perder a su primer hijo, y rezó todos los días que quedaban hasta el parto, para que el niño naciese sano y fuerte.
Sus plegarias surgieron efecto.
El niño nació en perfecto estado de salud el 21 de junio de 1974.
Pero, por desgracia, por lo que no pudo pedir Julián a su Dios era por algo que obviamente desconocía. Se encontraba en esa clínica nefasta en la que la vida de los recién nacidos era separada de sus padres, por el interés económico, impuro y malsano de unos pocos.
Encarnación era una jovencísima ATS que acababa de finalizar sus prácticas en la escuela universitaria de enfermería de Madrid.
Con dieciocho años y gracias a determinados contactos de su entusiasmado padre —pues su hija Encarna era la primera de la familia que terminaba una formación universitaria—, el mismo mes de junio de 1974, pocos días antes del nacimiento del hijo de Manuela y Julián, la muchacha fue contratada por la clínica S. R.
A Encarna le encantaban los bebés, y estaba contenta y segura de que iba a disfrutar de su destino y primer trabajo. ¡Qué suerte había tenido! ¡En una clínica maternal, y tan cerca de casa de sus padres! La ilusión con la que acudió a su trabajo el primer día fue apabullante.
El tibio sol de la mañana anunciaba una jornada de esplendor primaveral, radiante como el pecho feliz de la jovencita. Los frondosos árboles que circundaban la vía agitaban suavemente sus hojas bajo la caricia de la brisa de la mañana, sacudiéndose el rocío de la madrugada. Aún el aire estaba limpio y frío, lejanos por el momento los calores del estío, y entraba en los pulmones de la chica como un soplo de energía pura, que elevaba todavía más su ánimo drogando su cuerpo y su sangre gracias al vital y refrescante oxígeno.
Ese día y por el momento, todo era maravilloso para Encarna, y su felicidad tornaba en algo casi físico, que olía a fruta fresca, a tomillo y la lavanda, y que se diría que iba dejando tras de sí, a medida que avanzaba radiante por las calles de Madrid, un rastro visible y luminoso que perfumaba con un éter de optimismo las aún grises estampas de la capital castellana.
A cada paso que daba Encarna, acercándose a su nuevo puesto de trabajo, la alegría parecía crecer en su interior. Le asustaba incluso un poco haber tenido tanta suerte. Entre sus amigas de la escuela de enfermería, ninguna se había colocado todavía, y andaban las pobres algo agobiadas enviando sus currículos por todos los sanatorios y hospitales de la capital; desde luego, también estaban celosas de la suerte de Encarna.