Authors: Enrique J. Vila Torres
Con un grito de horror desesperado y agudo, y sin querer pensar siquiera en lo que había tocado, Encarna iluminó fugazmente el interior del congelador, durante los segundos eternos que la puerta tardó en cerrarse por su propio peso.
Fue tiempo suficiente para que en su retina y en su mente quedase por siempre grabada la imagen de un bebé congelado, muerto, blanco y tétricamente sonriente, de brillante pelo negro, que con los ojos cerrados parecía dormir en un sueño frío e interminable, envuelto en una manta de color indefinible.
Ya no eran los fantasmas de niños fallecidos arrastrándose hacia ella, fruto de sus sueños de horror.
Era el cadáver real de un bebé, congelado, que golpeó con brutalidad los sentidos ya excitados de Encarna y la llevó a desplomarse sobre el sucio suelo del sótano, víctima de un desmayo de puro terror.
—Este es vuestro hijo —decía sor M. a unos destrozados Julián y Manuela, mientras sostenía en sus brazos el bebé muerto que había roto de miedo a Encarna en el sótano la noche anterior—. No lloréis, ahora está con Dios. El pobrecito no ha aguantado esta noche, pese a que lo pusimos en la incubadora… Tranquilos, sois jóvenes, aún podréis tener muchos más y ser felices formando una familia alegre y numerosa… Rezad, rezad mucho y pedid a Nuestro Señor…
—¿Puedo tocarlo? —preguntó con voz temblorosa la compungida madre—. Solo una vez, por favor… Es mi vida, nuestro primer hijo, y quisiera…
La monja miró suspicaz a la madre y con un gesto reclamó ayuda al doctor V., que en esos momentos la acompañaba en la habitación de los padres.
—No, hija, no… —dijo el doctor—. Solo os mostramos el cuerpo de la desdichada criatura para que digáis un último adiós, y porque lo habéis pedido expresamente. Pero no es habitual. Está muerto, y hay que dejarlo así. No seamos más morbosos…
—Una caricia —insistió ahora el padre acercándose a la monja que mantenía en brazos el bebé muerto—, solo tocarlo…
—Insisto —se defendió el doctor interponiéndose entre Julián y la monja, que había dado unos pasos hacia atrás con el bebé muerto firmemente sujeto en sus brazos—. Este es vuestro hijo muerto, lo veis y ya está. Por motivos de higiene y moral, nada de abrazos ni besos…, ahora mismo lo llevamos al depósito y nosotros nos encargamos de todo, del entierro en La Almudena y todo…, vosotros despreocuparos. Ahora solo tenéis que centraros en apoyaros mutuamente, superar este trago… y volver a empezar, que tenéis toda una vida por delante…
—Al menos hágale la autopsia, doctor —insistió el padre cesando en su empeño de tocar a la criatura—. Queremos saber exactamente la causa de la muerte…
—Muerte súbita, amigo, es bastante común entre los recién nacidos. No hay que darle más vueltas… —contestó tozudo el doctor, que se giró en ese momento hacia la monja—. Y usted, sor M., venga, llévese el cadáver de aquí, ya está bien… Ya lo han visto bastante y ahora están seguros de su muerte y le han dado un último adiós.
La monja aprovechó la orden del doctor para salir rauda de la habitación, desoyendo las súplicas de los padres, que imploraron por última vez tocar y besar el cuerpo de su hijo.
El doctor, impasible ante los llantos y exigencias de los padres, intentó calmar los ánimos de estos, sobre todo de Julián, que al ver a su esposa en un estado de abatimiento cercano al colapso nervioso, volvió a exigir acaloradamente al doctor que se realizase la autopsia, que se les proporcionase un certificado médico, y que les dejasen realizar a ellos mismos los trámites del entierro en La Almudena.
Acostumbrado a lidiar con esas circunstancias, V. se negó en redondo y acto seguido ordenó a una enfermera que fuese a llamar a los miembros de seguridad del sanatorio, pues notaba que el padre se iba sulfurando cada vez más y no sabía cómo podía acabar aquello.
Indudablemente, de no ser por la larga lista de espera de padres que ansiaban comprar al verdadero hijo de esos desgraciados —que descansaba ahora a buen recaudo en otra sala escondida en el hospital—, no hubiese elegido a esa pareja como víctimas para robarles el bebé. Desde que ingresaron en el hospital tuvo pruebas del carácter arisco y altanero de Julián, y ya se temía que no iba a aceptar fácilmente la noticia de la muerte de su bebé, que había nacido sano y fuerte, por cierto… Tampoco se conformaría, como así había sido, con ver el cadáver del niño que tenían desde ya hacía varios días congelado en el sótano para esas especiales ocasiones…
«Con lo guapo que quedaba el muertecito —pensó cínico el doctor—, y con lo que se parecía absolutamente a todos los padres a los que se lo hemos enseñado…» En ocasiones había tenido que reprimir una risa sarcástica cuando oía a esos ingenuos primerizos o abuelos, que entre sollozos decían encontrar semejanzas del «cadáver universal de muestra» —o Carlitos, como a él le gustaba llamarle— con los padres a los que acababa de robar su auténtico hijo.
Pobres.
Pero aquel hombre se estaba poniendo pesado, y quizá se arrepintió por un segundo de haberse decidido a robar precisamente al hijo de esa pareja, que parecía, sobre todo ese bruto, dispuesta a insistir hasta descubrir su robo.
—¡Cálmese, hombre, por Dios! —suplicaba el doctor—. Comprendo su estado, pero es mejor que nosotros nos encarguemos de todo… Usted cuide a su esposa y déjenos hacer.
—¡No, señor! —insistió ya muy alterado el padre—. ¡Quiero la autopsia de mi hijo, y el certificado y la causa de su muerte!
—Mañana tendrá el certificado. —Eso no era problema, pensó sarcástico V., pues lo firmaba falsificándolo él mismo—, pero lo de la autopsia es más complicado, Julián… Déjese de tonterías, cálmese, no sea cabezota…, sea un buen padre y un buen hombre, y respete a su hijo muerto y a su mujer…
En ese mismo instante, movido por un resorte instintivo, el acalorado hombre saltó de un brinco y se situó al lado del corrupto doctor. Con el odio impregnado en cada uno de los gestos de su rostro, propinó un puñetazo seco y violento contra la mandíbula del sorprendido galeno, que no pudo esquivar el golpe y cayó redondo al suelo de la habitación.
—¡Buen padre lo soy! —acabó diciendo Julián—. ¡No vuelva a ponerlo en duda! ¡Y respeto a mi mujer como el mejor esposo! Lo que es usted es un sinvergüenza y mal médico… Ya veremos mañana… No me conoce bien… ¡Le recomiendo que me dé el certificado y todas las explicaciones necesarias!
Mientras acababa su frase amenazante, Julián ya había sido firmemente sujeto por los guardas de seguridad, que preguntaron entre forcejeos si avisaban a la policía.
«¿La policía? —pensó el doctor—. Eso nos faltaba ahora… Que viniese la policía con un bebé recién robado, y otro congelado por ahí deambulando en brazos de sor M. Y además, ayer el susto de esa tonta enfermera que descubrió el cadáver en el sótano. Vaya dos días de mierda…»
—No, no… —dijo el doctor levantándose dolorido y limpiándose las gotas de sangre que corrían por su mandíbula—. No llaméis a nadie. Estoy bien. Comprendo a este hombre. Está ofuscado y dolorido.
El doctor dirigió una mirada de odio hacia Julián, aunque la trató de disfrazar de conmiseración y perdón.
—Julián —siguió el doctor mirando al padre, ahora algo menos nervioso tras haber desahogado su ira—, sé que mañana estará más calmado. Mañana le daré el certificado y ya veremos lo de la autopsia y el entierro. Cálmese. Soy hombre que perdona. No daré parte de esta agresión. Ahora adiós, y cálmese.
Julián, en esos momentos incluso algo avergonzado, no acertó a esbozar con sus labios ni una leve disculpa. El médico era un cerdo, sí, pero se había pasado. Triste y sin ánimos, se sentó al lado de su mujer, Manuela, que había observado toda la escena entre lloros.
Le cogió la mano, y con cariño y ya con más calma, se dispuso a llorar toda la noche junto a su amada, por la muerte de su hijo recién nacido.
Mientras, su pequeño bebé soñaba unas salas más allá con sueños de bebé, tiernamente arropado en una cunita, en una vida alegre de la que disfrutaría sin duda, pero que entonces no sabía que ya siempre sería robada y falsa, y alejada por la fuerza de sus raíces.
Unas raíces robadas.
El doctor V. se encontraba recostado en el sofá de su despacho de la clínica de S. R., una apacible mañana del 23 de junio de 1974, aplicando con gesto dolorido una bolsa de hielo sobre su aún inflamada mandíbula.
La semana que acababa de finalizar había estado llena de sobresaltos, aunque por suerte acababa de ser coronada con 400 000 pesetas que relucían satisfactoriamente en billetes verdes de mil, sobre su pesada y lustrosa mesa de recia caoba. Hacía menos de una hora que había terminado la transacción del bebé de Julián y Manuela, esos padres que tantos problemas le habían ocasionado, y unos felices nuevos padres falsos acababan de iniciar el viaje de regreso feliz a su hogar en tierras andaluzas, esta vez con un hijo comprado que iba a ser querido y amado como propio.
Y, desde luego, también inscrito en el Registro Civil como tal.
«Vaya pandilla de sinvergüenzas», pensó. Al menos él y sus ayudantes mantenían una fuente de ingresos básica para conservar el nivel de vida que le gustaba llevar, ¡y qué coño!, que se merecía. Sin embargo, ese cabrón de Julián le había dado muchos problemas, además de casi romperle la mandíbula el día anterior. Por fortuna, como él supuso y esperaba, la noche en vela junto a su esposa, repleta de lloros y consuelos mutuos, había atemperado su enfado.
Así, aquella mañana un avergonzado Julián se había conformado con la mera exhibición del parte de defunción falso que el doctor tan acostumbrado estaba a firmar; de ese modo se terminó el embrollo. A casa con su tristeza, y tema olvidado.
Qué ingenuos y qué fáciles de convencer. Como todos.
Más complicado había sido el tema de la joven enfermera novata, la que había llegado recomendada. Vaya papelón, por suerte, también resuelto, aunque con métodos más resolutivos.
Había descubierto por error el frigorífico grande del sótano donde guardaban a Carlitos, el bebé muerto y congelado que mostraban a los padres empeñados en ver a sus hijos fallecidos. No era el primero, solo uno más en la larga lista de los usados para tal fin durante años y años.
Esa Encarna se había topado por casualidad con el congelador grande, en vez de con el pequeño situado nada más entrar en el sótano, a la izquierda, donde se guardaba el hielo para usos médicos… Arrastrada quizá por el miedo o la curiosidad, se había dirigido hasta el final del sótano, casi a oscuras, hasta realizar el sorprendente y tétrico descubrimiento.
«Vaya susto se debió de dar la chica —pensó sonriendo el doctor—. Bien merecido lo tuvo, por tonta o por curiosa.» También tenía parte de culpa sor Purificación, que la había enviado a por el hielo sin especificar dónde debía buscar. El caso era que la joven se había desmayado allí mismo del susto. Casi se muere del colapso. Al ver que tardaba, Purificación envió al encargado de mantenimiento, y el pobre hombre la descubrió allí tendida y sin conocimiento.
Costó reanimarla, pero por suerte no le pasó nada excesivamente grave. Bueno, quizá ya nunca más lograse dormir tranquila, si sus sueños se empeñaban en poblarse de horrendas pesadillas con bebés zombis…, pero eso era cuestión de ella a partir de ese momento.
Una vez reanimada Encarna y fuera de peligro su salud, llegó el auténtico problema: hubo que convencerla de que callase su descubrimiento. La existencia del bebé de pega solo la conocían unos pocos en el hospital, y eran gente de plena confianza. Además, estaban tan pringados como él en todo aquel asunto.
Como es lógico, la chica pidió explicaciones y amenazó con ir a la policía.
En un primer momento, el doctor y sor M. intentaron por las buenas convencer a la chica de que el bebé congelado tenía otros fines diferentes a los de suplantar a supuestos hijos muertos, pero todas las explicaciones resultaron en vano: Encarna exigió la verdad.
Finalmente, sor M., más acostumbrada a decir las cosas de una forma más digerible que el doctor, explicó a Encarna parte de la verdad, sin desentrañar la inmensidad de la auténtica trama mafiosa de compraventa de bebés de la que participaba S. R. como una de las clínicas más activas.
Encarna quedó horrorizada, en la ingenuidad de sus dieciocho años.
Pero si horrendo fue el crimen confesado, más terribles resultaron las amenazas que de inmediato surgieron de los labios del propio médico, quien «invitó» muy cortésmente a la chica a mantener la boca cerrada, pues de lo contrario ella y su familia, a la que conocía muy bien, sufrirían algún tipo de accidente inesperado.
Encarna, de carácter alegre pero ingenuo y sensible, no quiso problemas. Se dijo que si unas personas eran capaces de crímenes tan atroces y continuados como el robo de niños para su venta, sin demostrar un ápice de piedad, no dudarían en hacer realidad las amenazas vertidas para asegurar su silencio. Podría pasarle cualquier cosa si denunciaba los hechos horribles que había conocido en esa clínica del terror.
Y por ese motivo calló para siempre y hasta la fecha, pero sin olvidar en sus sueños a los bebés muertos, que siguen acudiendo a sus pesadillas casi diariamente, pidiéndole amargamente ayuda.
Las prácticas mafiosas e inhumanas aquí descritas siguieron desarrollándose supuestamente en S. R., como en tantas otras clínicas españolas, hasta que a mediados de los ochenta del siglo pasado tuvo lugar una investigación policial, de la que no surgió ninguna condena por falta de pruebas, pero que finalizó con la clausura de la clínica.
Es de suponer que Carlitos y los que le sustituyeron como inocentes niños muertos y congelados a la hora de suplantar a tantos hijos cruelmente robados descansarán incinerados sus cuerpos o quizá bajo tierra en un lugar olvidado…, quién sabe. Al menos descansan ajenos a los pecados que fueron cometidos con sus cuerpos fríos e inertes.
Los que no descansan sin duda son los corazones de los que participaron en estos hechos, que de ser ciertos —y yo así lo creo pese al principio de presunción de inocencia que he de respetar y acato—, constituyen uno de los episodios más horribles, tristes y espantosos que han tenido lugar en la España de la última centuria. Aunque nunca los castigue la justicia, aunque pasen por inocentes ahora, que jamás descansen sus mentes.
Ese es mi deseo.
Y también pido por que los padres y madres a los que se les arrancó su ilusión de una forma tan cruel, y los hijos que andan por sus vidas con sus raíces robadas, se encuentren algún día para poder recuperar, al menos en parte, lo que en justicia les pertenece.